Las brujas de Eastwick (1987)


Las brujas de Eastwick

Film de George Miller

Novela de John Updike


Los amantes de Alexandra, en los años que siguieron a su divorcio, habían sido generalmente maridos descarriados por las mujeres que los poseían. Su propio ex marido, Oswald Spofford, descansaba en una jarra con tapadera de rosca en un estante alto de la cocina, convertido en polvo multicolor. A esto le había reducido ella al manifestarse sus poderes después de su traslado a Eastwick desde Norwich, Connecticut. Ozzie lo sabía todo acerca del metal cromado y había pasado de una fábrica de accesorios de aquella montañosa ciudad, con sus innumerables iglesias blancas y desconchadas, a una industria rival instalada en un bloque de un kilómetro de longitud en el sur de Providence, entre la extraña variedad industrial de este pequeño Estado. Se habían trasladado hacía siete años. Aquí, en Rhode Island, sus poderes se habían dilatado como gas en el vacío, y había reducido a su querido Ozzie, mientras éste iba y volvía diariamente de su trabajo por la carretera 4, primero al tamaño de un simple hombre, al desprenderse de él la coraza de protector patriarcal bajo el aire salobre y corrosivo de la belleza maternal de Eastwick, y después al tamaño de un niño, cuando sus necesidades crónicas y la igualmente crónica aceptación de las soluciones de ella le convirtieron en un ser lastimoso y manejable. Perdió todo contacto con el universo en expansión de su mujer. Se había interesado demasiado en las actividades de la Liga Infantil de sus hijos y del equipo de bolos de su Compañía. Al aceptar Alexandra un amante, y después varios de ellos, el marido cornudo se encogió aún más, hasta alcanzar las dimensiones y la sequedad de un muñeco que yacía con ella por la noche, en el gran lecho acogedor, como un leño pintado, tomado de un tenderete en la orilla de la carretera, o como un pequeño caimán disecado. Y cuando se divorciaron, el antiguo amo y señor se había convertido en puro polvo —materia en el lugar inadecuado, como lo había definido ingeniosamente la madre de ella mucho tiempo atrás—, un polvo policromo que ella había barrido y guardado en una jarra como recuerdo.


Las otras brujas habían experimentado transformaciones similares en sus matrimonios: el ex marido de Jane Smart estaba colgado en el sótano de su casa de un solo piso, entre las hierbas secas y las plantas medicinales, y era ocasionalmente echado a pulgaradas en un filtro para hacerlo más picante; y Sukie Rougemont había conservado el suyo en plástico y lo empleaba como tapete. Esto había ocurrido hacía poco tiempo; Alexandra podía todavía imaginarse a Monty en los cócteles, con su chaqueta blanca de algodón y sus pantalones de un verde de perejil, explicando a gritos los detalles del partido de golf del día y despotricando contra las lentas parejas femeninas que les habían tenido entretenidos durante todo el día sin invitarles siquiera a jugar. Odiaba a las mujeres dominantes: a los gobernadores hembras, a las histéricas que protestaban contra la guerra, a las «doctoras», a Lady Bird Johnson, incluso a Lynda Bird y a Luci Baines. Consideraba que eran unas arpías. Monty mostraba unos dientes maravillosos cuando vociferaba, largos y muy iguales pero no falsos, y, desnudo, resultaba bastante atractivo, con sus delgadas piernas azuladas, mucho menos musculosas que sus morenos antebrazos de golfista. Pero sus nalgas tenían la arrugada flaccidez propia de la carne ablandada de las mujeres maduras. Había sido uno de los primeros amantes de Alexandra. Ahora, a ésta le resultaba extraño y extrañamente satisfactorio dejar una taza del negro café de Sukie sobre un tapete de plástico reluciente y marcarlo con un círculo sabuloso.


La atmósfera de Eastwick daba poder a las mujeres. Alexandra no había sentido nunca nada igual, salvo, quizás, en un rincón de Wyoming por el que había pasado en automóvil con sus padres cuando tenía unos once años. La habían bajado del coche para hacer pipí detrás de una salvia, y, al ver cómo la tierra seca de aquellas alturas se humedecía momentáneamente con una mancha oscura, había pensado: No importa; se evaporará. La Naturaleza lo absorbe todo. Había conservado siempre esta impresión de la infancia, junto con el sabor dulce de la salvia en aquel momento pasado en la orilla de la carretera. Eastwick, a su vez, era en todo momento besada por el mar. Dock Street, con sus tiendas de moda iluminadas con velas aromáticas y sus escaparates de cristal pintado para atraer a los turistas de verano, y su típico restaurante con muebles de aluminio junto a una panadería, y su barbería junto a una tienda de marcos, y su pequeña redacción de un periódico y su grande y oscura quincallería propiedad de unos armenios, era salpicada por el agua de mar que lamía y golpeaba las atarjeas y los pilotes sobre los que estaba en parte construida la calle, de manera que un brillo voluble de agua marina resplandecía y temblaba sobre las caras de las matronas de la localidad que salían de «Bay Superette» cargadas con latas de zumo de naranja y de leche desnatada, y carne para el almuerzo y pan integral y cigarrillos con filtro. El verdadero supermercado, donde se hacía la compra para la semana, estaba tierra adentro, en la parte de Eastwick que había sido campos de labranza; aquí, en el siglo XVIII, los aristocráticos plantadores, ricos en ganado y en esclavos, solían hacer visitas sociales a caballo, precedidos de un esclavo que corría para abrir, uno tras otro, los portillos de las vallas. Ahora, sobre las hectáreas asfaltadas del aparcamiento del barrio comercial, los gases que salían de los tubos de escape teñían con vapores plomizos un aire que, en remotos tiempos, había sido oxigenado por los campos de coles y patatas. Donde había florecido durante generaciones el maíz, este notable artefacto agrícola de los indios, pequeñas fábricas sin ventanas, con nombres tales como «Dataprobe» y «Computech», manufacturaban misterios de componentes tan finos que los obreros llevaban gorras de plástico para evitar que la caspa cayese en las pequeñas obras electromecánicas. (Fragmento)


John Updike, Las brujas de Eastwick



The Witches of Eastwick de George Miller


Año: 1987

Duración: 121 min.

País: Estados Unidos

Director: George Miller

Guión: Michael Cristofer (Novela: John Updike)

Música: John Williams

Fotografía: Vilmos Zsigmond

Reparto: Jack Nicholson, Michelle Pfeiffer, Cher, Susan Sarandon, Veronica Cartwright, Richard Jenkins

Productora: Warner Bros. Pictures

Sinopsis: Jane (Sarandon), Sukie (Pfeiffer) y Alexandra (Cher) son tres especiales, modernas y aburridas mujeres de la pequeña población de Eastwick, en Nueva Inglaterra. Hartas de esperar al hombre capaz de satisfacerlas, una noche de lluvia se reúnen, y de forma inocente, invocan al hombre perfecto. Pronto, descubren sus extraordinarios poderes, cuando llega a la ciudad el diabólico y seductor Daryl Van Horne (Nicholson)... (Filmaffinity)


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