Medea (1969)








Medea 
Film de Pier Paolo Pasolini
Tragedia  Eurípides

Fragmento de Medea
La escena representa la fachada de la casa de Medea en Corinto; de ella sale la anciana nodriza de los hijos de Medea que recita el prólogo.

NODRIZA
¡Ojalá la nave Argo jamás volado hubiera
allende las Simplégades hacia la tierra colca!
Caer los pinos nunca debieron en los valles
del Pelión para armar con el remo los brazos
de los nobles varones que para Pelias fueron 
tras el áureo vellón. Y así mi ama, Medea,
hacia las tierras yolcias no habría navegado
con su corazón loco de amor hacia Jasón
ni, tras de persuadir a las hijas de Pelias
por que al padre mataran, se habría establecido   
con su esposo y sus hijos en Corinto, bien vista
por sus conciudadanos que asilo le otorgaran
y coincidiendo en todo con Jasón; lo cual es
la mayor garantía que en unas nupcias cabe,
que marido y mujer no discrepen en nada.    
Pero ahora desunión es todo y sufrimiento
de aquellos a los que amo, pues Jasón a sus hijos
y a mi dueña abandona por una boda real
con la hija de Creonte, tirano de esta tierra;
y la infeliz Medea, de tal modo ultrajada, 
gritando el juramento recuerda y el contacto
de manos, prenda máxima, y a los dioses invoca
para que el trato vean que de Jasón recibe.
Y yace sin comer, al dolor entregando
su cuerpo y consumiéndose con lágrimas constantes    
desde que conoció la afrenta de su esposo,
sin levantar los ojos ni separar del suelo
su mirada ni oír la voz de sus amigos
más de lo que lo hicieran rocas u olas marinas.
Tan sólo alguna vez vuelve su tierno cuello   
para gemir a solas por su padre querido,
su país y su casa, que traicionó al marchar
con el hombre que ahora tal ofensa le infiere.
Y en su infortunio aprende la mísera qué bueno
es el no partir nunca de la paterna tierra.  
Y aborrece a sus hijos y en verlos no se goza;
temo incluso que algún raro proyecto trame.
Pues duro es su carácter y soportar no puede
que nadie la maltrate. La conozco y la temo: 
es terrible y quienquiera que en su enemistad incurra  
no resultará fácil que la victoria obtenga.  
Entran por un lateral los dos niños hijos
de Medea seguidos de su pedagogo.
Mas aquí están sus niños que se acercan dejando
de correr y que nada saben de los reveses
de su madre: no suelen sufrir las almas jóvenes.

PEDAGOGO
Anciana posesión de la casa de mi ama,
¿por qué tan sola estás al lado de la puerta   
a tí misma entonándote la queja de tu mal?
¿Cómo a quedar sin ti Medea se resigna?

NODRIZA
¡Oh, viejo que a los niños de Jasón acompañas!
Para los buenos siervos son desdichado lance
las cuitas de los dueños, que su ánimo entristecen. 
Y así tan grande es ya mi dolor, que me vino
deseo de salir donde pueda las penas
de mi señora al cielo y a la tierra contar.

PEDAGOGO
¿Pero no ha terminado la pobre con sus lloros?

NODRIZA
Te envidio; el mal comienza, ni en la mitad está aún. 

PEDAGOGO
¡Oh, necia, si llamar tal cosa a un ama es lícito!
Pues nada todavía sabe del nuevo golpe.

NODRIZA
¿Qué es ello, anciano? No te niegues a explicármelo

PEDAGOGO
Nada, y aun me arrepiento de eso que me has oído.

NODRIZA
¡Cuéntalo, por favor, a quien contigo sirve! 
Callaré, si es preciso, sobre lo que me digas.

PEDAGOGO
Acerquéme al chaquete, donde suelen sentarse
los viejos, junto al agua sagrada de Pirene,
y allí, disimulando mi atención, oí a un hombre
comentar que a expulsar con su madre a estos niños
de la tierra corintia va Creonte, el tirano.
Ignoro si verídica será acaso esta historia,
pero yo bien querría que resultase falsa.

NODRIZA
¿Y Jasón dejará que ello ocurra a sus hijos
por muchas diferencias que tenga con su madre?

PEDAGOGO
Las antiguas alianzas ceden ante las nuevas;
ya amistad no hay en él para con esta casa.

NODRIZA
Pues perdidos estamos si nos toca afrontar
otro mal sobre aquel que nos inunda aún.

PEDAGOGO
Mas tú, pues ocasión no es de que la señora 
lo sepa, estáte quieta sin contar la noticia,

NODRIZA
¿Oís, hijos, cómo os trata vuestro padre? No digo
que ojalá se muriera, porque es mi dueño, pero
la verdad es que resulta ser duro con los suyos.

PEDAGOGO
¿Y quién no entre los hombres? ¿Te enteras [ahora, al ver 
que un lecho a éstos les priva del amor de su padre, 
de que nadie hay que quiera más a otros que a sí mismo? 

NODRIZA
Entrad, hijos, en casa; todo va a salir bien.
Y tú manténlos todo lo escondidos que puedas 
y aparte de su madre mientras esté excitada.
Pues la he visto mirarles con el aire feroz
de querer hacer algo; no cesará su cólera,
cierta estoy, sin algún ataque; pues bien, sea
enemigo y no amigo quien vaya a soportarlo. 

MEDEA
[Desde el interior de la casa.]
¡Ay!
¡Desgraciada de mí, qué infeliz, qué dolor!
¡Ay, ay, ay! ¡Ay de mí! ¿Cómo puedo morir?

NODRIZA
Ahí tenéis, hijos míos, revuelta está ya
vuestra madre, pues su alma el dolor trastornó.
Cuanto antes a casa corred y allí entrad,
no os pongáis cerca de ella, que no os pueda ver,
no acercaos y mucho cuidado tened
con el fiero talante y atroz natural
de su mente cruel.
¡Vamos, pues, en seguida aquí dentro pasad! 
El pedagogo entra con los niños
en el interior de la casa.
Se ve bien que esa nube que empieza a surgir,
de lamentos cargada, muy pronto va a arder
estallando en más fuerte pasión. ¿Qué irá a hacer
esa alma que el mal ha mordido y en que hay
un orgullo muy grande y tenaz? 

MEDEA
[Desde el interior.]
¡Ay, ay!
¡Sufro, mísera, sufro, tormentos sin fin!
¡Malditos muráis, pues nacisteis de mí,
una madre funesta, y perezca también
vuestro padre y la casa con él!

NODRIZA
¡Ay, ay, ay! ¡Ay, ay, ay, desdichada de mí! 
¿Qué culpa hay en los hijos, qué tienen que ver
con las faltas del padre? ¿Les odias? ¿Por qué?
Temo, niños, y siento que vais a penar;
es terrible el antojo del rey, que el servir
no conoce, más sólo el constante imperar; 
y duros resultan sus cambios de humor.
Avezarse a vivir siempre igual es mejor;
por lo menos a mí tóqueme envejecer
sin grandeza y estando en seguro lugar.
Ya las cosas medianas con sólo decir 
su nombre resultan deseables, mas son
preferibles en su uso al exceso, que no
se muestra oportuno jamás al mortal:
más desastres si atacan las iras de un dios
a una casa, tal es lo que da. 
Entra el coro, formado por quince mujeres de Corinto.

CORO
Me llegó la palabra, los gritos oí
de la Cólquide triste, que no recobró
aún la calma. Habla, anciana, habla, pues.
Yo, estando a mi puerta, su voz escuché, que venía 
desde aquí, y no me causa placer el dolor de esta casa
que tan querida para mí resulta.

NODRIZA
Ya no existe el palacio, que todo cayó.
Por el lecho real poseído él está
y mí dueña en la alcoba marchítase y no
deja que su ánimo entibie ningún
consuelo que amigos le den.

MEDEA
[Todavía desde el interior de la casa.]
¡Ay, ay!
¡Mi cabeza atraviesa un celeste fulgor!
¿Para qué quiero ya en adelante existir? 
¡Ay de mí! ¡Que me lleguen mi muerte y mi fin
y termine mi odioso vivir!

CORO
¿Escuchasteis, oh, Zeus, oh, la tierra y la luz,
en qué amargos lamentos prorrumpe el cantar
de la esposa infeliz? 
¿A qué viene, insensata, el ansiar
ese horrífico lecho mortal?
¿Quieres antes de tiempo morir?
Eso no lo implores.
Si tu esposo 
nuevas bodas pretende, común
cosa ello es. No te irrites así,
que Zeus te vengará. No te consumas
en demasía por tu marido.

MEDEA
[Desde el interior.]
¡Artemis santa, gran Temis? ¿No veis
cómo mi esposo se porta después
de que un gran juramento a los dos nos ligó?
¡Ojalá que a su novia con él pueda ver
destrozada, y lo mismo el palacio también
por la ofensa que juntos me hicieron los dos! 
¡Padre mío, ciudad de que en tiempos partí
cuando en forma afrentosa a mi hermano maté!

NODRIZA
¿Escucháis cómo a Temis invoca y a Zeus
venerados los dos cual guardianes de aquel
juramento en que el hombre da fe? 
No está cerca el momento en que vaya a amainar
mi dueña en su enorme furor.

CORO
¿Cómo podría acudir hasta aquí
y dejar que la veamos y acaso escuchar
cuanto osemos decir 
por si así conseguirnos calmar
de su mente el porfiado rencor?
Que al menos mi buena intención
no falte al amigo.
Anda, pues, y 
prueba a hacerla de casa salir.
Di que están los que la aman aquí.
Corre antes de que dañe a los de dentro,
pues grandes vuelos su aflicción cobra.

NODRIZA
Voy a hacerlo; aunque temo que no pueda yo
su razón convencer, 
por servirte el trabajo me habré de tomar.
Pues parece leona parida al mirar
a sus siervas con torvo ademán cada vez
que alguna se acerca con ganas de hablar.
Razón tiene quien diga que bien torpe fue 
e ignorante la prístina raza mortal,
que encontró para cada festivo avatar,
regocijo o convite, la alegre canción
que la vida supiera endulzar con su son
y, en cambio, el remedio no pudo inventar,
las liras, los himnos, la voz musical,
del humano infortunio, que muertes causar
suele y trances que son destrucción del hogar.
Eso sí que con cantos debiera sanar
el hombre; en el pingüe, gozoso festín 
¿qué falta hace que se alce la voz del cantor?
Aporta el deleite la propia ocasión
que al banquete le da plenitud.

CORO
Escucho
sus gemidos y lamentos,
sus agudos clamores lastimeros, 
contra el esposo que su lecho infama;
invoca, sintiéndose ofendida,
a Temis guardiana de los votos que la hizo,
hasta la Hélade opuesta, 
surcar de noche la onda salada,
la llave del gran mar.

[Medea sale a escena y se dirige al coro.]
MEDEA
¡Oh, mujeres corintias! Salgo de casa por que
reproches no me hagáis; pues, mientras sé que muchos 
hombres, tanto en privado como en el trato externo,
orgullosos realmente se vuelven, a otros hace
pasar por indolentes su tranquilo vivir.
Que no son siempre justos los ojos de la gente
y hay quien, no conociendo bien la entraña del prójimo, 
le contempla con odio sin que haya habido ofensa.
Y, si debe el de fuera cumplir con la ciudad,
no alabo al ciudadano que amargo y altanero
con los demás se muestra por su falla de tacto.
Pero a mí este suceso que inesperado vino 
me ha destrozado el ánimo; perdida estoy, no tengo
ya a la vida afición; quiero morir, amigas.
Porque mi esposo, el que era todo para mí, como
sabe él muy bien, resulta ser el peor de los hombres.
De todas las criaturas que tienen mente y alma 
no hay especie más mísera que la de las mujeres.
Primero han de acopiar dinero con que compren
un marido que en amo se torne de sus cuerpos,
lo cual es ya la cosa más dolorosa que hay.
Y en ello es capital el hecho de que sea 
buena o mala la compra, porque honroso el divorcio
no es para las mujeres ni el rehuir al cónyuge.
Llega una, pues, a nuevas leyes y usos y debe
trocarse en adivina, pues nada de soltera
aprendió sobre cómo con su esposo portarse. 
Si, tras tantos esfuerzos, se aviene el hombre y no
protesta contra el yugo, vida envidiable es ésta;
pero, si tal no ocurre, morirse vale más.
El varón, si se aburre de estar con la familia,
en la calle al hastío de su humor pone fin; 
nosotras nadie más a quien mirar tenemos. 
Y dicen que vivimos en casa una existencia
segura mientras ellos con la lanza combaten,
mas sin razón: tres veces formar con el escudo 
preferiría yo antes que parir una sola.
Pero el mismo lenguaje no me cuadra que a ti:
tienes esta ciudad, la casa de tus padres,
los goces de la vida, trato con los amigos,
y en cambio yo el ultraje padezco de mi esposo, 
que de mi tierra bárbara me raptó, abandonada,
sin patria, madre, hermanos, parientes en los cuales
pudiera echar el ancla frente a tal infortunio.
Mas, en fin, yo quisiera de ti obtener sólo esto,
que, si un medio o manera yo encuentro de vengar 
el mal que mi marido me ha hecho, callada sepas 
estar. Pues la mujer es medrosa y no puede 
aprestarse a la lucha ni contemplar las armas,
pero, cuando la ofenden en lo que toca al lecho,
nada hay en todo el mundo más sanguinario que ella.


CORIFEO
Así lo haré, que tienes razón para vengarte,
Medea. No me extraña que tu caso deplores.
 [Viendo llegar a Creonte acompañado por unos guardias.]
Pero veo a Creonte, rey del país, que viene
como nuncio sin duda de decisiones nuevas.



Medea / Pier Paolo Pasolini


Año: 1969
Duración: 110 min.
País: Francia / Italia / Alemania
Director: Pier Paolo Pasolini
Guión: Pier Paolo Pasolini
Fotografía: Ennio Guarnieri
Reparto: Maria Callas, Giuseppe Gentile, Massimo Girotti, Laurent Terzieff, Margaret Clementi ,Annamaria Chio, Paul Jabara, Gerard Weiss, Sergio Tramonti
Productor: Marina Cicogna, Franco Rossellini
Sinopsis: Adaptación de la tragedia griega de Eurípides en la que Pasolini muestra la trágica confrontación entre dos culturas incompatibles: el mundo mágico e irracional de Medea y el mundo racional de Jasón. Supuso la única incursión en el cine de la gran diva de la ópera Maria Callas.  Filmaffinity

La Medea de Pasolini rehúye la tragedia como camino narrativo y en cambio utiliza los sueños como elemento esencial para lograr entender la complicada y atormentada psicología de esta figura mitológica clásica. El cineasta opone dos mundos: la armonía clásica de Occidente (representada por Jasón) y la fuerza del instinto y los sentimientos orientales (representada por Medea).El propósito de Pasolini no consiste en narrar la historia de Medea a través de los sucesos de la tragedia sino el de traducir en imágenes las "visiones" de Medea, atormentada frente a la relación irresuelta entre pasado y presente: pasado y presente que coinciden con dos épocas distintas, con dos diferentes fases de la misma civilización.
"En Medea he reproducido todos los temas de las películas anteriores. Esta obra se apoya en una base teórica de la historia de las religiones, piezas de etnología y de antropología moderna, y no me refiero en absoluto a la obra musical de Cherubini. Medea es la oposición del universo arcaico, hierático, clerical, al mundo de Jasón, un mundo racional y pragmático. En ese sentido, Jasón es el héroe actual, que no sólo ha perdido el sentido metafísico, sino que además no se plantea cuestiones de este tipo. Es el técnico abúlico, cuya búsqueda va dirigida exclusivamente al éxito" (Pier Paolo Pasolini).

Crítica: Filmaffinity


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Cándido o el optimismo en el Siglo XX (1960)




Cándido o el optimismo en el Siglo XX (1960)
Film  Norbert Carbonnaux
Novela  Voltaire

Cándido o el optimismo (Fragmento)
Capítulo I
Cándido es educado en un hermoso castillo, y es expulsado de él.
Había en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un joven a quien la naturaleza había dotado con las más excelsas virtudes. Su fisonomía descubría su alma. Le llamaban Cándido, tal vez porque en él se daban la rectitud de juicio junto a la espontaneidad de carácter. Los criados de mayor antigüedad de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un honrado hidalgo de la comarca, con el que la señorita nunca quiso casarse porque solamente había podido probar setenta y un grados en su árbol genealógico: el resto de su linaje había sido devastado por el tiempo.
El señor barón era uno de los más poderosos señores de Westfalia, porque su castillo tenía ventanas y una puerta y hasta el salón tenía un tapiz de adorno. Si era necesario, todos los perros del corral se convertían en una jauría, sus caballerizos, en ojeadores, y el cura del pueblo, en capellán mayor. Todos le llamaban Monseñor, y le reían las gracias.
La señora baronesa, que pesaba alrededor de trescientas cincuenta libras, disfrutaba por ello de un gran aprecio, y, como llevaba a cabo sus labores de anfitriona con tanta dignidad, aún era más respetable. Su hija Cunegunda, de diecisiete años de edad, era una muchacha de mejillas
sonrosadas, lozana, rellenita, apetitosa. El hijo del barón era el vivo retrato de su padre. El ayo Pangloss era el oráculo de aquella casa, y el pequeño Cándido atendía sus lecciones con toda la inocencia propia de su edad y de su carácter.
Pangloss enseñaba metafísico-teólogo-cosmolonigología, demostrando brillantemente que no hay efecto sin causa y que el castillo de monseñor barón era el más majestuoso de todos los castillos, y la señora baronesa, la mejor de todas las baronesas posibles de este mundo, el mejor de todos los mundos posibles.
-Es evidente -decía- que las cosas no pueden ser de distinta manera a como son: si todo ha sido creado por un fin, necesariamente es para el mejor fin. Observen que las narices se han hecho para llevar gafas; por eso usamos gafas. Es patente que las piernas se han creado para ser calzadas, y por eso llevamos calzones. Las piedras han sido formadas para ser talladas y para construir con ellas castillos; por eso, como barón más importante de la provincia, monseñor tiene un castillo bellísimo; mientras que, como los cerdos han sido creados para ser comidos, comemos cerdo todo el año. Por consiguiente, todos aquéllos que han defendido que todo está bien han cometido un error: deberían haber dicho que todo es perfecto.
Cándido le escuchaba con atención, y se lo creía todo ingenuamente: y así, como encontraba extremadamente bella a la señorita Cunegunda, aunque nunca había osado decírselo, llegaba a la conclusión de que, después de la fortuna de haber nacido barón de Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de felicidad era ser la señorita Cunegunda; el tercero, poderla ver todos los días; y el cuarto, ir a clase del maestro Pangloss, el mayor filósofo de la provincia, y por consiguiente de todo el mundo.
Un día en que Cunegunda paseaba cerca del castillo por un bosquecillo al que llamaban parque, vio, entre unos arbustos, que el doctor Pangloss estaba impartiendo una lección de física experimental a la doncella de su madre, una morenita muy guapa y muy dócil. Como la señorita Cunegunda tenía mucho gusto por las ciencias, observó sin rechistar los repetidos experimentos de los que fue testigo; vio con toda claridad la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, y regresó inquieta, pensativa y con el único deseo de ser sabia, ocurriéndosele que a lo mejor podría ser ella la razón suficiente del joven Cándido, y éste la razón suficiente de ella misma.
Cuando volvía al castillo, se encontró con Cándido y se ruborizó, Cándido también se puso colorado, ella le saludó con voz entrecortada y Cándido le contestó sin saber muy bien lo que decía. Al día siguiente, después de la cena, cuando se levantaban de la mesa, Cunegunda y Cándido se toparon detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer el pañuelo al suelo y Cándido lo recogió; al entregárselo, ella le cogió inocentemente la mano; el joven a su vez besó inocentemente la mano de la joven con un ímpetu, una sensibilidad y una gracia tan especial que sus bocas se juntaron, los ojos ardieron, las rodillas temblaron y las manos se extraviaron. El señor barón de Thunder-ten-trockh acertó a pasar cerca del biombo, y, al ver aquella causa y aquel efecto, echó a Cándido del castillo a patadas en el trasero; Cunegunda se desmayó, pero, en cuanto volvió en sí, la señora baronesa la abofeteó; y sólo hubo aflicción en el más bello y más agradable de los castillos posibles.

Capítulo II
Cándido y los búlgaros.
Tras ser arrojado del paraíso terrenal, Cándido anduvo mucho tiempo sin saber adónde ir, llorando y alzando los ojos al cielo, volviéndolos a menudo hacia el más hermoso de los castillos, que albergaba a la más hermosa de las baronesitas; por fin, se durmió sin cenar en un surco en medio del campo; nevaba copiosamente. Al día siguiente, temblando de frío, llegó a rastras hasta la ciudad vecina, que se llamaba Valdberghofftrarbk-dikdorff, sin dinero, muerto de hambre y de cansancio. Se paró con tristeza ante la puerta de una taberna. Dos hombres vestidos con uniforme azul repararon en él:
-Camarada-dijo uno de ellos-, he aquí un joven bien parecido y con la estatura apropiada.
Se aproximaron a Cándido y le invitaron a cenar muy educadamente.
-Señores -les contestó Cándido con humildad aunque amablemente-, es un honor para mí, pero no puedo pagar mi parte.
Ah, señor-respondió uno de los de azul-, las personas que tienen su aspecto y sus virtudes nunca pagan nada: ¿no mide usted cinco pies con cinco pulgadas de altura?
-Sí, señores, ésa es mi estatura -contestó con una inclinación.
-Ah, señor, sentaos a la mesa; no solamente le vamos a invitar, sino que no vamos a consentir que a un hombre como usted le falte dinero; todos los hombres deben ayudarse entre sí.
-Tenéis razón -dijo Cándido-; eso es lo que siempre afirmaba el señor Pangloss, y ya veo que todo es perfecto.
Le suplican que acepte unas monedas, las coge y quiere extenderles un recibo a cambio; ellos no lo aceptan en absoluto y se sientan a comer.
-¿No siente usted afecto por...?
-¡Oh!, sí -contesta-, estoy muy enamorado de la señorita Cunegunda.
-No, no es eso -dice uno de aquellos señores-, queremos decir si no siente un particular afecto por el rey de los búlgaros.
-En absoluto -dice-, no lo conozco.
-¡Cómo! Es el rey más encantador, y hay que brindar por él.
-¡Eso con mucho gusto, caballeros! 
-Y bebe.
-Con esto basta -le dicen a continuación ahora ahora es usted el apoyo, el protector, el defensor, el héroe de los búlgaros; su suerte está echada, y su gloria asegurada.
Rápidamente le colocan grilletes en los pies y se lo llevan al regimiento. Allí le hacen girar a la derecha, a la izquierda, sacar la baqueta, envainarla, apuntar con la rodilla en tierra, disparar, ir a paso doble, y le dan treinta bastonazos; al día siguiente, hace la instrucción un poco mejor, y tan sólo recibe veinte palos; al otro día no le dan más que diez y sus compañeros le consideran un portento.
Cándido, sorprendido, no entendía muy bien por qué era un héroe. Un espléndido día de primavera le apeteció ir a pasear y fue caminando todo derecho, creyendo que el uso de las piernas al antojo de cada uno era un privilegio tanto de la especie humana como de la animal. No habría andado ni dos leguas cuando otros cuatro héroes de seis pies le alcanzan, lo apresan y lo arrestan. Se le preguntó reglamentariamente si prefería ser azotado treinta y seis veces por todo el regimiento o recibir doce balas de plomo en la cabeza. Por más que alegara que las voluntades son libres, y que no quería ni una cosa ni otra, tuvo que elegir: en nombre de ese don de Dios llamado "libertad", se decidió por pasar treinta y seis veces por los palos; y pasó dos veces. Como el regimiento lo componían dos mil hombres, en total sumaban cuatro mil baquetazos que, desde la nuca al culo, le dejaron completamente desollado. Cuando iban a empezar la tercera carrera, Cándido, como no podía ya más, les suplicó que tuvieran la bondad de romperle la cabeza y accedieron a ello. Le vendaron los ojos; le hincaron de rodillas. En ese mismo momento acierta a pasar el rey de los búlgaros, que se informa del delito del doliente y, como aquel rey era muy inteligente, comprendió, por todo lo que dijeron de Cándido, que era un joven metafísico que ignoraba las cosas de este mundo, y le otorgó su perdón con una clemencia que será alabada por todos los periódicos y por todos los siglos. Un buen cirujano curó a Cándido en tres semanas con los calmantes prescritos por Discórido. Ya le había crecido un poco de piel, y podía caminar, cuando el rey de los búlgaros emprendió batalla contra el rey de los ábaros.

Capítulo III
Cándido huye de los búlgaros, y lo que le
sucede después
No había nada en el mundo más bello, más ágil, más brillante, más bien organizado que aquellos dos ejércitos. Las trompetas, pífanos, oboes, tambores, cañones formaban tal armonía que ni en el infierno existiera cosa igual. En primer lugar la artillería abatió casi seis mil hombres de cada bando; a continuación los arcabuceros hicieron desaparecer del mejor de los mundos, cuya superficie infectaban, a unos nueve o diez mil bellacos. La bayoneta fue también causa suficiente de la muerte de algunos miles de hombres. Entre todos sumarían unas treinta mil almas. Cándido, que temblaba como una hoja, se escondió como pudo durante esta heroica carnicería.
Al finalizar la contienda y mientras cada uno de los reyes mandaba cantar a los suyos unos Te Deum en acción de gracias, decidió partir hacia otro sitio en el que pudiera razonar sobre efectos y causas.. Saltó por encima de montones de muertos y moribundos, y se dirigió en primer lugar a un pueblo cercano que encontró reducido a cenizas: era un pueblo ábaro que había sido quemado por los búlgaros, de acuerdo con las leyes del derecho público. Por aquí ancianos maltrechos veían morir a sus mujeres degolladas, que apretaban a sus hijos contra sus pechos ensangrentados; por allá muchachas con las tripas al aire, tras haber satisfecho las necesidades naturales de algunos héroes, exhalaban el último suspiro; otras, a medio quemar, chillaban pidiendo que acabaran con ellas. Por el suelo estaban esparcidos sesos mezclados con brazos y piernas amputados.
Cándido huyó a todo correr a otro pueblo: pertenecía a los búlgaros, y los héroes ábaros lo habían tratado de la misma manera. Cándido, avanzando también sobre miembros aún con vida, o a través de ruinas, llegó por fin a territorio sin guerra, con pocas provisiones en el zurrón; y sin olvidar a la señorita Cunegunda. Al llegar a Holanda, los alimentos se le habían acabado, pero, como había oído decir que allí todo el mundo era rico y que además eran cristianos, pensó quesería tratado tan bien como en el castillo del señor barón, antes de que le echaran de él por culpa de los bellos ojos de la señorita Cunegunda.
Pidió limosna a varios personajes importantes y todos le contestaron que, si continuaba ejerciendo aquel oficio, lo encerrarían en un correccional para que aprendiera a ganarse la vida.
A continuación se acercó a un hombre que había disertado sobre la caridad durante una hora seguida en una gran asamblea en la que nadie le había interrumpido. El orador le dice con mala cara:
-¿A qué viene aquí? ¿Está del lado de la buena causa?
-No hay efecto sin causa -contestó humildemente Cándido-; todo está encadenado necesariamente y dispuesto de la mejor manera posible. Ha sido necesario que me echaran del lado de la señorita Cunegunda, que me pegaran, y que tenga que pedir pan hasta que pueda ganármelo; necesariamente todo esto no podría haber sido de otra manera.
-Amigo -le replicó el orador-, ¿creéis que el papa es el Anticristo?
-Es la primera vez que lo oigo -contestó Cándido-; pero tanto si lo es como si no, yo no tengo ni un mendrugo de pan que comer.
-No mereces comerlo -dijo el otro-; vete de aquí, sinvergüenza; vete de aquí, miserable, y no te acerques a mí en toda tu vida.
La mujer del orador que se había asomado a la ventana, al ver a un hombre que dudaba de que el papa fuera el Anticristo, le arrojó a la cabeza un cántaro de... ¡Oh cielos! ¡A qué excesos conduce a las mujeres el celo por la religión!
Un hombre aún sin bautizar, un buen anabatista, llamado Jacobo, que había contemplado aquella forma cruel e infame de tratar a uno de sus hermanos, un ser bípedo, sin plumas y con alma, se lo llevó a su casa, lo limpió, le dio pan y cerveza, le regaló dos florines, y hasta quiso enseñarle a trabajar en las manufacturas de telas de Persia que se fabrican en Holanda. Cándido, casi arrodillándose ante él, exclamaba:
-Qué razón tenía el maestro Pangloss cuando me decía que todo es óptimo en este mundo, porque más me conmueve vuestra enorme generosidad que la crueldad del señor vestido de negro y de su señora esposa.
Al día siguiente, cuando estaba dando un paseo, se topó con un mendigo todo lleno de pústulas, con los ojos apagados, la punta de la nariz roída, la boca torcida, los dientes negros, una voz gutural, acosado por violenta tos, y que, en cada esfuerzo que hacía al hablar, escupía un diente.

Capítulo IV
Cándido encuentra a su antiguo maestro de filosofía, el doctor Pangloss, y lo que le ocurre con él.
Cándido, con más compasión que horror, entregó a aquel horrible pordiosero los dos florines que había recibido del honesto anabatista Jacobo. El fantasma le miró fijamente, empezó a llorar y le rodeó el cuello con sus brazos. Cándido retrocedió aterrado.
-¡Ay! -dijo el miserable al otro miserable-, ¿no reconocéis ya a vuestro querido Pangloss?
-¿Qué oigo? ¡Vos, mi amado maestro, vos en este horrible estado! ¿Qué desgracia os ha ocurrido? ¿Por qué no estáis ya en el más bello de los castillos? ¿Qué ha sido de la señorita Cunegunda, la perla de las muchachas, la obra maestra de la naturaleza?
-No puedo ni con mi alma -dijo Pangloss.
Cándido lo llevó inmediatamente al cobertizo del anabatista, donde le dio de comer un poco de pan; y, cuando lo vio un poco recuperado, le preguntó:
-Bueno, ¿y la señorita Cunegunda?
-Ha muerto -contestó el otro. Al oír aquella respuesta Cándido se desmayó; su amigo le hizo volver en sí con un poco de vinagre en mal estado que por fortuna había por allí. Cándido abre de nuevo los ojos.
-¡Ha muerto Cunegunda! Ah, ¿dónde está el mejor de los mundos? ¿Pero de qué enfermedad ha muerto? ¿Acaso fue porque me echaron a patadas del bello castillo de su señor padre?
-De ninguna manera -dijo Pangloss-, los soldados búlgaros la destriparon tras haberla violado repetidas veces; al señor barón, que quería defenderla, le saltaron los sesos de un disparo; con la señora baronesa hicieron varios trozos; a mi pobre pupilo le trataron igual que a su hermana; y del castillo, no ha quedado piedra sobre piedra, ni una granja, ni un cordero, ni un pato, ni un árbol; ahora bien, los ábaros nos han vengado, pues han hecho lo mismo en una baronía cercana que pertenecía a un señor búlgaro.
Ante tal descripción, Cándido se desmayó otra vez; pero, de nuevo en sí y tras decir todo cuanto tenía que decir, trató de averiguar la causa y el efecto, y la razón suficiente que habían llevado a Pangloss a tan lamentable estado.
-¡Ay! -contestó el otro-, ha sido el amor: el amor, consuelo del género humano, el que mantiene el universo, el alma de todos los seres sensibles, el tierno amor.
-¡Lástima! -exclamó Cándido-, yo también he conocido ese amor, ese dueño de los corazones, esa alma gemela; y únicamente me proporcionó un beso y veinte patadas en el culo. ¿Cómo causa tan bella ha podido produciros a vos un efecto tan abominable?
Pangloss contestó de la siguiente manera:
-Querido Cándido, vos conocisteis a Paquita, aquella criada tan guapa de nuestra augusta baronesa; gocé en sus brazos de los placeres del paraíso, que me ocasionan ahora estos tormentos infernales; ella estaba completamente infectada y quizá haya muerto ya a causa de ellos. A Paquita le había hecho tal regalo un fraile franciscano muy sabio, que había investigado su origen, pues a él se lo había contagiado una vieja condesa, que lo había recibido a su vez de un capitán de caballería, que se lo debía a una marquesa, que lo había cogido de un paje, el cual lo había recibido de un jesuita, quien, cuando era novicio, lo había adquirido directamente de uno de los compañeros de Cristóbal Colón. En cuanto a mí, yo no se lo pegaré a nadie, porque me estoy muriendo.
-¡Oh Pangloss! -exclamó Cándido-, ¡qué extraña genealogía! ¿No será cosa del diablo tal linaje?
-En absoluto -replicó aquel gran hombre -era cosa indispensable en el mejor de los mundos, era un ingrediente totalmente necesario: si Cristóbal Colón no hubiera cogido en una isla de América esta enfermedad que envenena el origen de la vida, y que incluso impide muchas veces la procreación, cosa que evidentemente es contraria a los fines de la naturaleza, no conoceríamos ni el chocolate ni la cochinilla; por otra parte debemos observar que, actualmente, en nuestro continente, esta enfermedad, junto con la dialéctica, es una de nuestras características propias. Turcos, indios, persas, chinos, siameses, japoneses aún no la conocen; si bien hay una razón suficiente para que la conozcan a su vez dentro de unos siglos. Mientras tanto se ha desarrollado prodigiosamente entre nosotros, y especialmente entre los grandes ejércitos integrados por militares honrados y bien educados, que deciden el destino de los países; se puede asegurar que, cuando treinta mil soldados combaten en batalla campal contra tropas semejantes en número, unos veinte mil hombres de cada bando mostrarán pústulas.
-Qué sorprendente es todo eso -dice Cándido-; pero ahora os tenéis que curar.
-¿Y cómo podría hacerlo? -dice Pangloss-, amigo mío, no tengo ni un céntimo, y en este mundo nadie puede conseguir que le hagan una sangría o una lavativa sin pagar, o sin que alguien pague por él.
Este último comentario decidió a Cándido; fue a arrojarse a los pies de su caritativo anabatista Jacobo, y le describió el estado en el que se encontraba su amigo de una manera tan conmovedora que el buen hombre no dudó en socorrer al doctor Pangloss; lo mandó curar a su costa. Pangloss tan sólo perdió en la cura un ojo y una oreja. Como sabía escribir y conocía la aritmética a la perfección, el anabatista lo nombró secretario suyo. Al cabo de dos meses, como tenía que ir a Lisboa por asuntos de negocios, se llevó en su barco a los dos filósofos. Pangloss le explicó cómo todo en el mundo era perfecto. Jacobo no compartía esa opinión:
-De alguna manera los hombres han debido corromper algo la naturaleza, puesto que no han nacido lobos y se han convertido en lobos. Dios no les ha dado ni cañones del veinticuatro, ni bayonetas; y ellos han fabricado bayonetas y cañones para destruirse. Podría añadirse también la bancarrota, y la justicia, que se apodera de los bienes de los que quiebran sin dar nada a los acreedores.
-Todo eso era indispensable -contestaba el sabio tuerto-, las desgracias particulares contribuyen al bien general; de manera que a más desgracias particulares mejor va todo.
Mientras razonaba así, el cielo se oscureció, empezaron a soplar los vientos de todos los lados y el barco se vio asaltado por la más horrible tempestad, justo al avistar el puerto de Lisboa.


Candide ou l'optimisme au XXe siècle / Norbert Carbonnaux


Año: 1960
País: Francia
Dirección: Norbert Carbonnaux
Intérpretes: Jean-Pierre Cassel, Pierre Brasseur, Daliah Lavi, Michel Simon, Jean Richard, Louis de Funès, Michel Serrault
Argumento: Voltaire (Novela "Candide, ou l'Optimisme)
Guión: Norbert Carbonnaux, Albert Simonin
Fotografía: Robert Lefebvre
Duración: 88 min.
Género: Comedia
Sinopsis : En un mundo dañado por las guerras, el joven Cándido parte junto a su amada y su tutor para buscar un mundo mejor. Lo gracioso son los requisitos que propone este peculiar trío para ese mundo que mejorará el que ahora existe. La película es una adaptación libre de la novela de Voltaire, "Cándido o el optimismo", que se publicó en el siglo XVIII.







Piel de asno (1970)
















Piel de asno 1970
Film  Jacques Demy
Cuento  Charles Perrault

Charles Perrault 
Piel de asno
Érase una vez un rey tan famoso, tan amado por su pueblo, tan respetado por todos sus vecinos, que de él podía decirse que era el más feliz de los monarcas. Su dicha se confirmaba aún más por la elección que hiciera de una princesa tan bella como virtuosa; y estos felices esposos vivían en la más perfecta unión. De su casto himeneo había nacido una hija dotada de encantos y virtudes tales que no se lamentaban de tan corta descendencia.
La magnificencia, el buen gusto y la abundancia reinaban en su palacio. Los ministros eran hábiles y prudentes; los cortesanos virtuosos y leales, los servidores fieles y laboriosos. Sus caballerizas eran grandes y llenas de los más hermosos caballos del mundo, ricamente enjaezados. Pero lo que asombraba a los visitantes que acudían a admirar estas hermosas cuadras, era que en el sitio más destacado un señor asno exhibía sus grandes y largas orejas. Y no era por capricho sino con razón que el rey le había reservado un lugar especial y destacado. Las virtudes de este extraño animal merecían semejante distinción, pues la naturaleza lo había formado de modo tan extraordinario que su pesebre, en vez de suciedades, se cubría cada mañana con hermosos escudos y luises de todos tamaños, que eran recogidos a su despertar.
Pues bien, como las vicisitudes de la vida alcanzan tanto a los reyes como a los súbditos, y como siempre los bienes están mezclados con algunos males el cielo permitió que la reina fuese aquejada repentinamente de una penosa enfermedad para la cual, pese a la ciencia y a la habilidad de los médicos, no se pudo encontrar remedio.
La desolación fue general. El rey, sensible y enamorado, a pesar del famoso proverbio que dice que el matrimonio es la tumba del amor, sufría sin alivio, hacia encendidos votos a todos los templos de su reino, ofrecía su vida a cambio de la de su esposa tan querida; pero dioses y hadas eran invocados en vano.
La reina, sintiendo que se acercaba su última hora, dijo a su esposo que estaba deshecho en llanto:
—Permitidme, antes de morir, que os exija una cosa; si quisierais volver a casaros...
A estas palabras el rey, con quejas lastimosas, tomó las manos de su mujer, las baño de lágrimas, y asegurándole que estaba de más hablarle de un segundo matrimonio:
—No, no, dijo por fin, mi amada reina, habladme más bien de seguiros.
—El Estado, repuso la reina con una firmeza que aumentaba las lamentaciones de este príncipe, el Estado que exige sucesores ya que sólo os he dado una hija, debe apremiaros para que tengáis hijos que se os parezcan; mas os ruego, por todo el amor que me habéis tenido, no ceder a los apremios de vuestros súbditos sino hasta que encontréis una princesa más bella y mejor que yo. Quiero vuestra promesa, y entonces moriré contenta.
Es de presumir que la reina, que no carecía de amor propio, había exigido esta promesa convencida que nadie en el mundo podía igualarla, y se aseguraba de este modo que el rey jamás volviera a casarse. Finalmente, ella murió. Nunca un marido hizo tanto alarde: llorar, sollozar día y noche, menudo derecho que otorga la viudez, fue su única ocupación.
Los grandes dolores son efímeros. Además, los consejeros del Estado se reunieron y en conjunto fueron a pedirle al rey que volviera a casarse.
Esta proposición le pareció dura y le hizo derramar nuevas lágrimas. Invocó la promesa hecha a la reina, y los desafió a todos a encontrar una princesa más hermosa y más perfecta que su difunta esposa, pensando que aquello era imposible.
Pero el consejo consideró tal promesa como una bagatela, y opinó que poco importaba la belleza, con tal que una reina fuese virtuosa y nada estéril; que el Estado exigía príncipes para su tranquilidad y paz; que, a decir verdad, la infante tenía todas las cualidades para hacer de ella una buena reina, pero era preciso elegirle a un extranjero por esposo; y que entonces, o el extranjero se la llevaba con él o bien, si reinaba con ella, sus hijos no serían considerados del mismo linaje y además, no habiendo príncipe de su dinastía, los pueblos vecinos podían provocar guerras que acarrearían la ruina del reino. El rey, movido por estas consideraciones, prometió que lo pensaría.
Efectivamente, buscó entre las princesas casaderas cuál podría convenirle. A diario le llevaban retratos atractivos; pero ninguno exhibía los encantos de la difunta reina. De este modo, no tomaba decisión alguna.
Por desgracia, empezó a encontrar que la infanta, su hija, era no solamente hermosa y bien formada, sino que sobrepasaba largamente a la reina su madre en inteligencia y agrado. Su juventud, la atrayente frescura de su hermosa piel, inflamó al rey de un modo tan violento que no pudo ocultárselo a la infanta, diciéndole que había resuelto casarse con ella pues era la única que podía desligarlo de su promesa.
La joven princesa, llena de virtud y pudor, creyó desfallecer ante esta horrible proposición. Se echó a los pies del rey su padre, y le suplicó con toda la fuerza de su alma, que no la obligara a cometer un crimen semejante.
El rey, que estaba empecinado con este descabellado proyecto, había consultado a un anciano druida, para tranquilizar la conciencia de la joven princesa. Este druida, más ambicioso que religioso, sacrificó la causa de la inocencia y la virtud al honor de ser confidente de un poderoso rey. Se insinuó con tal destreza en el espíritu del rey, le suavizó de tal manera el crimen que iba a cometer, que hasta lo persuadió de estar haciendo una obra pía al casarse con su hija.
El rey, halagado por el discurso de aquel malvado, lo abrazó y salió más empecinado que nunca con su proyecto: hizo dar órdenes a la infanta para que se preparara a obedecerle.
La joven princesa, sobrecogida de dolor, pensó en recurrir a su madrina, el hada de las Lilas. Con este objeto, partió esa misma noche en un lindo cochecito tirado por un cordero que sabía todos los caminos. Llegó a su destino con toda felicidad. El hada, que amaba a la infanta, le dijo que ya estaba enterada de lo que venía a decirle, pero que no se preocupara: nada podía pasarle si ejecutaba fielmente todo lo que le indicaría.
—Porque, mi amada niña, le dijo, sería una falta muy grave casaros con vuestro padre; pero, sin necesidad de contradecirlo, podéis evitarlo: decidle que para satisfacer un capricho que tenéis, es preciso que os regale un vestido color del tiempo. Jamás, con todo su amor y su poder podrá lograrlo.
La princesa le dio las gracias a su madrina, y a la mañana siguiente le dijo al rey su padre lo que el hada le había aconsejado y reiteró que no obtendrían de ella consentimiento alguno hasta tener el vestido color del tiempo.
El rey, encantado con la esperanza que ella le daba, reunió a los más famosos costureros y les encargó el vestido bajo la condición de que si no eran capaces dé realizarlo los haría ahorcar a todos.
No tuvo necesidad de llegar a ese extremo: a los dos días trajeron el tan ansiado traje. El firmamento no es de un azul más bello, cuando lo circundan nubes de oro, que este hermoso vestido al ser desplegado. La infanta se sintió toda acongojada y no sabía cómo salir del paso. El rey apremiaba la decisión. Hubo que recurrir nuevamente a la madrina quien, asombrada porque su secreto no había dado resultado, le dijo que tratara de pedir otro vestido del color de la luna.
El rey, que nada podía negarle a su hija, mandó buscar a los más diestros artesanos, y les encargó en forma tan apremiante un vestido del color de la luna, que entre ordenarlo y traerlo no mediaron ni veinticuatro horas. La infanta, más deslumbrada por este soberbio traje que por la solicitud de su padre, se afligió desmedidamente cuando estuvo con sus damas y su nodriza.
El hada de las Lilas, que todo lo sabía, vino en ayuda de la atribulada princesa y le dijo:
—O me equivoco mucho, o creo que si pedís un vestido color del sol lograremos desalentar al rey vuestro padre, pues jamás podrán llegar a confeccionar un vestido así.
La infanta estuvo de acuerdo y pidió el vestido; y el enamorado rey entregó sin pena todos los diamantes y rubíes de su corona para ayudar a esta obra maravillosa, con la orden de no economizar nada para hacer esta prenda semejante al sol: Fue así que cuando el vestido apareció, todos los que lo vieron desplegado tuvieron que cerrar los ojos, tan deslumbrante era.
¡Cómo se puso la infanta ante esta visión! Jamás se había visto algo tan hermoso y tan artísticamente trabajado. Se sintió confundida; y con el pretexto de que a la vista del traje le habían dolido los ojos, se retiró a su aposento donde el hada la esperaba, de lo más avergonzada. Fue peor aún, pues al ver el vestido color del sol, se puso roja de ira.
—¡Oh!, como último recurso, hija mía, —le dijo a la princesa, vamos a someter al indigno amor de vuestro padre a una terrible prueba. Lo creo muy empecinado con este matrimonio, que él cree tan próximo; pero pienso que quedará un poco aturdido si le hacéis el pedido que os aconsejo: la piel de ese asno que ama tan apasionadamente y que subvenciona tan generosamente todos sus gastos. Id, y no dejéis de decirle que deseáis esa piel.
La princesa, encantada de encontrar una nueva manera de eludir un matrimonio que detestaba, y pensando que su padre jamás se resignaría a sacrificar su asno, fue a verlo y le expuso su deseo de tener la piel de aquel bello animal.
Aunque extrañado por este capricho, el rey no vaciló en satisfacerlo. El pobre asno fue sacrificado y su piel galantemente llevada a la infanta quien, no viendo ya ningún otro modo de esquivar su desgracia, iba a caer en la desesperación cuando su madrina acudió.
—¿Qué hacéis, hija mía?, dijo, viendo a la princesa arrancándose los cabellos y golpeándose sus hermosas mejillas. Este es el momento más hermoso de vuestra vida. Cubríos con esta piel, salid del palacio y partid hasta donde la tierra pueda llevaros: cuando se sacrifica todo a la virtud, los dioses saben recompensarlo. ¡Partid! Yo me encargo de que todo vuestro tocador y vuestro guardarropa os sigan a todas partes; dondequiera que os detengáis, vuestro cofre conteniendo vestidos, alhajas, seguirá vuestros pasos bajo tierra; y he aquí mi varita, que os doy: al golpear con ella el suelo cuando necesitéis vuestro cofre, éste aparecerá ante vuestros ojos. Mas, apresuraos en partid, no tardéis más.
La princesa abrazó mil veces a su madrina, le rogó que no la abandonara, se revistió con la horrible piel luego de haberse refregado con hollín de la chimenea, y salió de aquel suntuoso palacio sin que nadie la reconociera.
La ausencia de la infanta causó gran revuelo. El rey, que había hecho preparar una magnífica fiesta, estaba desesperado e inconsolable. Hizo salir a mas de cien guardias y más de mil mosqueteros en busca de su hija; pero el hada, que la protegía, la hacía invisible a los más hábiles rastreos. De modo que al fin hubo que resignarse.
Mientras tanto, la princesa caminaba. Llegó lejos, muy lejos, todavía más lejos, en todas partes buscaba un trabajo. Pero, aunque por caridad le dieran de comer, la encontraban tan mugrienta qué nadie la tomaba.
Andando y andando, entró a una hermosa ciudad, a cuyas puertas había una granja; la granjera necesitaba una sirvienta para lavar la ropa de cocina, y limpiar los pavos y las pocilgas de los puercos. Esta mujer, viendo a aquella viajera tan sucia; le propuso entrar a servir a su casa, lo que la infanta aceptó con gusto, tan cansada estaba de todo lo que había caminado.
La pusieron en un rincón apartado de la cocina donde, durante los primeros días, fue el blanco de las groseras bromas de la servidumbre, así era la repugnancia que inspiraba su piel de asno.
Al fin se acostumbraron; además ella ponía tanto empeño en cumplir con sus tareas que la granjera la tomó bajo su protección. Estaba encargada de los corderos, los metía al redil cuando era preciso: llevaba a los pavos a pacer, todo con una habilidad como si nunca hubiese hecho otra cosa. Así pues, todo fructificaba bajo sus bellas manos.
Un día estaba sentada junto a una fuente de agua clara, donde deploraba a menudo su triste condición, se le ocurrió mirarse; la horrible piel de asno que constituía su peinado y su ropaje, la espantó. Avergonzada de su apariencia, se refregó hasta que se sacó toda la mugre de la cara y de las manos las que quedaron más blancas que el marfil, y su hermosa tez recuperó su frescura natural.
La alegría de verse tan bella le provocó el deseo de bañarse, lo que hizo; pero tuvo que volver a ponerse la indigna piel para volver a la granja. Felizmente, el día siguiente era de fiesta; así pues, tuvo tiempo para sacar su cofre, arreglar su apariencia, empolvar sus hermosos cabellos y ponerse su precioso traje color del tiempo. Su cuarto era tan pequeño que no se podía extender la cola de aquel magnífico vestido. La linda princesa se miraba y se admiraba a sí misma con razón, de modo que, para no aburrirse, decidió ponerse por turno todas sus hermosas tenidas los días de fiesta y los domingos, lo que hacía puntualmente. Con un arte admirable, adornaba sus cabellos mezclando flores y diamantes; a menudo suspiraba pensando que los únicos testigos de su belleza eran sus corderos y sus pavos que la amaban igual con su horrible piel de asno, que había dado origen al apodo con que la nombraban en la granja.
Un día de fiesta en que Piel de Asno se había puesto su vestido color del sol, el hijo del rey, a quien pertenecía esta granja, hizo allí un alto para descansar al volver de caza. El príncipe era joven, hermoso y apuesto; era el amor de su padre y de la reina su madre, y su pueblo lo adoraba. Ofrecieron a este príncipe una colación campestre, que él aceptó; luego se puso a recorrer los gallineros y todos los rincones.
Yendo así de un lugar a otro entró por un callejón sombrío al fondo del cual vio una puerta cerrada. Llevado por la curiosidad, puso el ojo en la cerradura. ¿pero qué le pasó al divisar a una princesa tan bella y ricamente vestida, que por su aspecto noble y modesto, él tomó por una diosa? El ímpetu del sentimiento que lo embargó en ese momento lo habría llevado a forzar la puerta, a no mediar el respeto que le inspirara esta persona maravillosa.
Tuvo que hacer un esfuerzo para regresar por ese callejón oscuro y sombrío, pero lo hizo para averiguar quién vivía en ese pequeño cuartito. Le dijeron que era una sirvienta que se llamaba Piel de Asno a causa de la piel con que se vestía; y que era tan mugrienta y sucia que nadie la miraba ni le hablaba, y que la habían tomado por lástima para que cuidara los corderos y los pavos.
El príncipe, no satisfecho con estas referencias, se dio cuenta que estas gentes rudas no sabían nada más y que era inútil hacerles más preguntas. Volvió al palacio del rey su padre, indeciblemente enamorado, teniendo constantemente ante sus ojos la imagen de esta diosa que había visto por el ojo de la cerradura. Se lamentó de no haber golpeado a la puerta, y decidió que no dejaría de hacerlo la próxima vez.
Pero la agitación de su sangre, causada por el ardor de su amor, le provocó esa misma noche una fiebre tan terrible que pronto decayó hasta el más grave extremo. La reina su madre, que tenía este único hijo, se desesperaba al ver que todos los remedios eran inútiles. En vano prometía las más suntuosas recompensas a los médicos; éstos empleaban todas sus artes, pero nada mejoraba al príncipe. Finalmente, adivinaron que un sufrimiento mortal era la causa de todo este daño; se lo dijeron a la reina quien, llena de ternura por su hijo, fue a suplicarle que contara la causa de su mal; y aunque se tratara de que le cedieran la corona, el rey su padre bajaría de su trono sin pena para hacerlo subir a él; que si deseaba a alguna princesa, aunque se estuviera en guerra con el rey su padre y hubiese justos motivos de agravio, sacrificarían todo para darle lo que deseaba; pero le suplicaba que no se dejara morir, puesto que de su vida dependía la de sus padres. La reina terminó este conmovedor discurso no sin antes derramar un torrente de lágrimas sobre el rostro de su hijo.
—Señora, le dijo por fin el príncipe, con una voz muy débil, no soy tan desnaturalizado como para desear la corona de mi padre; ¡quiera el cielo que él viva largos años y me acepte durante mucho tiempo como el más respetuoso y fiel de sus súbditos! En cuanto a las princesas que me ofrecéis; aún no he pensado en casarme; y bien sabéis que, sumiso como soy a vuestras voluntades, os obedeceré siempre, a cualquier precio.
—¡Ah!, hijo mío, repuso la reina, ningún precio es muy alto para salvarte la vida; mas, querido hijo, salva la mía y la del rey tu padre, diciéndome lo que deseas, y ten la plena seguridad que te será acordado.
—¡Pues bien!, señora, dijo él, si tengo que descubriros mi pensamiento, os obedeceré. Me sentiría un criminal si pongo en peligro dos cabezas que me son tan queridas. Sí, madre mía, deseo que Piel de Asno me haga una torta y tan pronto como esté hecha, me la traigan.
La reina, sorprendida ante este extraño nombre, preguntó quién era Piel de Asno.
—Es, señora, replicó uno de sus oficiales que por casualidad había visto a esa niña, el bicho más vil después del lobo; una negra, una mugrienta que vive en vuestra granja y que cuida vuestros pavos.
—No importa, dijo la reina, mi hijo, al volver de caza, ha probado tal vez su pastelería; es una fantasía de enfermo. En una palabra, quiero que Piel de Asno, puesto que de Piel de Asno se trata le haga ahora mismo una torta.
Corrieron a la granja y llamaron a Piel de Asno para ordenarle que hiciera con el mayor esmero una torta para el príncipe.
Algunos autores sostienen que Piel de Asno, cuando el príncipe había puesto sus ojos en la cerradura, con los suyos lo había visto; y que en seguida, mirando por su ventanuco, había mirado a aquel príncipe tan joven, tan hermoso y bien plantado que no había podido olvidar su imagen y que a menudo ese recuerdo le arrancaba suspiros.
Como sea, si Piel de Asno lo vio o había oído decir de él muchos elogios, encantada de hallar una forma para darse a conocer, se encerró en su cuartucho, se sacó su fea piel, se lavó manos y rostro, peinó sus rubios cabellos, se puso un corselete de plata brillante, una falda igual, y se puso a hacer la torta tan apetecida: usó la más pura harina, huevos y mantequilla fresca. Mientras trabajaba, ya fuera de adrede o de otra manera, un anillo que llevaba en el dedo cayó dentro de la masa y se mezcló a ella. Cuando la torta estuvo cocida, se colocó su horrible piel y fue a entregar la torta al oficial, a quien le preguntó por el príncipe; pero este hombre, sin dignarse contestar, corrió donde el príncipe a llevarle la torta.
El príncipe la arrebató de manos de aquel hombre, y se la comió con tal avidez que los médicos presentes no dejaron de pensar que este furor no era buen signo. En efecto, el príncipe casi se ahogó con el anillo que encontró en uno de los pedazos, pero se lo sacó diestramente de la boca; y el ardor con que devoraba la torta se calmó, al examinar esta fina esmeralda montada en un junquillo de oro cuyo círculo era tan estrecho que, pensó él, sólo podía caber en el más hermoso dedito del mundo.
Besó mil veces el anillo, lo puso bajo sus almohadas, y lo sacaba cada vez que sentía que nadie lo observaba. Se atormentaba imaginando cómo hacer venir a aquélla a quien este anillo le calzara; no se atrevía a creer, si llamaba a Piel de Asno que había hecho la torta, que le permitieran hacerla venir; no se atrevía tampoco a contar lo que había visto por el ojo de la cerradura temiendo ser objeto de burla y tomado por un visionario; acosado por todos estos pensamientos simultáneos, la fiebre volvió a aparecer con fuerza. Los médicos, no sabiendo ya qué hacer, declararon a la reina que el príncipe estaba enfermo de amor. La reina acudió donde su hijo acompañada del rey que se desesperaba.
—Hijo mío, hijo querido, exclamó el monarca, afligido, nómbranos a la que quieres. Juramos que te la daremos, aunque fuese la más vil de las esclavas.
Abrazándolo, la reina le reiteró la promesa del rey. El príncipe, enternecido por las lágrimas y caricias de los autores de sus días, les dijo:
—Padre y madre míos, no me propongo hacer una alianza que os disguste. Y en prueba de esta verdad, añadió, sacando la esmeralda que escondía bajo la cabecera, me casaré con aquella a quien le venga este anillo; y no parece que la que tenga este precioso dedo sea una campesina ordinaria.
El rey y la reina tomaron el anillo, lo examinaron con curiosidad, y pensaron, al igual que el príncipe, que este anillo no podía quedarle bien sino a una joven de alta alcurnia. Entonces el rey, abrazando a su hijo y rogándole que sanara, salió, hizo tocar los tambores, los pífanos y las trompetas por toda la ciudad, y anunciar por los heraldos que no tenían más que venir al palacio a probarse el anillo; y aquella a quien le cupiera justo se casaría con el heredero del trono.
Las princesas acudieron primero, luego las duquesas, las marquesas y las baronesas; pero por mucho que se hubieran afinado los dedos, ninguna pudo ponerse el anillo. Hubo que pasar a las modistillas que, con ser tan bonitas, tenían los dedos demasiado gruesos. El príncipe, que se sentía mejor, hacía él mismo probar el anillo.
Al fin les tocó el turno a las camareras, que no tuvieron mejor resultado. Ya no quedaba nadie que no hubiese ensayado infructuosamente la joya, cuando el príncipe pidió que vinieran las cocineras, las ayudantes, las cuidadoras de rebaños. Todas acudieron, pero sus dedos regordetes; cortos y enrojecidos no dejaron pasar el anillo más allá de la una.
—¿Hicieron venir a esa Piel de Asno que me hizo una torta en días pasados? dijo el príncipe.
Todos se echaron a reír y le dijeron que no, era demasiado inmunda y repulsiva.
—¡Que la traigan en el acto! dijo el rey. No se dirá que yo haya hecho una excepción.
La princesa; que había escuchado los tambores y los gritos de los heraldos, se imaginó muy bien que su anillo era lo que provocaba este alboroto. Ella amaba al príncipe y como el verdadero amor es timorato y carece de vanidad, continuamente la asaltaba el temor de que alguna dama tuviese el dedo tan menudo como el suyo. Sintió, pues, una gran alegría cuando vinieron a buscarla y golpearon a su puerta.
Desde que supo que buscaban un dedo adecuado a su anillo, no se sabe qué esperanza la había llevado a peinarse cuidadosamente y a ponerse su hermoso corselete de plata con la falda llena de adornos de encaje de plata, salpicados de esmeraldas. Tan pronto como oyó que golpeaban a su puerta y que la llamaban para presentarse ante el príncipe, se cubrió rápidamente con su piel de asno, abrió su puerta y aquellas gentes, burlándose de ella, le dijeron que el rey la llamaba para casarla con su hijo. Luego, en medio de estruendosas risotadas, la condujeron donde el príncipe quien, sorprendido él mismo por el extraño atavío de la joven, no se atrevió a creer que era la misma que había visto tan elegante y bella. Triste y confundido por haberse equivocado, le dijo:
—Sois vos la que habitáis al fondo de ese callejón oscuro, en el tercer gallinero de la granja?
—Sí, su señoría, respondió ella.
—Mostradme vuestra mano, dijo él temblando y dando un hondo suspiro.
¡Señores! ¿quién quedó asombrado? Fueron el rey y la reina, así como todos los chambelanes y los grandes de la corte, cuando de adentro de esa piel negra y sucia, se alzó una mano delicada, blanca y sonrosada, y el anillo entró sin esfuerzo en el dedito más lindo del mundo; y, mediante un leve movimiento que hizo caer la piel, la infanta apareció de una belleza tan deslumbrante que el príncipe, aunque todavía estaba débil, Se puso a sus pies y le estrechó las rodillas con un ardor que a ella la hizo enrojecer. Pero casi no se dieron cuenta pues el rey y la reina fueron a abrazar a la princesa, pidiéndole si quería casarse con su hijo.
La princesa, confundida con tantas caricias y ante el amor que le demostraba el joven príncipe, iba sin embargo a darles las gracias, cuando el techo del salón se abrió, y el hada de las Lilas, bajando en un carro hecho de ramas y de las flores de su nombre, contó, con infinita gracia, la historia de la infanta.
El rey y la reina, encantados al saber que Piel de Asno era una gran princesa, redoblaron sus muestras de afecto; pero el príncipe fue más sensible ante la virtud de la princesa, y su amor creció al saberlo. La impaciencia del príncipe por casarse con la princesa fue tanta, que a duras penas dio tiempo para los preparativos apropiados a este augusto matrimonio.
El rey y la reina, que estaban locos con su nuera, le hacían mil cariños y siempre la tenían abrazada. Ella había declarado que no podía casarse con el príncipe sin el consentimiento del rey su padre. De modo que fue el primero a quien le enviaran una invitación, sin decirle quién era la novia; el hada de las Lilas, que supervigilaba todo, como era natural, lo había exigido a causa de las consecuencias.
Vinieron reyes de todos los países; unos en silla de manos, otros en calesa, unos más distantes montados sobre elefantes, sobre tigres, sobre águilas: pero el más imponente y magnífico de los ilustres personajes fue el padre de la princesa quien, felizmente había olvidado su amor descarriado y había contraído nupcias con una viuda muy hermosa que no le había dado hijos.
La princesa corrió a su encuentro; él la reconoció en el acto y la abrazó con una gran ternura, antes que ella tuviera tiempo de echarse a sus pies. El rey y la reina le presentaron a su hijo, a quien colmó de amistad. Las bodas se celebraron con toda pompa imaginable. Los jóvenes esposos, poco sensibles a estas magnificencias, sólo tenían ojos para ellos mismos.
El rey, padre del príncipe, hizo coronar a su hijo ese mismo día y, besándole la mano, lo puso en el trono, pese a la resistencia de aquel hijo bien nacido; pero había que obedecer.
Las fiestas de esta ilustre boda duraron cerca de tres meses y el amor de los dos esposos todavía duraría si los dos no hubieran muerto cien años después.

Moraleja
El cuento de Piel de Asno parece exagerado;
pero mientras existan en el mundo criaturas
y haya madres y abuelas que narren aventuras, 
estará su recuerdo conservado.

Peau d'âne / Jacques Demy



Año: 1970 
Duración: 100 min. 
País: Francia 
Director: Jacques Demy 
Guión: Jacques Demy (Cuento: Charles Perrault) 
Música: Michel Legrand 
Fotografía: Ghislain Cloquet 
Reparto: Catherine Deneuve, Jean Marais, Jacques Perrin, Micheline Presle, Delphine Seyrig, Fernand Ledoux, Henri Crémieux, Sacha Pitoëff, Pierre Repp, Jean Servais, Georges Adet, Annick Berger 
Productora: Marianne Productions / Parc Film
Género: Fantástico. Musical. Romance 
Sinopsis: En su lecho de muerte, la Reina hace prometer al Rey que no volverá a casarse hasta que no encuentre a una mujer que la supere en bondad y belleza. Unos años después el Rey encuentra la perfecta sustituta de su fallecida esposa: su propia hija. El Hada de las Lilas, la madrina de la joven princesa, le aconseja que pida a su padre, como regalo, unos vestidos maravillosos, aparentemente imposibles de realizar. Como el Rey logra conseguir los vestidos, la princesa pide que le regale una capa confeccionada con la piel del asno banquero, principal fuente de riqueza del Reino... Filmaffinity

Crítica: Filmaffinity