Moby Dick (1956)





Film: John Huston
Novela: Herman Melville

I. Espejismos
Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano.
Ahí tenéis la ciudad insular de los Manhattos, ceñida en torno por los muelles como las islas indias por los arrecifes de coral: el comercio la rodea con su resaca. A derecha y a izquierda, las calles os llevan al agua. Su extremo inferior es la Batería, donde esa noble mole es bañada por olas y refrescada por brisas que pocas horas antes no habían llegado a avistar tierra. Mirad allí las turbas de contempladores del agua.
Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora tarde de día sabático. Id desde Corlears Hook a Coenties Slip, y desde allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veis? Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares de seres mortales absortos en ensueños oceánicos. Unos apoyados contra las empalizadas; otros sentados en las cabezas de los atracaderos; otros mirando por encima de las amuradas de barcos arribados de la China; algunos, en lo alto de los aparejos, como esforzándose por obtener una visión aún mejor hacia la mar. Pero ésos son todos ellos hombres de tierra; los días de entre semana, encerrados entre tablas y yeso, atados a los mostradores, clavados a los bancos, sujetos a los escritorios. Entonces ¿cómo es eso? ¿Dónde están los campos verdes? ¿Qué hacen éstos aquí?
Pero ¡mirad! Ahí vienen más multitudes, andando derechas al agua, y al parecer dispuestas a zambullirse. ¡Qué extraño! Nada les satisface sino el límite más extremo de la tierra firme; no les basta vagabundear al umbroso socaire de aquellos tinglados. No. Deben acercarse al agua tanto como les sea posible sin caerse dentro. Y ahí se quedan: millas seguidas de ellos, leguas. De tierra adentro todos, llegan de avenidas y callejas, de calles y paseos; del norte, este, sur y oeste. Pero ahí se unen todos. Decidme, ¿les atrae hacia aquí el poder magnético de las agujas de las brújulas de todos estos barcos?
Una vez más. Digamos que estáis en el campo; en alguna alta tierra con lagos. Tomad casi cualquier sendero que os plazca, y apuesto diez contra uno a que os lleva por un valle abajo, y os deja junto a un remanso de la corriente. Hay magia en ello. Que el más distraído de los hombres esté sumergido en sus más profundos ensueños: poned de pie a ese hombre, haced que mueva las piernas, e infaliblemente os llevará al agua, si hay agua en toda la región. En caso de que alguna vez tengáis sed en el gran desierto americano, probad este experimento, si vuestra caravana está provista por casualidad de un cultivador de la metafísica. Sí, como todos saben, la meditación y el agua están emparejadas para siempre.
Pero aquí hay un artista. Desea pintaros el trozo de paisaje más soñador, más sombrío, más callado, más encantador de todo el valle del Saco. ¿Cuál es el principal elemento que emplea? Ahí están sus árboles cada cual con su tronco hueco, como si hubiera dentro un ermitaño y un crucifijo; ahí duerme su pradera, y allí duermen sus ganados; y de aquella casita se eleva un humo soñoliento. Hundiéndose en lejanos bosques, serpentean un revuelto sendero, hasta alcanzar estribaciones sobrepuestas de montañas que se bañan en el azul que las envuelve. Pero aunque la imagen se presente en tal arrobo, y aunque ese pino deje caer sus suspiros como hojas sobre esa cabeza de pastor, todo sería vano, sin embargo, si los ojos del pastor no estuvieran fijos en la mágica corriente que tiene delante. Id a visitar las praderas en junio, cuando, a lo largo de veintenas y veintenas de millas, andáis vadeando hasta la rodilla entre tigridias: ¿cuál es el único encanto que falta? El agua, ¡no hay allí una gota de agua! Si el Niágara no fuera más que una catarata de arena ¿recorreríais vuestras mil millas para verlo? ¿Por qué el pobre poeta de Tennessee, al recibir inesperadamente un par de puñados de plata, deliberó si comprarse un abrigo, que le hacía mucha falta, o invertir el dinero en una excursión a pie hasta la playa de Rockaway? ¿Por qué casi todos los muchachos sanos y robustos, con alma sana y robusta, se vuelven locos un día u otro por ir al mar? ¿Por qué, en vuestra primera travesía como pasajeros, sentisteis también un estremecimiento místico cuando os dijeron que, en unión de vuestro barco, ya no estabais a la vista de tierra? ¿Por qué los antiguos persas consideraban sagrado el mar? ¿Por qué los griegos le dieron una divinidad aparte, un hermano del propio Júpiter? Cierto que todo esto no carece de significado. Y aún más profundo es el significado de aquella historia de Narciso, que, por no poder aferrar la dulce imagen atormentadora que veía en la fuente, se sumergió en ella y se ahogó. Pero esa misma imagen la vemos nosotros mismos en todos los ríos y océanos. Es la imagen del inaferrable fantasma de la vida; y ésa es la clave de todo ello.
Ahora, cuando digo que tengo costumbre de hacerme a la mar cada vez que empiezo a tener los ojos nebulosos y que empiezo a darme demasiada cuenta de mis pulmones, no quiero que se infiera que me hago jamás a la mar como pasajero. Pues para ir como pasajero, por fuerza se ha de tener bolsa, y una bolsa no es más que un trapo si no se lleva algo dentro. Además, los pasajeros se marean, se ponen pendencieros, no duermen por las noches, y en general, no lo pasan muy bien: no, nunca voy como pasajero; ni, aunque estoy bastante hecho al agua salada, tampoco me hago jamás a la mar como comodoro, como capitán ni como cocinero. Cedo la gloria y distinción de tales cargos a aquellos a quienes les gusten. Por mi parte, abomino de todas las honorables y respetables fatigas, pruebas y tribulaciones de cualquier especie. Todo lo que sé hacer es cuidarme de mí mismo, sin cuidarme de barcos, barcas, bergantines, goletas, y todo lo demás. Y en cuanto a ir de cocinero —aunque confieso que hay en ello considerable gloria, porque un cocinero es a bordo una especie de oficial—, no sé por qué, sin embargo, nunca se me ha antojado asar pollos, por más que, una vez asados, juiciosamente untados de manteca, y legalmente salados y empimentados, no haya nadie que hable de un pollo asado con más respeto, por no decir con más reverencia, que yo. A causa de las manías idólatras de los antiguos egipcios por el ibis a la parrilla y por el hipopótamo asado, se pueden ver las momias de esas criaturas en sus grandes hornos, que eran las pirámides.
No: cuando me hago a la mar, voy como simple marinero, delante del mástil, al fondo del castillo de proa, o allá arriba en el mastelero de juanete. Cierto es que me dan muchas órdenes y me hacen saltar de verga en verga como un saltamontes en un prado de mayo. Y al principio, este tipo de cosas es bastante desagradable. Le toca a uno en su sentido del honor, especialmente si uno procede de una familia establecida desde antiguo en el país, los Van Rensselaer, los Randolph o los Hardicanute. Y más aún si antes mismo de meter la mano en el cubo del alquitrán, ha estado uno hecho un señor como maestro rural, dando miedo a los muchachos más grandullones. La transición es dura, os lo aseguro, de maestro de escuela a marinero, y se requiere una recia infusión de Séneca y de los estoicos para hacerle a uno capaz de sonreír y aguantarlo. Pero hasta eso se pasa con el tiempo.
¿Qué ocurre, si algún viejo tacaño de capitán me manda traer la escoba y barrer la cubierta? ¿A cuánto asciende esta indignidad, quiero decir, pesada en las balanzas del Nuevo Testamento? ¿Creéis que el arcángel Gabriel me va a tener en menos porque obedezca con prontitud y respeto a aquel viejo tacaño en ese caso particular? ¿Quién no es esclavo? Decídmelo. Bueno, entonces, por más que el viejo capitán me dé órdenes; por más que me den porrazos y puñetazos, tengo la satisfacción de saber que todo está muy bien; que todos los demás, de un modo o de otro, reciben algo parecido, esto es, desde un punto de vista físico o metafísico; y así el porrazo universal pasa de uno a otro, y todos los hombres deberían restregarse la espalda unos a otros, y quedar contentos.
Además, yo siempre me hago a la mar como marinero porque se empeñan en pagarme por la molestia, mientras, que yo sepa, jamás pagan un solo penique a los pasajeros. Al contrario, los propios pasajeros tienen que pagar. Y entre pagar y que le paguen a uno, hay la mayor diferencia de este mundo. El acto de pagar es quizá la aflicción más incómoda que nos legaron aquellos dos ladrones del frutal. Pero que le paguen a uno, ¿qué se puede comprar con esto? Es realmente maravillosa la cortés premura con que un hombre recibe dinero, si se considera que creemos en serio que el dinero es la raíz de todos los males terrenales, y que de ningún modo puede entrar en el Cielo un hombre adinerado. ¡Ah, qué alegremente nos entregamos a la perdición!
Finalmente, siempre me hago a la mar como marinero a causa del sano ejercicio y del aire puro que hay en la cubierta del castillo de proa. Pues como, en este mundo, los vientos de proa son mucho más dominantes que los vientos de popa (es decir, si no se viola jamás la máxima pitagórica), así, casi siempre el comodoro en el alcázar recibe su atmósfera de segunda mano, procedente de los marineros del castillo de proa. Él cree que es el primero que respiraría, pero no es así. De modo muy parecido, la comunidad conduce a sus jefes en muchas otras cosas, mientras que sus jefes lo sospechan muy poco. Pero por qué ocurrió que, después de haber olido la mar muchas veces como marino mercante, ahora se me metiera en la cabeza ir en una expedición ballenera, eso lo puede contestar mejor que nadie el invisible oficial de policía de los Hados que tiene constante vigilancia sobre mí, y me rastrea secretamente, y me influye de algún modo inexplicable. Y no cabe duda de que el marcharme en ese viaje ballenero formaba parte del programa general de la Providencia que estaba trazado hacía mucho tiempo. Llegaba como una especie de breve intermedio de solista entre interpretaciones más amplias. Supongo que esa parte del cartel debía estar hecha de un modo parecido a éste:

Reñidas Elecciones para la Presidencia de Estados Unidos
EXPEDICIÓN BALLENERA, POR UN TAL ISMAEL
SANGRIENTA BATALLA EN AFGANISTÁN

Aunque no sé decir por qué razón precisa esos directores de escena que son los Hados me eligieron para tan mezquino papel en una expedición ballenera, mientras que a. otros les reservaban para esplendorosos papeles en elevadas tragedias, o para breves y fáciles papeles en comedias elegantes, o para papeles divertidos en farsas; aunque no sé decir por qué precisamente fue así, sin embargo, ahora que evoco todas las circunstancias, creo que puedo penetrar un poco en los resortes y motivos que, al presentárseme astutamente bajo diversos disfraces, me indujeron a disponerme a representar el papel que he hecho, además de lisonjearme con la ilusión de que era una elección resultante de mi propio y recto libre albedrío y de mi juicio discriminativo.
El principal de estos motivos fue la abrumadora idea del gran cetáceo en sí mismo. Tan portentoso y misterioso monstruo despertaba toda mi curiosidad. Además, los desiertos y lejanos mares por donde revolvía su masa de isla; los indescriptibles peligros sin nombre de la ballena: todas estas cosas, con las maravillas previstas de mil visiones y sonidos patagónicos, contribuyeron a inclinarme a mí deseo. Quizá, para otros hombres, tales cosas no hubieran sido atractivas, pero en cuanto a mí, estoy atormentado por el perenne prurito de las cosas remotas. Sueño con navegar por mares prohibidos y abordar costas bárbaras. Por no ignorar lo que es bueno, me doy cuenta en seguida de los horrores, pero puedo mantenerme en su compañía, si me dejan, ya que está bien mantenerse en términos amistosos con todos los residentes del lugar en que uno se aloja.
A causa de todo esto, entonces, el viaje ballenero fue muy bien acogido; se abrieron de par en par las grandes compuertas del mundo de las maravillas, y en las locas manías que me arrastraron hacia mi designio, flotaban, de dos en dos, en lo más hondo de mi alma, interminables procesiones de cetáceos, y en medio de todos, un gran fantasma encapuchado, como un monte nevado en el aire.
(Fragmento)
Melville, Herman.  Moby Dick





Moby Dick / John Huston
 




Año: 1956
Duración: 116 min. 
País: Estados Unidos
Director: John Huston
Guión: Ray Bradbury, John Huston (Novela: Herman Melville)
Música: Philip Sainton
Fotografía: Oswald Morris
Productora: Metro-Goldwyn-Mayer
Premios: 1956: National Board of Review: Mejor director, mejor actor secundario (Richard Basehart) 1956: Círculo de críticos de Nueva York: Mejor director (John Huston)
Sinopsis: Ahab (Gregory Peck), es capitán de un barco ballenero que sólo tiene en la cabeza acabar con Moby Dick, la gran ballena blanca que le mutiló la pierna y le llenó de odio y hambre de venganza. Por ello aprovecha su mando como excusa para navegar por los siete mares en busca de su presa, hasta que al fin la encuentra. Una batalla épica va a tener lugar entre la fiera y el hombre, entre la fuerza y la astucia. La batalla más cruel y encarnizada en la que sólo puede haber un superviviente no ha hecho más que comenzar... (Filmaffinity)


Crítica: Filmaffinity









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