Una habitación con vistas (1985)




Film  James Ivory
Novela  E.M. Foster
Parte primera
Capítulo Primero
Los Bertolini

—La Signora no tiene derecho a hacer esto —dijo la señorita Bartlett—, ningún derecho. Nos prometió habitaciones al sur con una panorámica conjunta; en su lugar, aquí tenemos habitaciones al lado norte y dan a un patio y bien alejadas. ¡Oh, Lucy! 
—¡Y además es una cockney! —dijo Lucy, que se había entristecido por el inesperado acento de la Signora—. Se diría que estamos en Londres. 
Miró las dos hileras de ingleses sentados junto a la mesa; la hilera de botellas blancas de agua y rojas de vino que corrían entre sus manos; los retratos de la última reina y del último poeta laureado que colgaban detrás de los británicos, pesadamente vestidos; el cartel de la Iglesia anglicana (reverendo Cuthbert Eager, M. A. Oxon), que constituían la única decoración de la pared. 
—Charlotte, ¿no sientes también tú que bien podríamos encontrarnos en Londres? A duras penas puedo creer que todo este tipo de cosas distintas estén precisamente fuera. Supongo que se debe a que una se siente tan cansada. 
—Esta carne seguramente se ha utilizado para la sopa —dijo la señorita Bartlett dejando caer el tenedor. 
—También a mí me hubiera gustado ver el Arno. Las habitaciones que la Signora nos prometió en su carta debían dar sobre el Arno. La Signora no tiene derecho en absoluto a hacer esto. ¡Oh, es una vergüenza! 
—Cualquier rincón va bien para mí —continuó la señorita Bartlett—, pero me parece duro que tú no tengas una habitación con panorámica. 
Lucy sintió que se había comportado egoístamente. 
—Charlotte, no debes mimarme; sin duda tú también debes tener una panorámica sobre el Amo. La primera habitación que quede libre en la parte delantera... 
—Tú debes tenerla —dijo la señorita Bartlett, parte de cuyos gastos de viaje los había pagado la madre de Lucy y que era un rasgo de generosidad al que ella hizo discreta alusión. 
—No, no. Tú debes tenerla. Insisto. Tu madre nunca me lo perdonaría, Lucy. 
—Nunca me perdonaría a mí. 
Las voces de las damas subían de tono animadamente y, si nos debemos a la triste verdad, ligeramente irritadas. Algunos de los vecinos de mesa intercambiaron miradas, y uno de ellos, persona ruda a las que no conviene encontrar en el extranjero, apoyándose en la mesa se inmiscuyó en su conversación. Dijo: 
—Tengo una ventana, tengo una ventana. 
La señorita Bartlett estaba consternada. Generalmente en una pensión la gente se examina a distancia un día o dos antes de empezar a hablarse y, generalmente, no se dan a conocer hasta que ya se han observado atentamente. Se dio cuenta de que el intruso era tosco, incluso antes de darle una ojeada. Era un hombre de edad avanzada, de figura pesada y con un rostro terso, recién afeitado y grandes ojos. Había algo infantil en esos ojos, aunque no era el infantilismo de la senilidad. De qué se trataba exactamente es algo que la señorita Bartlett no se paró a considerar cuando pasó revista a su vestimenta. No le pareció nada bien. Probablemente intentaba entrar en relación antes de que pudieran considerarse conocidos. Por lo tanto, asumió una expresión de fastidio cuando se le dirigió y le contestó: 
—¿Una ventana? ¡Oh, una ventana! ¡Cuán deliciosa es una ventana! 
—Éste es mi hijo —dijo el hombre—; se llama George. También él tiene una ventana. 
—¡Ah! —dijo la señorita Bartlett, cortando a Lucy, ya a punto de hablar. 
—Lo que quiero decir —continuó el hombre— es que ustedes pueden ocupar nuestras habitaciones y nosotros ocuparemos las suyas. Cambiaremos. 
El turista de primera clase quedó sorprendido ante esto y simpatizó con los recién llegados. La señorita Bartlett, como contestación, abrió la boca tan poco como pudo y dijo:
—Muchas gracias, pero eso queda fuera de toda discusión.
—¿Por qué? —replicó el hombre de edad con los puños encima de la mesa. 
—Porque queda absolutamente fuera de toda discusión, gracias. 
—Mire, no nos gusta tomar... —empezó Lucy. 
Su prima la cortó nuevamente. 
—Pero, ¿por qué? —persistió el hombre—. A las mujeres les gusta contemplar una panorámica; a los hombres no —y dio golpes con los puños como lo hace un niño travieso. Se volvió hacia su hijo, diciéndole—: George, persuádelas. 
—Es completamente obvio que deberían tenerlas —añadió el hijo—. No hay más que hablar. 
No miró a las damas mientras hablaba, pero su voz sonó algo perpleja y afligida. Lucy también estaba perpleja, pero dio cuenta de que desembocaban en lo que se conoce como «hacer una escena» y tenía un extraño sentimiento de que, fuera lo que fuera, aquellos turistas poco refinados hablaban y la discusión se refería no a las habitaciones o las panorámicas, sino a... bien, a algo completamente distinto de cuya existencia no se había dado cuenta antes. En ese momento el hombre de edad se dirigió a la señorita Bartlett casi con violencia: 
—¿Por qué no cambiar? ¿Qué objeción ve? Despejarían la habitación en media hora. 
La señorita Bartlett, si bien muy diestra en las delicadezas de la conversación, era impotente en presencia de la brutalidad. Le parecía imposible desairar a alguien tan tosco. Su cara enrojeció de desagrado. Miró alrededor como diciendo: «Todos ustedes son así.» Y dos damas menudas, sentadas un poco más allá de la mesa, con chales que colgaban en el respaldo de las sillas, miraron hacia atrás, indicando claramente: «No, nosotras no, nosotras somos distinguidas.» 
—Termina tu cena, querida —dijo a Lucy, empezando a jugar otra vez con la carne a que previamente había puesto reparos. 
Lucy musitó que se habían encontrado con gente muy extraña. 
—Termina tu cena, querida. Esta pensión es un fracaso. Mañana nos mudaremos. 
Apenas había anunciado esta tajante decisión, la cambió totalmente. Abiertas las cortinas al fondo del comedor, dejaron ver a un cura, de aspecto fornido pero atractivo, que se daba prisa por ocupar su sitio en la mesa, justificándose delicadamente por su retraso. Lucy aún no había adquirido el don del disimulo, tocó su pierna, exclamando: 
—¡Oh, oh! ¡Cómo, pero si es el señor Beebe! ¡Oh, qué maravilloso! ¡Oh, Charlotte, debemos quedarnos aunque las habitaciones sean malas! ¡Oh! 
La señorita Bartlett dijo con más contención: 
—¿Qué tal, señor Beebe? Supongo que nos recuerda, la señorita Bartlett y la señorita Honeychurch, que estaban en Tunbridge Wells cuando usted ayudaba al vicario de St. Peters aquella Pascua tan fría. 
El cura, que tenía el aire de encontrarse de vacaciones, no recordaba a las damas de una manera tan precisa como ellas lo recordaban a él. Sin embargo, se les acercó con gusto y aceptó la silla que Lucy le señalaba. 
—Estoy muy contenta de verle —dijo la muchacha, que se hallaba en un estado de hambre espiritual y se habría alegrado de poder dirigirse al camarero si su prima se lo hubiera permitido—. Es fantástico lo pequeño que resulta el mundo. Y Summer Street también, lo que hace esto especialmente divertido. 
—La señorita Honeychurch vive en la parroquia de Summer Street —dijo la señorita Bartlett, completando la laguna— y a lo largo de la conversación me ha contado que usted ha aceptado el puesto de... 
—Sí, me lo dijo mi madre la semana pasada. Ella no sabía que lo había conocido en Tunbridge Wells, pero le contesté inmediatamente diciéndole: «El señor Beebe es...» 
—Totalmente cierto —dijo el cura—. Vaya trasladarme a la rectoría de Summer Street el próximo mes de junio. Me alegra mucho haber sido contratado para un vecindario tan encantador. 
—¡Oh, qué contenta estoy! El nombre de nuestra casa es Windy Corner.
El señor Beebe asintió con la cabeza. 
—Somos mi madre y yo generalmente, y mi hermano, aunque no es frecuente que consigamos meterlo en la I... La iglesia está muy lejos, quiero decir. 
—Querida Lucy, deja que el señor Beebe tome su cena. 
—Estoy comiendo, gracias, y me gusta. 
Prefería hablar con Lucy, cuyas interpretaciones recordaba, un poco más que a la señorita Bartlett, quien probablemente recordaba sus sermones. Preguntó a la muchacha si conocía bien Florencia y le informó ampliamente de que antes no había estado allí. Era estupendo poder aconsejar a un recién llegado, y él era el número uno en la materia. 
—No olvide de visitar la campiña en los alrededores —concluyó con su consejo—. En la primera tarde agradable, diríjase hacia el Fiesole y alrededores por Settignano, o algo parecido. 
—¡No! —gritó una voz desde la cabecera de la mesa—. Señor Beebe, se equivoca. Sus damas, en la primera tarde placentera, deben dirigirse a Prato. 
—Esta dama se ve muy inteligente —murmuró la señorita Bartlett a su prima—; estamos de suerte. 
Y se presentó una perfecta fuente de información ante ellas. La gente las aconsejaba, les decía lo que tenían que ver, cuándo tenían que verlo, cómo parar los tranvías, cómo escapar de los pordioseros, cuánto debían ofrecer por un pergamino, cuánto aprenderían allí. La pensión Bertolini había decidido, casi entusiásticamente, lo que harían. Por dondequiera que miraran, amables damas sonreían y les hablaban. Y por encima de todos ellos surgía la voz de la avispada dama, diciendo a gritos: «¡Prato! Deben visitar Prato. No hay palabras que puedan describir ese lugar. Lo adoro, me siento feliz librándolas de las trabas de respetabilidad que ustedes conocen.» 
El joven llamado George miró de reojo a la avispada dama y siguió caprichosamente con su comida. Obviamente, ni él ni su padre intervenían. Lucy, en medio de su éxito, encontró ocasión para desear que intervinieran. No le producía ningún placer suplementario que se diera a alguien de lado. Y cuando se retiraban se volvió y lanzó a los dos intrusos un pequeño y nervioso saludo. 
El padre no se dio cuenta. El hijo lo agradeció, no con otro saludo, sino moviendo las cejas y sonriendo. Parecía sonreír por encima de algo. 
Caminó de prisa siguiendo a su prima, que ya había desaparecido por entre las cortinas, una de las cuales fue a dar en su cara y le pareció mucho más pesada que una simple tela. Un poco más adelante se encontraba la informal Signora dando las buenas noches a sus huéspedes, acompañada por Enery, su hijo pequeño, y Victorier, su hija. Representaba una curiosa escena esa tentativa de una cockney impartiendo la gracia y la genialidad del Sur. E incluso más curioso era el recibidor, que intentaba rivalizar con el sólido confort de una casa de huéspedes de Bloomsbury. ¿Era realmente Italia? 
La señorita Bartlett se había sentado ya en un sillón estrechamente tupido que tenía el color y el contorno de un tomate. Estaba hablando con el señor Beebe, quien mientras hablaba movía hacia adelante y hacia atrás su larga y estrecha cabeza, lentamente, regularmente, como si derrumbara algún obstáculo invisible. 
—Le estamos muy agradecidas —le iba diciendo—. La primera noche es muy importante. Cuando usted llegó nos encontrábamos en un peculiar mauvais quart d'heure
Él expresó su pesar por ello. 
—¿Por azar conoce usted el nombre del señor de edad avanzada que estaba sentado frente a nosotras durante la cena? 
—Emerson. 
—¿Es amigo suyo? 
—Somos amigos en la medida en que se puede llegar a ser en las pensiones. 
La impulsó muy suavemente a que dijera más. 
—Soy, por así decirlo —concluyó—, la carabina de mi joven prima Lucy, y sería grave si la obligase a tratar gente de la que no sabemos nada. Su comportamiento fue algo desafortunado. Me parece que me comporté como debía. 
—Usted se comportó de la manera más natural —le dijo. Parecía estar pensando algo, y al cabo de algunos momentos añadió—: A pesar de todo, no me hubiera parecido una equivocación si hubiesen aceptado. 
—Equivocación no, sin duda, Pero no podíamos someternos a una obligación. 
—Él es, en cierta manera, un hombre peculiar.
Dudó de nuevo, y luego dijo educadamente: 
—Me parece que no se hubiera aprovechado de que hubieran aceptado, ni tan siquiera esperaba que le demostraran gratitud. Tiene el mérito, si es un mérito, de decir exactamente lo que piensa. Tiene unas habitaciones a las que no da valor y cree que ustedes se lo darían. No pensó ni por un momento en imponerles ninguna obligación, sino que pensó en ser amable, Es difícil, en definitiva; encuentro que es difícil comprender a la gente que dice la verdad.
Lucy está complacida, y alegó: 
—Esperaba que fuera una persona agradable; siempre espero que las personas sean agradables.
—Creo que lo es: agradable y pesado. Discrepo de él por lo menos en algunos aspectos de cierta importancia y, también, espero que usted diferirá. Es un tipo con el que no se está de acuerdo y eso se siente. Inmediatamente de su llegada molestó a la gente. No tiene tacto ni trato social, con lo que no quiero decir que sea mal educado, y no sabe callarse lo que piensa. Casi nos quejamos tanto de él como de nuestra deprimente Signora, pero me alegra decir que somos capaces de mejores juicios sobre él. 
—¿Debo deducir que es socialista? —dijo la señorita Bartlett.
El señor Beebe aceptó el conveniente término no sin fruncir los labios. 
—Y se puede presuponer que ha educado a su hijo para socialista también.
—¡Oh!, usted me tranquiliza —dijo la señorita Bartlett—: En consecuencia, ¿cree usted que yo debía haber aceptado su ofrecimiento? ¿Cree que he demostrado ser estrecha de miras y suspicaz? 
—No, en absoluto —le respondió—, lejos de mí tal sugerencia.
—Pero debo pedir excusas, en cualquier caso, por mi aparente falta de tacto. 
Le contestó con cierta irritación, que era totalmente innecesaria, mientras se levantaba de su asiento para dirigirse al salón a fumar. 
—¿Me he comportado como una pesada? —preguntó la señorita Bartlett, inmediatamente después que él había salido. 
—¿Por qué no has dicho nada, Lucy? A él le gusta la gente joven, estoy segura. Espero no haberlo monopolizado. Y tú lo retendrás durante toda la noche así como durante la cena. 
—Es estupendo —exclamó Lucy—. Exactamente como lo recuerdo. Parece ver lo mejor de cada uno. Nadie lo tomaría por un cura. 
—Mi querida Lucy... 
—Bien, ya sabes lo que quiero decir. También sabes cómo ríen los curas, y el señor Beebe ríe exactamente como un hombre cualquiera. 
—¡Muchacha! Cómo me recuerdas a tu madre. Me gustaría saber si a tu madre le parecería bien el señor Beebe. 
—Sí, estoy segura, y también a Freddy. 
—Creo que a todos, en Windy Comer, les parecería bien, es decir, a la minoría selecta. Estoy acostumbrada a Tunbridge Wells, donde todos somos sin remedio unos anticuados. 
—Sí —dijo Lucy descorazonadamente. 
Había una atmósfera de desaprobación flotando en el aire, pero no podía determinar si la desaprobación se refería a ella, o al señor Beebe, o a la minoría selecta en Tunbridge Wells. Intentó localizarla; pero, como siempre, fracasó. La señorita Bartlett se resistía a ser rechazada por alguien y añadió: 
—Lo siento, te estoy resultando una compañera deprimente. 
Y la muchacha nuevamente pensó: «Debo de haberme comportado egoístamente o poco amable, y he de evitarlo. Es terrible para la pobre Charlotte ser pobre.» 
Afortunadamente, una de las ancianas y diminutas señoras, que había estado sonriendo durante algún tiempo muy cortésmente, en ese momento se acercó preguntando si podía ocupar la silla que había dejado vacía el señor Beebe. Concedido el permiso, empezó a charlar amablemente de Italia, de los baños por los que estaba allí, del provechoso éxito de esos baños, de la mejora de salud de su hermana, de la necesidad de cerrar las ventanas de la habitación por la noche, así como de vaciar las bolsas de agua por la mañana. Pasaba de un tema a otro placenteramente y resultaba mucho más digna de atención que el pomposo discurso sobre güelfos y gibelinos, que discurría tempestuosamente al otro lado de la habitación. Había resultado una catástrofe completa, no un mero episodio, la noche que ella pasó en Venecia, cuando encontró en su habitación algo peor que una pulga, aunque mejor que otra cosa.
—Pero aquí usted se puede sentir tan segura como en Inglaterra. ¡La Signora Bertolini es tan inglesa! 
—Nuestras habitaciones todavía huelen —dijo la pobre Lucy—. Tenemos el momento de acostarnos. 
—¡Ah, entonces ustedes dan al corral! —suspiró—. ¡Si el señor Emerson hubiera tenido un poco más de tacto! Estábamos muy apurados por ustedes durante la cena.
—Me parece que él intentaba ser amable. 
—Sin duda lo fue —dijo la señorita Bartlett—. El señor Beebe incluso me reprendió por mi carácter suspicaz. Naturalmente, me retuve pensando en mi prima. 
—Naturalmente —dijo la menuda dama, y comentaron en voz baja que se debe ser muy cuidadoso con una joven.
Lucy intentó mostrarse seria, pero no pudo dejar de pensar que era una locura. Nadie era muy cuidadoso con ella en su hogar o, en cualquier caso, no se había dado cuenta.
—A propósito del señor Emerson padre, apenas lo conozco. No, no tiene tacto. Incluso ¿se han dado cuenta de que hay gente que es capaz de gestos absolutamente faltos de delicadeza y, al mismo tiempo, bellos? 
—¿Bellos? —dijo la señorita Bartlett, confundida por la palabra—. ¿No es lo mismo belleza y delicadeza? 
—Eso es lo que tendemos a pensar —dijo la otra desamparadamente—. Pero pienso algunas veces que todo es muy complicado. 
No se extendió más sobre este comentario porque reapareció el señor Beebe, aparentando sentirse extremadamente alegre. 
—Señorita Bartlett —exclamó—, todo está arreglado respecto a las habitaciones. ¡Estoy muy contento! El señor Emerson me habló de ello en el fumador y, teniendo en cuenta lo que les dije, procuré que repitiera su ofrecimiento. Me ha permitido que se lo consulte. A él le encantaría. 
—¡Oh, Charlotte! —dijo Lucy efusivamente a su prima—, debemos aceptar las habitaciones ahora. El señor se porta lo más amablemente del mundo. 
La señorita Bartlett permanecía silenciosa. 
—Me temo —dijo el señor Beebe después de una pausa— que he actuado oficiosamente. Debo pedirle disculpas por mi interferencia. 
Profundamente contrariado, se volvió con intención de irse. No lo había hecho todavía cuando la señorita Bartlett repuso: 
—Mis propios deseos, queridísima Lucy, no son importantes en comparación con los tuyos. Sería, además, duro si yo te frenara en hacer en Florencia lo que te apetezca, cuando si estoy aquí es únicamente por tu bondad. Si deseas que cambie de parecer con estos señores respecto a sus habitaciones, lo haré. Señor Beebe, ¿sería tan amable de decir al señor Emerson que acepto su gentil ofrecimiento? Además ¿será tan amable que le haga venir para que pueda darle las gracias personalmente? 
Su voz subía de tono mientras hablaba, se oía por todo el salón silenciando a güelfos y gibelinos. El cura, interiormente criticando al sexo débil, asintió con la cabeza y se dirigió a transmitir el mensaje. 
—Recuerda, Lucy, que solamente yo estoy implicada en esto. No deseo que la aceptación venga de tu parte. Prométemelo por lo que más quieras. 
El señor Beebe regresó y manifestó con cierto nerviosismo: 
—El señor Emerson padre tiene un compromiso, pero en su lugar aquí tenemos al hijo. 
El joven miró fijamente al suelo hacia donde estaban sentadas las tres damas, quienes se sentían como sentadas en el suelo: tan bajos eran sus asientos. 
—Mi padre —dijo— está en el baño, por lo que no puede darle las gracias a él personalmente. Pero dígame el mensaje y se lo transmitiré tan pronto como salga. 
La señorita Bartlett no podía con lo del baño. Toda su encopetada educación, en principio, se estrelló. El joven Emerson se apuntó un notable triunfo para deleite del señor Beebe y secreto deleite de Lucy. 
—¡Pobre joven! —dijo la señorita Bartlett tan pronto como él se retiró—. ¡Está tan molesto con su padre con esto de las habitaciones! Ha hecho cuanto ha podido para resultar educado. 
—En media hora más o menos sus habitaciones estarán dispuestas —dijo el señor Beebe. Y mirando algo meditativamente a las dos primas se retiró a su habitación para escribir su filosófico diario. 
—¡Oh, querida! —suspiró la menuda y anciana señora, y se estremeció como si todos los vientos celestiales hubieran penetrado en el piso—: los caballeros algunas veces no se dan cuenta... —su voz sonó lejana, pero la señorita Bartlett pareció comprender, y se estableció una conversación sobre que los caballeros no se dan completa cuenta de las cosas. Lucy, no dándose cuenta tampoco, se dedicó a leer. Tomó la Guía del norte de Italia, del Baedeker, y se dispuso a aprender de memoria los hechos más notables de la historia de Florencia, puesto que estaba decidida a divertirse sola a la mañana siguiente. De esa manera, la media hora transcurrió provechosamente y, al fin, la señorita Bartlett se levantó con un suspiro diciendo: 
—Creo que debo probar ahora. No, Lucy, no te muevas. Yo supervisaré el traslado. 
—¿Cómo podrás arreglártelas con todo? —dijo Lucy. 
—Tranquila, querida. Es asunto mío. 
—Pero me gustaría ayudarte un poco. 
—No, querida. 
¡La energía de Charlotte! ¡Y su altruismo! Siempre había sido así a lo largo de su vida, pero en el viaje a Italia iba más allá de sus posibilidades. Así pensaba Lucy, o se esforzaba por pensar. Aunque había en ella un sentimiento rebelde pensando que debían haber aceptado de una forma menos convencional y más bella. En cualquier caso, entró en su habitación sin ninguna sensación de gozo. 
—Quiero aclararte —dijo la señorita Bartlett— por qué me he quedado con la habitación más grande. Naturalmente te la hubiera dado a ti. Sucede, sin embargo, que era la del joven y estoy segura que a tu madre no le parecería bien. 
Lucy se sentía aturdida. 
—Dado el caso de que hemos aceptado un favor, es más conveniente que te muestres agradecida al padre más que a él. Soy una mujer que ha vivido, a mi modesta manera, y sé dónde van a parar las cosas. Sin embargo, el señor Beebe es una garantía tal que ellos no presumirán de esto. 
—Mamá no haría caso, estoy segura —dijo Lucy, pero de nuevo tuvo el presentimiento de más amplias e insospechadas consecuencias. 
La señorita Bartlett únicamente suspiró envolviéndola en un abrazo protector al tiempo que le daba las buenas noches. Esto le produjo a Lucy una sensación de oscurecimiento y cuando llegó a su habitación abrió la ventana y respiró el aire limpio de la noche, pensando en la amabilidad del caballero que le permitía ver las luces bailando en el Amo y los cipreses de San Miniato, y los valles de los Apeninos, oscuros, la luna saliente, escondida detrás... 
La señorita Bartlett, en su habitación, cerró las contraventanas y la puerta con llave, se dio una vuelta por la habitación para inspeccionar dónde daban los armarios y si había altillos o entradas secretas. Entonces fue cuando vio, clavada con una aguja en una repisa del baño, una hoja de papel en la cual había garabateado un enorme signo de interrogación. Nada más. «¿Qué significa esto?», pensó, y lo examinó cuidadosamente a la luz de una bujía. Sin significación en principio, gradualmente se convirtió en algo amenazador, ofensivo, de mal agüero. Le acometió un impulso de romperlo pero, afortunadamente, recordó que no tenía ningún derecho a hacerla puesto que pertenecía al joven señor Emerson. Lo desclavó cuidadosamente y lo colocó entre dos pedazos de papel secante para guardarlo intacto para él. Seguidamente completó su inspección de la habitación, suspiró pesadamente, según era su costumbre, y se metió en la cama. 

Foster, E.M. Una habitación con vistas


A Room With a View  / James Ivory









Año: 1985
Duración:117 min.
País: Reino Unido
Director: James Ivory
Guión: Ruth Prawer Jhabvala (Novela: E.M. Foster)
Música: Richard Robbins
Fotografía: Tony Pierce-Roberts
Productora: Channel Four Films / Merchant Ivory Productions
Premios: 1986: 3 Oscars: Mejor guión adaptado, dirección artística, vestuario. 8 nominaciones 1986: BAFTA: Mejor película
Género: Drama. Romance | Drama de época
Sinopsis: Lucy Honey Church (Helena Bonham Carter), una joven inglesa de buena familia, se encuentra en Florencia haciendo un viaje turístico, acompañada por su prima y dama de compañía, Charlotte Bartlett (Maggie Smith). En la pensión donde se hospedan conocen al excéntrico señor Emerson (Denholm Elliott) y su hijo George (Julian Sands), que les ceden sus habitaciones para que la de las damas tengan una ventana con vistas a la ciudad. (Filmaffinity)


Crítica: Filmaffinity

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