Las amistades peligrosas
Film Stephen Frears
Novela: Choderlos de Laclos
(Fragmento)
Carta primera
Cecilia Volanges a Sofia Carnay en el convento de Ursulinas de…
Ya ves, mi buena amiga, que cumplo mi palabra y que los gorros y los perifollos no llenan todo mi tiempo; siempre me quedará un ratito para ti. Sin embargo, he visto sólo en este día más atavíos que en los cuatro años que hemos pasado juntas; y creo la orgullosa Tanville tendrá más pesar cuando haga yo mi primera visita, en que me propongo pedir el verla, que el que ha creído darnos ella siempre que ha venido a vernos in fiocchi. Madre me ha consultado sobre todo; me trata mucho menos como educanda que antes; tengo una doncella a mi servicio, un gabinete y una pieza de que dispongo, y te escribo en una papelera muy bonita, de la cual tengo la llave y en la que puedo encerrar cuanto quiera. Me ha dicho mi madre que la veré todos los días cuando se levante; que bastará que esté peinada para comer, porque estaremos siempre solas, y que entonces me dirá a qué horas deberé pasar a verla después de medio día. El tiempo restante queda a mi disposición, y tengo mi arpa, mi dibujo, y libros como en el convento, con la diferencia de que ahora no viene a reñirme la madre Perpetua, y que podría yo, si quisiese, estarme mano sobre mano; pero como no tengo conmigo a mi Sofía para hablar con ella y reír, es que tanto procuro ocuparme en algo.
Todavía no son las cinco; no debo ir a donde madre hasta las siete; tiempo me sobraría, si tuviese algo que decirte, pero no han dicho nada aún; y sin los preparativos que veo y la cantidad de oficialas que vienen, todas para mí, creería que no se piensa en casarme, y que es una nueva chochez de la buena Pepa. Sin embargo, me ha dicho madre tantas veces que una señorita debe permanecer en el convento hasta que se case, que pues ahora me ha hecho salir, debe ser verdad lo que Pepa asegura.
Acaba de parar un coche a la puerta y madre me envía a decir que pase inmediatamente a su cuarto. ¿Si será aquel sujeto? No estoy vestida, mi mano tiembla y me palpita el corazón. He preguntado a mi doncella quién está con mi madre: "Seguramente es el señor C. . ." y se reía. ¡Oh, creo que es él! Volveré sin falta para contarte lo que haya pasado. No puedo hacerme esperar. Adiós, hasta un ratito.
¡Cómo vas a burlarte de la pobre Cecilia! ¡Qué vergüenza he pasado! Pero tú hubieras caído en el garlito como yo. Al entrar en el cuarto de madre he visto un sujeto vestido de negro y que estaba de pie cerca de ella; le he saludado lo mejor que he podido y me quedé después hecha una estatua. Ya puedes pensar cuánto le examinaría. "Señora, ha dicho a mi madre al saludarme, esto es lo que se llama una linda señorita, y aprecio más que nunca la bondad de usted." Al oír esta expresión tan positiva me asaltó un temblor tal que no podía sostenerme; hallé una silla junto a mí y me senté, bien colorada y confusa. Apenas lo hice, vi a aquel hombre a mis pies; tu pobre Cecilia perdió entonces la cabeza; mi madre dice que estaba como espantada. Me levanté dando un grito muy agudo, mira, así como aquel día del trueno. Madre soltó una carcajada, diciéndome: "Y bien, ¿qué tienes? Siéntate y alarga el pie a este hombre." En efecto, hija mía, este hombre era el zapatero. No puedo explicarte cuán corrida quedé; por fortuna sólo estaba allí mi madre. Creo que cuando esté casada no me calzará ese zapatero.
Convén conmigo en que sabemos mucho. Adiós. Van a dar las seis y mi doncella dice que es preciso que me vista. Adiós mi querida Sofía, te amo como si estuviese en el convento.
P. D. No sé por quién enviarte mi carta. Esperaré que venga Pepa.
París, 3 de agosto de 17...
Carta II
La marquesa de Merteuil al vizconde de Valmont, en la quinta de...
Vuelva usted, mi querido vizconde, vuelva usted. ¿Qué hace usted ahí? ¿qué puede hacer en casa de una tía anciana que le ha instituído a usted heredero de sus bienes? Parta usted al instante, que yo lo necesito. Me ha ocurrido una idea excelente y quiero confiarle su ejecución. Estas pocas palabras deben bastar a usted y, demasiado honrado con mi elección, debe venir ansioso a recibir mis órdenes a mis pies; pero usted abusa de mis bondades, aun después de que ha cesado de aprovecharse de ellas; y en alternativa de un adiós eterno o de una excesiva indulgencia, dicha de usted quiere que pueda más mi bondad. Deseo, pues, informarle de mis proyectos; pero júreme usted a fe de caballero fiel que no correrá ninguna aventura antes de haber dado fin a ésta; es digna de un héroe, servirá usted al amor y a la venganza, en fin, será como una hazaña más que añadirá a sus memorias; sí, a sus memorias, porque quiero que sean publicadas un día, y yo me encargo de escribirlas. Pero dejemos esto y vamos a la idea que me ocupa.
La señora de Volanges casa su hija: todavía es un secreto; pero ayer me lo ha confiado. ¿Quién cree usted que ha escogido para yerno suyo? El conde de Gercourt. ¿Quién me hubiera dicho que yo llegaría a ser la prima de Gercourt? Tengo una rabia... ¿qué? ¿no adivina usted todavía? ¡Oh, torpe entendimiento! ¿Le ha perdonado usted ya el lance de la intendenta? ¿y yo no debo quejarme aún más de él, monstruo?4 Pero me calmo, y la esperanza que concibo de vengarme tranquiliza mi espíritu.
Mil veces se ha fastidiado usted como yo con la importancia da Gercourt a la mujer con quien se casará, y con la necia presunción de creer que evitará la suerte que cabe a todos. Usted sabe su ridícula presunción en favor de la educación que se recibe en conventos, y su preocupación, todavía más ridícula, en favor del recato de las rubias. En efecto, apostaría yo que a pesar de sesenta mil libras de renta que tiene la joven Volanges, jamás hubiera casado con ella si se hubiese tenido el pelo negro, o no hubiese estado en el convento. Probémosle, pues, que es un tonto: los llevará un día, no es eso lo que me apura, pero lo gracioso sería que empezase por ello. ¡Cuánto nos divertiríamos al día siguiente oyéndolo jactarse! Porque se jactará, sin duda, y a más de esto llega usted a formar a esta muchacha, será gran desdicha si el tal Gercourt no viene a ser, como cualquier otro, la fábula de París. Por lo demás, la heroína de esta novela merece toda la atención de usted; verdaderamente bonita, no tiene más de quince años, es un botón de rosa, lerda, a la verdad, como ninguna, y sin la menor gracia, pero ustedes los hombres no temen esto; tiene, además, cierto mirar lánguido que seguramente promete mucho; añada usted que yo se la recomiendo, con lo que no tiene más que hacer que darme las gracias y obedecerme.
Recibirá usted esta carta por la mañana; exijo que a las siete de la tarde esté ya conmigo. No recibiré a nadie hasta las ocho; ni aun al caballero favorito: no tiene bastante cabeza para un negocio tan grave. Ya ve usted que no me ciega el amor. A las ocho daré a usted su libertad y a las diez volveré a mi casa para cenar con su hermoso objeto, porque la madre y la hija cenarán conmigo. Adiós; son más de las doce, pronto no me ocuparé más de usted.
París, 4 de agosto de 17...
Carta III
Cecilia Volanges a Sofía Carnay
Nada sé aún, querida amiga mía; madre tuvo ayer mucha gente a cenar. A pesar del interés que tenía yo en observar particularmente a los hombres, me aburrí. Hombres y mujeres, todos, me miraban mucho y después cuchicheaban. Yo notaba que hablaban de mí y esto me hacía saltar los colores a la cara; no lo podía remediar. Bien lo hubiera querido pues noté que cuando miraban a las otras mujeres, ellas no se sonrojaban, o tal vez el colorete que se ponen me impedía ver el que les daba su embarazo, porque debe ser cosa bien difícil no ponerse colorada cuando un hombre nos mira de hito en hito.
Lo que más me inquietaba era el no saber lo que pensaban de mí. Creo, sin embargo, haber oído dos veces la palabra "bonita", pero bien ciertamente he escuchado también la de "torpe"; y es preciso que sea así, porque la señora que la decía es parienta de mi madre, y aun me pareció que se hizo inmediatamente amiga mía. Es la única que me ha dirigido algunas veces la palabra. Mañana debemos cenar en su casa.
Después de la cena he oído a un hombre que seguramente hablaba de mí, pues decía: "es necesario dejar madurar el asunto, veremos para el invierno". Quizás es el que debe casarse conmigo; pero entonces esto no sería hasta dentro de cuatro meses, y mucho quisiera saber lo que hay sobre el particular.
Acaba de llegar Pepa, que dice estar de prisa; sin embargo, quiero contarte una de mis tonterías. ¡Ay! juzgo que esta señora tiene razón.
Pusiéronse a jugar después de la cena, coloquéme al lado de mi madre y, no sé cómo fue, pero yo me quedé al instante dormida. Una gran risotada me despertó. Ignoro si se reían de mí, pero me lo imagino. Mi madre me dio el permiso de retirarme, lo que me causó sumo gusto. Figúrate que eran ya más de las once.
Adiós, mi querida Sofía, ama siempre a tu Cecilia. Yo te aseguro que el mundo no es tan divertido como lo creemos.
París, 4 de agosto de 17...
Carta IV
El vizconde de Valmont a la marquesa de Merteuil, en Paris
Las órdenes de usted me encantan y el modo de darlas es aún más amable; haría usted amar el despotismo. No es la primera vez, lo sabe bien, que siento no ser ya su esclavo, y por más que me llame ahora monstruo, nunca recuerdo sin placer el tiempo en que me honraba con nombres menos duros. Y aun suelo desear a menudo volver a merecerlos y acabar por dar juntos, al mundo, un ejemplo de constancia. Pero mayores intereses nos llaman: el hacer conquistas es nuestro destino; debemos seguirle; quizás al cabo de nuestra carrera volveremos a encontrarnos; pues, sea dicho sin enfados, mi bella marquesa, usted me sigue a paso igual y desde que, separándonos por el bien del mundo predicamos la fe, cada uno por su lado, me parece que en esta misión de amor convierte usted más gente que yo. Conozco su celo y ardiente fervor y, si aquel Dios nos juzgare por las obras, sería usted un día la patrona de alguna ciudad grande, en tanto que su amigo sería, cuando más, el santo de un lugarejo. Este lenguaje la admira, ¿no es verdad? Pues de ocho días a esta parte ni hablo ni oigo hablar otro; y para perfeccionarme en él, me veo precisado a desobedecer a usted.
No se enfade y escuche, que como depositaria de todos mis secretos voy a confiarle el mayor proyecto de cuantos he formado en mi vida... ¿Qué me propone, seducir a una jovencita que no ha visto ni conoce nada; que, por decirlo así, me sería entregada sin defensa; a quien la rendición del primer obsequio no dejaría de cautivar, y a quien tal vez precipitará más pronto la curiosidad que el amor? Mil otros pueden lograrlo como yo. No así con empresa que medito; su logro me asegura tanta gloria como place El Amor, que prepara mi corona, duda él mismo entre el mirto y el laurel, o más bien los reunirá para honrar mi triunfo. Usted misma, mi bella amiga, usted misma, sentirá un santo respeto y dirá con entusiasmo: "He aquí el hombre que yo he soñado.”
Ya conoce usted a la presidenta de Tourvel, su devoción, su amor conyugal y sus principios austeros.
Todo eso es lo que me propongo atacar, ése el fin que pretendo conseguir.
Y si el premio no logro obtenerlo
Siempre el honor me cabe de emprenderlo.
Se pueden citar malos versos cuando son de un gran poeta.
Sepa, pues, que el presidente está en Borgoña siguiendo un gran pleito (espero hacerle perder otro un poco más importante); su mitad inconsolable debe pasar aquí todo el tiempo de su desagradable viudez. Una misa cada día, algunas visitas a los pobres del distrito, el rezo de mañana y tarde, algunos paseos a solas, conversaciones piadosas con mi vieja tía y alguna vez un triste whist debían ser sus únicas distracciones. Yo le preparo otras más eficaces Mi ángel bueno me ha traído aquí por su dicha y por la mía. ¡Loco! ¡Estaba yo lamentando las veinticuatro horas que sacrificaba a los miramientos del uso! ¡Buen castigo hubiera llevado si me hubiese forzado a volverme a París! Felizmente son necesarias cuatro personas para jugar al whist, y como aquí no hay más que el cura del lugar, mi tía me ha instado mucho para que le sacrifique algunos días. Ya imagina usted que he consentido; pero no puede figurar cuánto me mima desde aquel momento, y cuánto le edifica sobre todo verme asistir regularmente a sus oraciones y a su misa. No sospecha la divinidad que adoro allí. Véame, pues, de cuatro días a esta parte entregado a una violenta pasión. Usted sabe, cómo yo deseo vivamente, cómo devoro los obstáculos; pero lo que usted ignora es cuánto la soledad aumenta el ardor de los deseos. Ya no tengo sino una sola idea; en ella pienso durante el día y sueño con ella por la noche. Es preciso que yo logre a esta mujer para librarme de la ridiculez de amarla, porque, ¿a dónde no lleva un deseo contrariado? ¡Oh posesión deliciosa, te imploro para mi dicha y sobre todo para mi tranquilidad!. ¡Qué felices somos los hombres de quienes las mujeres se defiendan tan mal! No seríamos, si no, cerca de ellas, más que tímidos esclavos. Siento en este instante un movimiento de gratitud hacia las mujeres fáciles, que me arrastra naturalmente a los pies de usted. Ante ellos me prosterno para obtener mi perdón, y acabo esta carta, demasiado larga. Adiós, mi hermosísima amiga. Sin rencor.
En la quinta de..., a 15 de agosto de 17...
Carta V
La marquesa de Merteuil al vizconde de Valmont
¿Sabe, Vizconde, que su carta es muy insolente, y que tendría yo derecho para enfadarme, si quisiera? Pero he visto por ella claramente que había usted perdido la cabeza, y esto sólo le libra de mi indignación. Amiga generosa y sensible, olvido mi propia injuria para no pensar sino en el peligro de usted, y por más enojoso que sea el razonar, cedo a la necesidad que tiene usted de ello en este momento. ¡Lograr a la presidenta de Tourvel! ¡capricho tan ridículo! Reconozco en ello su mala cabeza, que siempre desea justamente lo que cree que no podrá lograr. ¿Qué ve en esa mujer, en suma? Facciones regulares, si quiere, pero sin ninguna expresión; bastante bien formada, pero sin gracia; puesta siempre de un modo que da risa con sus golas al cuello y su corpiño cerrado hasta la barba. Le hablo como amiga. Dos mujeres como ésta bastarían para hacerle perder toda su reputación; acuérdese del día en que ella pedía para los pobres en San Roque, y en que usted me agradeció tanto que yo le hubiese procurado aquel espectáculo. Me parece verla aún dando la mano a aquel varal de cabellos largos, tropezando a cada paso, teniendo siempre su tontillo de cuatro varas sobre la cabeza de alguno y sonrojándose a cada reverencia. ¿Quién hubiera dicho a usted entonces "usted deseará un día esta mujer"? Vamos, vizconde mío, avergüéncese y vuelva en sí; le prometo el secreto.
Fuera de esto, fíjese en los disgustos que le esperan. ¿Qué rival tiene usted que combatir? ¡Un marido! ¿No se siente humillado con esta sola palabra? ¡Qué vergüenza si fracasa y qué poca gloria si vence! Aún digo más; no espere ningún placer. ¿Puede haberlo con las excesivamente modestas, quiero decir, con las que lo son de buena fe? Reservadas hasta en el centro del deleite, no ofrecen sino goces a medias. Aquel abandono total de sí, aquel voluptuoso delirio en que el placer resulta más puro por el exceso mismo, tales dones del amor, no son conocidos por esa clase de mujeres. Se lo predigo: en la suposición más dichosa, la presidenta creerá haber hecho cuanto cabe tratando a usted como a su marido; y cuando están a solas dos esposos, aun en los momentos de mayor delicia se ve siempre que son dos. En el caso de usted el mal es aún mayor: su presidenta es devota, pero con aquella especie de devoción de pobre mujer que las hace no pasar nunca de la infancia. Acaso vencerá usted esta dificultad pero no se lisonjee de destruirla. Vencerá al amor de Dios, pero no al temor del diablo; y cuando tenga entre sus brazos a su amada y sienta palpitar su corazón, este seguro de que es de miedo y no de amor. Tal vez si la hubiese usted conocido antes hubiera podido hacer algo de ella, pero y ya tiene usted veintidós años y lleva dos de matrimonio. Créame, cuando una mujer ha formado ya esa costra, es preciso abandonarla a su suerte, porque en el fondo jamás valdrá nada.
Sin embargo, tal es el bello objeto por quien usted me desobedece se entierra en casa de su tía y renuncia a la empresa más deliciosa y más honorífica. ¿qué fatalidad hace que Gercourt le lleve siempre alguna ventaja? Escúcheme, le hablo sin enfadarme, pero en este momento estoy tentada de creer que no merece usted la reputación que tiene, y sobre todo lo estoy de cesar de hacerle mi confidente Nunca me acostumbraré a decir mis secretos al amante de la señora de Tourvel.
Sepa, no obstante, que la señorita Volanges ha hecho ya una conquista. El joven Danceny está loco por ella. Ha cantado con ella y en efecto, canta mejor que regularmente lo hacen las colegialas. Deben ensayar muchos dúos y creo que con gusto se pondría ella al unísono; pero Danceny es un niño que perderá el tiempo en galanteos y no acabará nada. La muchacha por su parte es bastante espantadiza y, de cualquier modo, todo esto será mucho menos divertido que lo hubiera sido en manos de usted; así es que estoy enfadada y el caballero será reñido seguramente cuando llegue. Le vendrá bien mostrar dulzura, porque en este momento nada me costaría dejarlo. Estoy segura de que si ahora me diera por romper con él se desesperaría y nada me divierte más que un amante desesperado. Me llamaría pérfida y esta palabra me ha dado siempre mucho gusto. Después de la palabra cruel es la más dulce para el oído de una mujer y la que cuesta menos merecer. Seriamente voy a ocuparme de esta ruptura; vea, sin embargo, de lo que usted es causa. Por eso lo echo sobre su conciencia. Adiós; recomiéndeme a las oraciones de su presidenta.
París, 7 de agosto de 17...
Dangeous Liaisons / Stephen Frears
Duración: 120 min.
País: Reino: Unido
Director: Stephen Frears
Guión: Christopher Hampton (Novela: Choderlos de Laclos)
Música: George Fenton
Fotografía: Philippe Rousselot
Reparto: Glenn Close, John Malkovich, Michelle Pfeiffer, Keanu Reeves, Uma Thurman, Swoosie Kurtz, Mildred Natwick, Peter Capaldi
Productora: Warner Bros presenta una producción Lorimar Film Entertainment Picture / NFH Limited
Premios: 1988: 3 Oscar: mejor guión adaptado, dirección artística, vestuario
Género: Drama de época /
Sinopsis: Francia, siglo XVIII. La perversa y fascinante Marquesa de Merteuil (Glenn Close) planea vengarse de su último amante con la ayuda de su viejo amigo, el Vizconde de Valmont (John Malkovich), un seductor tan amoral y depravado como ella. Una virtuosa mujer casada, Madame de Tourvel (Michelle Pfeiffer), de la que Valmont se enamora, se verá involucrada en las insidiosas maquinaciones de la marquesa. Filmaffinity
Crítica: Filmaffinity
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