El silencio del mar (1949)



El silencio del mar 
Film Jean-Pierre Melville
Novela  Vercors


Fragmento
Fue precedido por un gran despliegue de aparato militar. Primero, aparecieron dos soldados, ambos muy rubios, uno de ellos desgarbado y flaco, el otro cuadrado, con manos de piedra. Miraron la casa, sin entrar. Después llegó un suboficial. El soldado desgarbado lo acompañaba. Me hablaron, en algo que suponían era francés. No entendí una sola palabra. Entonces les mostré las habitaciones libres. Parecieron satisfechos.
A la mañana siguiente, un vehículo militar, gris y enorme, penetró en el jardín. El chofer y un joven soldado delgado, rubio y sonriente, descargaron dos cajas y un grueso bulto rodeado de tela gris. Subieron el resto a la habitación más grande. El vehículo volvió a partir, y, unas horas después, escuché los pasos de una cabalgadura. Tres jinetes aparecieron. Uno de ellos echó pies a tierra y se dirigió a reconocer los viejos muros de piedra. Volvió, y todos, hombres y caballos, entraron a la granja que me servía de taller. Más tarde, pude ver que habían metido mi barrilete de carpintero en un agujero, en la pared, atado una cuerda al barrilete, y los caballos a la cuerda.
Durante dos días, no sucedió nada más. No volví a ver a nadie. Los jinetes salían temprano con los caballos, regresaban a la noche y se acostaban en la paja, donde habían cobijado el auto.
Pero a la mañana del tercer día, el gran vehículo volvió. El joven sonriente cargaba un gran baúl sobre sus hombros y lo subió a la habitación. Cogió enseguida su bolsa que depositó en el cuarto vecino. Bajó la escalera y, dirigiéndose a mi sobrina en un francés correcto, le pidió la ropa de cama.

Cuando golpearon a la puerta, mi sobrina fue a abrir. Acababa de servirme el café, como cada noche (el café me hacía dormir). Yo estaba sentado al fondo de la habitación, en relativa sombra. La puerta da al jardín, al mismo nivel. A lo largo de toda la casa se extiende un pasillo de baldosas rojas, muy confortable cuando llueve. Escuchamos los pasos, el ruido de los tacones sobre las losas. Mi sobrina me miró y dejó su taza. Yo sostuve la mía entre las manos.
Era de noche, pero no hacía frío: aquel noviembre fue benigno. Entonces vi la alta silueta, la gorra plana, el impermeable echado sobre los hombros como si fuera una capa.
Mi sobrina había abierto la puerta y permanecía en silencio. Había dejado la puerta abierta, y se inclinaba contra la pared, sin mirar nada. Yo bebía mi café a pequeños sorbos.
El oficial, en la puerta, dijo: «Con permiso», y su cabeza hizo una pequeña inclinación de saludo. Parecía medir el silencio a su alrededor. Después, entró.
La capa se deslizó sobre uno de sus brazos, y saludó militarmente, descubriéndose la cabeza. Se volvió hacia mi sobrina, sonrió con discreción, inclinando muy ligeramente el tórax. Después me miró de frente y me dirigió una reverencia más grave. Dijo: «Mi nombre es Werner von Ebrennac.» Tuve tiempo de pensar, rápidamente: «El nombre no es alemán. ¿Descendiente de emigrados protestantes?» Agregó:
—Les pido disculpas.
La última palabra, pronunciada gravemente, cayó en el silencio. Mi sobrina había cerrado la puerta pero permanecía recostada en la pared, mirando fijo delante suyo. Yo no me había puesto de pie. Deposité lentamente mi taza vacía sobre el armonio y crucé mis manos, como a la espera.
El oficial repitió:
—Esto ha sido completamente necesario. De ser posible, lo hubiera evitado. Creo que mi ordenanza hará todo cuanto esté en sus manos para velar por su tranquilidad.
Estaba de pie en medio de la pieza. Era muy alto y delgado. Levantando los brazos, habría tocado las vigas del techo.
Su cabeza se inclinaba ligeramente hacia adelante, como si el cuello no estuviera implantado sobre los hombros, sino sobre el nacimiento del pecho. No era encorvado pero lo parecía. Sus caderas y sus hombros estrechos eran impresionantes. El rostro era bello. Viril y marcado por dos grandes depresiones a lo largo de las mejillas. No se le veían los ojos, ocultos en la sombra proyectada por la arcada. Me parecieron claros. Los cabellos eran rubios y suaves, peinados hacia atrás, y brillaban sedosamente bajo la luz de la lámpara.
El silencio se prolongaba. Se volvía cada vez más espeso, como la niebla de la mañana. Espeso e inmóvil. La inmovilidad de mi sobrina, también la mía, hacían más pesado ese silencio, lo volvían de plomo. El oficial, desorientado también, permanecía inmóvil, hasta que al fin vi nacer una sonrisa en sus labios. Era una sonrisa grave y sin ninguna ironía. Esbozó un gesto con la mano, cuyo significado no comprendí. Sus ojos se posaron en mi sobrina, siempre tiesa y erguida, y yo también pude observar largamente el perfil lleno de carácter, la nariz delgada y firme. Vi brillar, entre los labios semiabiertos, un diente de oro. Él volvió por fin los ojos y miró el fuego en la chimenea; dijo:
—Siento una gran estima por las personas que aman a su patria. —Y levantó bruscamente la cabeza, observando el ángel esculpido, sobre la ventana—. Me gustaría subir a mi habitación —dijo—. Pero no conozco el camino.
Mi sobrina abrió la puerta que daba a la pequeña escalera y comenzó a subir los escalones, sin dirigir una sola mirada al oficial, como si estuviera sola. El oficial la seguía. Observé, entonces, que tenía una pierna rígida.
Les oí atravesar la antesala; los pasos del alemán resonaban en el pasillo, alternativamente fuertes y débiles, una puerta se abrió, luego se cerró. Mi sobrina regresó. Volvió a asir su taza y continuó bebiendo su café. Yo encendí una pipa. Permanecimos en silencio unos minutos. Dije: «Gracias a Dios, tiene un aspecto respetable.» Mi sobrina alzó los hombros. Atrajo hacia sus rodillas mi tapado de terciopelo y terminó la pieza invisible que había comenzado a coser.

A la mañana siguiente el oficial bajó de su habitación cuando nosotros tomábamos nuestro desayuno en la cocina. Otra escalera conducía allí y yo no sé si el alemán nos había oído o si fue por azar que eligió ese camino. Se detuvo en el umbral y dijo: «He descansado muy bien. Desearía que ustedes también.» Y miró la amplia habitación, sonriendo. Como teníamos poca leña y menos carbón, yo la había repintado, y habíamos traído algunos muebles, cobres y asientos antiguos, para hacer vida allí, durante todo el invierno. Examinó bien la habitación y pude ver brillar el borde de sus dientes muy blancos. Me di cuenta de que sus ojos no eran azules como había creído, sino dorados. Al fin, atravesó la habitación y abrió la puerta que daba al jardín. Caminó dos pasos y se volvió para contemplar nuestra casa amplia y baja, cubierta de parras que llegaban hasta las viejas tejas oscuras. Su sonrisa se hizo larga y ancha.
—Su viejo alcalde me había dicho que me alojara en el castillo —dijo, señalando con la mano la pretenciosa construcción que los árboles desnudos dejaban ver en lo alto de la colina—. Felicitaré a mis hombres por haberse equivocado. Este castillo es más bello —agregó.
Después cerró la puerta, nos saludó a través de los vidrios y partió.
Volvió a la noche, a la misma hora de la víspera. Nosotros bebíamos nuestro café. Golpeó la puerta, pero no esperó a que mi sobrina le abriera. Abrió la puerta él mismo. «Creo que les molesto» —dijo—. «Si ustedes lo prefieren, pasaré por la cocina: así, podrán cerrar esta puerta con llave.» Atravesó la habitación y detuvo un momento la mano en la empuñadura, mirando sus diversos ángulos. Por último, se despidió, doblando ligeramente la cintura. «Les deseo buenas noches», dijo, y salió.
Nunca cerramos la puerta con llave. No creo que las razones de esta abstención fueran ni muy claras ni muy puras. Por un acuerdo tácito, habíamos decidido, mi sobrina y yo, no cambiar nada en nuestras vidas, ni siquiera el menor detalle: como si el oficial no existiera, como si se tratara de un fantasma. Pero es posible que otro sentimiento se mezclara en mi corazón, con relación a él: no puedo ofender a un hombre sin sufrir, así sea mi enemigo.
Durante mucho tiempo —más de un mes— la misma escena se repitió cada día. El oficial llamaba a la puerta y entraba. Pronunciaba algunas palabras acerca del tiempo, la temperatura, o algún otro tema carente de importancia, pero en una característica imprescindible: que no exigiera respuesta. Se detenía siempre un momento en el umbral de la pequeña puerta. Miraba a su alrededor. Una ligera sonrisa traducía el placer que este examen le proporcionaba, cada día el mismo examen, cada día el mismo placer. Sus ojos se demoraban en el perfil inclinado de mi sobrina, siempre severo e insensible, y cuando por último él volvía su mirada, yo estaba seguro de poder leer en ella una especie de sonriente aprobación o complacencia. Después, inclinándose, decía: «Les deseo buenas noches», y salía.



Le silence de la mer / Jean-Pierre Melville


Año: 1949 
Duración: 88 min. 
País: Francia 
Director: Jean-Pierre Melville 
Guión: Jean-Pierre Melville (Novela de Vercors)
Música: E. Bischoff (AKA Edgar Bischoff) 
Fotografía: Henri Decae 
Reparto: Howard Vernon, Nicole Stephane, Jean-Marie 
Robain, Georges Patrix, Ami Aaroe, Denis Sadier 
Productora: Producer: Marcel Cartier 
Género: Drama 
Sinopsis: Narra las relaciones de convivencia que se establecen entre un afable oficial nazi, un anciano y la sobrina de éste, cuando los tres deben compartir alojamiento durante la ocupación alemana en Francia. -Drama sobre la resistencia francesa. Debut de Melville. Film de gran influencia sobre la "Nouvelle Vague" (Pablo Kurt: Filmaffinity)
Crítica: Filmaffinity












Nota: Hay una versión de  El silencio del mar de Vercors (2004) en Eurochannel.  Esa versión también se encuentra completa en UTube, en 10 partes.



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