El nombre de la rosa (1986)



El nombre de la rosa
Film de Jean-Jacques Annaud
Novela de Umberto Eco

Sexto día
TERCIA
Donde, mientras escucha el «Dies irae», Adso tiene un sueño o visión, según se prefiera.

Guillermo se despidió de Nicola y subió para ir al scriptorium. Por mi parte, ya había visto suficiente, de modo que también decidí subir y quedarme en la iglesia para rezar por el alma de Malaquías. Nunca había querido a aquel hombre, que me daba miedo, y no he de ocultar que durante mucho tiempo había creído que era el culpable de todos los crímenes. Ahora comprendía que quizá sólo había sido un pobre hombre, oprimido por unas pasiones insatisfechas, vaso de loza entre vasos de hierro, malhumorado por desorientación, silencioso y evasivo por conciencia de no tener nada que decir. Sentía cierto remordimiento por haberme equivocado y pensé que rezando por su destino sobrenatural podría aplacar mi sentimiento de culpa.
Ahora la iglesia estaba iluminada por un resplandor tenue y lívido, dominada por los despojos del infeliz, habitada por el susurro uniforme de los monjes que recitaban el oficio de difuntos.
En el monasterio de Melk había asistido varias veces a la defunción de un hermano. Era una circunstancia que no puedo calificar de alegre, pero que, sin embargo, me parecía llena de serenidad, rodeada por un aura de paz, regida por un sentido difuso de justicia. Íbamos alternándonos en la celda del moribundo, diciéndole cosas agradables para confortarlo, y en el fondo del corazón cada uno pensaba en lo feliz que era el moribundo porque estaba a punto de coronar una vida virtuosa, y pronto se uniría al coro de los ángeles para gozar del júbilo eterno. Y parte de aquella serenidad, la fragancia de aquella santa envidia, se comunicaba al moribundo, que al final tenía un tránsito sereno. ¡Qué distintas habían sido las muertes de aquellos últimos días! Finalmente, había visto de cerca cómo moría una víctima de los diabólicos escorpiones del finis Africae, y sin duda así habían muerto también Venancio y Berengario, buscando alivio en el agua, con el rostro consumido como el de Malaquías...
Me senté al fondo de la iglesia, acurrucado sobre mí mismo para combatir el frío. Sentí un poco de calor, y moví los labios para unirme al coro de los hermanos orantes. Los iba siguiendo sin darme casi cuenta de lo que mis labios decían; mi cabeza se bamboleaba y los ojos se me cerraban. Pasó mucho tiempo; creo que me dormí y volví a despertarme al menos tres o cuatro veces. Después el coro entonó el Dies irae... La salmodia me produjo el efecto de un narcótico. Me dormí del todo. O quizá, más que un letargo, aquello fue como un entorpecimiento, una caída agitada y un replegarme sobre mí mismo, como una criatura que aún siguiera encerrada en el vientre de su madre. Y en aquella niebla del alma, como si estuviese en una región que no era de este mundo, tuve una visión o sueño, según se prefiera.
Por una escalera muy estrecha entraba en un pasadizo subterráneo, como si estuviese accediendo a la cripta del tesoro, pero, siempre bajando, llegaba a una cripta más amplia que era la cocina del Edificio. Sin duda, se trataba de la cocina, pero en ella no sólo funcionaban hornos y ollas, sino también fuelles y martillos, como si también se hubiesen dado cita allí los herreros de Nicola. Todo era un rojo centelleo de estufas y calderos, y cacerolas hirvientes que echaban humo mientras que a la superficie de sus líquidos afloraban grandes burbujas crepitantes que luego estallaban haciendo un ruido sordo y continuo. Los cocineros pasaban enarbolando asadores, mientras los novicios, que se habían dado cita allí, saltaban para atrapar los pollos y demás aves ensartadas en aquellas barras de hierro candentes. Pero al lado los herreros martillaban con tal fuerza que la atmósfera estaba llena de estruendo, y nubes de chispas surgían de los yunques mezclándose con las que vomitaban los dos hornos. No sabía si estaba en el infierno o en un paraíso como el que podía haber concebido Salvatore, chorreante de jugos y palpitante de chorizos. Pero no tuve tiempo de preguntarme dónde estaba porque una turba de hombrecillos, de enanitos con una gran cabeza en forma de cacerola, entró a la carrera y, arrastrándome a su paso, me empujó hasta el umbral del refectorio, y me obligó a entrar.
La sala estaba adornada como para una fiesta. Grandes tapices y estandartes colgaban de las paredes, pero las imágenes que los adornaban no eran las habituales, que exaltan la piedad de los fieles o celebran las glorias de los reyes. Parecían, más bien, inspiradas en los marginalia de Adelmo, y reproducían las menos tremendas y las más grotescas de sus imágenes: liebres que bailaban alrededor de una cucaña, ríos surcados por peces que saltaban por sí solos a la sartén, cuyo mango sostenían unos monos vestidos de obispos cocineros, monstruos de vientre enorme que bailaban alrededor de marmitas humeantes.
En el centro de la mesa estaba el Abad, vestido de fiesta, con un amplio hábito de púrpura bordada, empuñando su tenedor como un cetro. Junto a él, Jorge bebía de una gran jarra de vino, mientras el cillerero, vestido como Bernardo Gui, leía virtuosamente en un libro en forma de escorpión pasajes de las vidas de los santos y del evangelio. Pero eran relatos que contaban cómo Jesús decía bromeando al apóstol que era una piedra y que sobre esa piedra desvergonzada que rodaba por la llanura fundaría su iglesia; o el cuento de San Jerónimo, que comentaba la biblia diciendo que Dios quería desnudar el trasero de Jerusalén. Y, a cada frase del cillerero, Jorge reía dando puñetazos contra la mesa y gritando: «¡Serás el próximo abad, vientre de Dios!», eso era lo que decía, que Dios me perdone.
El Abad hizo una señal festiva y la procesión de las vírgenes entró en la sala. Era una rutilante fila de hembras ricamente ataviadas, en el centro de las cuales primero me pareció percibir a mi madre, pero después me di cuenta del error, porque sin duda se trataba de la muchacha terrible como un ejército dispuesto para la batalla. Salvo que llevaba sobre la cabeza una corona de perlas blancas, en dos hileras, mientras que otras dos cascadas de perlas descendían a uno y otro lado del rostro, confundiéndose con otras dos hileras de perlas que pendían sobre su pecho, y de cada perla colgaba un diamante del grosor de una ciruela. Además, de cada oreja caía una hilera de perlas azules que se unían para formar una especie de gorguera en la base del cuello, blanco y erguido como una torre del Líbano. El manto era de color púrpura, y en la mano sostenía una copa de oro cuajada de diamantes, y, no sé cómo, supe que la copa contenía un ungüento mortal robado en cierta ocasión a Severino. Detrás de aquella mujer, bella como la aurora, venían otras figuras femeninas, una vestida con un manto blanco bordado, sobre un traje oscuro con una doble estola de oro cuyos adornos figuraban florecillas silvestres; la segunda tenía un manto de damasco amarillo, sobre un traje rosa pálido sembrado de hojas verdes y con dos grandes recuadros bordados en forma de laberinto pardo; y la tercera tenía el manto rojo y el traje de color esmeralda, lleno de animalillos rojos, y en sus manos llevaba una estola blanca bordada; y de las otras no observé los trajes, porque intentaba descubrir quiénes eran todas esas mujeres que acompañaban a la muchacha, cuya apariencia hacía pensar por momentos en la Virgen María. Y como si cada una llevase en la mano una tarjeta con su nombre, o como si ésta le saliese de la boca, supe que eran Ruth, Sara, Susana y otras mujeres que mencionan las escrituras.
En ese momento el Abad gritó: «¡Entrad, hijos de puta!», y entonces penetró en el refectorio otra procesión de personajes sagrados, que reconocí sin ninguna dificultad, austera y espléndidamente ataviados, y en medio del grupo había uno sentado en el trono, que era Nuestro Señor pero al mismo tiempo Adán, vestido con un manto purpúreo y adornado con un gran broche rojo y blanco de rubíes y perlas que sostenía el manto sobre sus hombros, y con una corona en la cabeza, similar a la de la muchacha, y en la mano una copa más grande que la de aquélla, llena de sangre de cerdo. Lo rodeaban como una corona otros personajes muy santos, que ya mencionaré, todos ellos conocidísimos para mí, y también había a su alrededor una escuadra de arqueros del rey de Francia, unos vestidos de verde y otros de rojo, con un escudo de color esmeralda en el que campeaba el monograma de Cristo. El jefe de aquella tropa se acercó a rendir homenaje al Abad, tendiéndole la copa y diciéndole: «Sao ko akellas tierras para akellos fines ke akí kontiene, trienta años las poseéis parte sancti Benedicti.» A lo que el Abad respondió: «Age primum et septimum de quatuor», y todos entonaron: «In finibus Africae, amen.» Después todos sederunt. («Toma el primero y el séptimo de cuatro.» «En los confines de África, amén.» «Se sentaron».)
Habiéndose disuelto así las dos formaciones opuestas, el Abad dio una orden y Salomón empezó a poner la mesa, Santiago y Andrés trajeron un fardo de heno, Adán se colocó en el centro, Eva se reclinó sobre una hoja, Caín entró arrastrando un arado, Abel vino con un cubo para ordenar a Brunello, Noé hizo una entrada triunfal remando en el arca, Abraham se sentó debajo de un árbol, Isaac se echó sobre el altar de oro de la iglesia, Moisés se acurrucó sobre una piedra, Daniel apareció sobre un estrado fúnebre del brazo de Malaquías, Tobías se tendió sobre un lecho, José se arrojó desde un moyo, Benjamín se acostó sobre un saco, y además, pero en este punto la visión se hacía confusa, David se puso de pie sobre un montículo, Juan en la tierra, Faraón en la arena (por supuesto, dije para mí, pero ¿por qué?), Lázaro en la mesa, Jesús al borde del pozo, Zaqueo en las ramas de un árbol, Mateo sobre un escabel, Raab sobre la estopa, Ruth sobre la paja, Tecla sobre el alféizar de la ventana (mientras por fuera aparecía el rostro pálido de Adelmo para avisarle que también podía caerse al fondo del barranco), Susana en el huerto, Judas entre las tumbas, Pedro en la cátedra, Santiago en una red, Elías en una silla de montar, Raquel sobre un lío. Y Pablo apóstol, deponiendo la espada, escuchaba la queja de Esaú, mientras Job gemía en el estiércol y acudían a ayudarlo Rebeca, con una túnica, Judith, con una manta, Agar, con una mortaja, y algunos novicios traían un gran caldero humeante desde el que saltaba Venancio de Salvemec, todo rojo, y empezaba a repartir morcillas de cerdo.
El refectorio se iba llenando de gente que comía a dos carrillos. Jonás traía calabazas; Isaías, legumbres; Ezequiel, moras; Zaqueo, flores de sicomoro; Adán, limones; Daniel, altramuces; Faraón, pimientos; Caín, cardos; Eva, higos; Raquel, manzanas; Ananías, ciruelas grandes como diamantes; Lía, cebollas; Aarón, aceitunas; José, un huevo; Noé, uva; Simeón, huesos de melocotón, mientras Jesús cantaba el Dies irae y derramaba alegremente sobre todos los alimentos el vinagre que exprimía de una pequeña esponja antes ensartada en la lanza de uno de los arqueros del rey de Francia.
«Hijos míos, ¡oh, mis corderillos!», dijo entonces el Abad, ya borracho, «no podéis cenar vestidos así, como pordioseros, venid, venid.» Y golpeaba el primero y el séptimo de los cuatro, que surgían deformes como espectros del fondo del espejo, y el espejo se hacía añicos y a lo largo de las salas del laberinto el suelo se cubría de trajes multicolores incrustados de piedras, todos sucios y desgarrados. Y Zaqueo, cogió un traje blanco; Abraham, uno color gorrión; Lot, uno color azufre; Jonás, uno azulino; Tecla, uno rojizo; Daniel, uno leonado; Juan, uno irisado; Adán, uno de pieles; Judas, uno con denarios de plata; Raab, uno escarlata; Eva, uno del color del árbol del bien y del mal. Y algunos lo cogían jaspeado, y otros, del color del esparto, algunos, morado, y otros, azul marino, algunos, purpúreo, y otros, del color de los árboles, o bien del color del hierro, del fuego, del azufre, del jacinto, o negro, y Jesús se pavoneaba con un traje color paloma, mientras riendo acusaba a Judas de no saber bromear con santa alegría.
Y entonces Jorge, después de quitarse los vitra ad legendum, encendió una zarza ardiente con leña que había traído Sara, que Jefté había recogido, que Isaac había descargado, que José había cortado, y, mientras Jacob abría el pozo y Daniel se sentaba junto al lago, los sirvientes traían agua; Noé, vino; Agar, un odre; Abraham, un ternero, que Raab ató a un poste mientras Jesús sostenía la cuerda y Elías le ataba las patas. Después, Absalón lo colgó del pelo, Pedro tendió la espada, Caín lo mató, Herodes derramó su sangre, Sem arrojó sus vísceras y excrementos, Jacob puso el aceite, Molesadón puso la sal, Antíoco lo puso al fuego, Rebeca lo cocinó y Eva fue la primera en probarlo, y buen chasco se llevó. Pero Adán decía que no había que preocuparse, y le daba palmadas en la espalda a Severino, que aconsejaba añadirle hierbas aromáticas. Después Jesús partió el pan y distribuyó pescados, y Jacob gritaba porque Esaú se le había comido todas las lentejas, Isaac estaba devorando un cabrito al horno, Jonás una ballena hervida y Jesús guardó ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches.
Entre tanto, todos entraban y salían llevando exquisitas piezas de caza, de todas formas y colores, y las partes más grandes eran siempre para Benjamín, y las más buenas para María, mientras que Marta se quejaba de ser la que siempre lavaba los platos. Después cortaron el ternero, que a todo esto se había puesto enorme, y a Juan le tocó la cabeza, a Absalón la cerviz, a Aarón la lengua, a Sansón la mandíbula, a Pedro la oreja, a Holofernes la testa, a Lía el culo, a Saúl el cuello, a Jonás la barriga, a Tobías la hiel, a Eva la costilla, a María la teta, a Isabel la vulva, a Moisés la cola, a Lot las piernas y a Ezequiel los huesos. Mientras tanto, Jesús devoraba un asno, San Francisco un lobo, Abel una oveja, Eva una morena, el Bautista una langosta, Faraón un pulpo (por supuesto, dije para mí, pero, ¿por qué?) y David comía cantárida y se arrojaba sobre la muchacha nigra sed formosa, mientras Sansón hincaba el diente en el lomo de un león, y Tecla huía gritando, perseguida por una araña negra y peluda.”



El nombre de la rosa de Jean-Jacques Annaud

TITULO ORIGINAL
Le nom de la rose (aka: Der Name der Rose)
AÑO
1986
DURACIÓN
131 min.
PAÍS
Francia
DIRECTOR
Jean-Jacques Annaud
GUIÓN
Andrew Birkin, Gérard Brach, Howard Franklin, Alain Godard (Novela: Umberto Eco)
MÚSICA
James Horner
FOTOGRAFÍA
Tonino Delli Colli
REPARTO
Sean Connery, Christian Slater, F. Murray Abraham, Michael Lonslade, Valentina Vargas, Ron Perlman
PRODUCTORA
Coproducción Francia-Italia-Alemania
GÉNERO Y CRÍTICA
Intriga. Edad Media / SINOPSIS: Siglo XIV. Todo comienza una hermosa mañana de finales de noviembre del año del señor 1327 cuando Fray Guillermo de Baskerville (Sean Connery), un monje franciscano y antiguo inquisidor, y su inseparable discípulo el novicio Adso de Melk (Christian Slater), que es quien relata la historia, acuden a una abadía benedictina situada en el norte de la península italiana para intentar esclarecer la muerte del joven miniaturista Adelmo da Otranto. Durante su estancia en la abadía van desapareciendo misteriosamente más monjes, a quienes encuentran muertos al poco tiempo. Lentamente, y gracias a la información aportada por algunos monjes, Guillermo va esclareciendo los hechos. El móvil de los crímenes parecen ser unos antiguos tratados sobre la licitud de la risa que se encuentran en la biblioteca del complejo, de la cual se dice que es la mayor del mundo cristiano. ¿Quién es el asesino? ¿Qué hicieron sus víctimas para morir asesinadas? Nadie lo sabe... (Filmaffinity)
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Acertada adaptación de la exitosa novela de Umberto Eco, "El nombre de la rosa" es una tenebrosa intriga medieval que relata la magnífica historia de un sabio monje franciscano (Connery) que, junto a su pupilo (Slater), acude a una abadía remota para intentar resolver unos extraños y misteriosos asesinatos a los que nadie encuentra explicación aparente. Del argumento no se deben dar más datos. Una excelente ambientación e interpretaciones impecables se pusieron al servicio de una gran obviedad: que aquel libro fascinante y complejo tenía un interesantísima intriga que pedía a gritos su adaptación al cine. (Pablo Kurt: Filmaffinity)


El manuscrito encontrado en Zaragoza (1965)



El manuscrito encontrado en Zaragoza
Film de Wojciech Has
Novela de Jan Potocki


“El valle de Los Hermanos comienza donde el Guadalquivir se derrama sobre la llanura; lo llamaban así porque tres hermanos, unidos, más que por los lazos de sangre, por la afición al bandolerismo-; hicieron del lugar, durante muchos años, el teatro de sus hazañas. De los tres hermanos, dos cayeron en poder de las autoridades, y sus cuerpos se veían colgados de una horca a la entrada del valle, pero el mayor, llamado Soto, logró escapar de las prisiones ' de Córdoba y se refugió, según decían, en la cadena de Las Alpujarras.
Cosas muy extrañas contaban de los dos hermanos que fueron colgados; no se hablaba de ellos como de aparecidos, pero se pretendía que sus cuerpos, animados por vaya a saberse qué demonios, abandonaban la horca durante la noche para angustiar a los vivos. De tal modo se dio el hecho por cierto que un teólogo de Salamanca probó en una disertación que los dos ahorcados, a cada cual más extraordinario, eran vampiros de una rara especie, cosa que los más incrédulos no vacilaban en afirmar. También corría el rumor de que los dos hombres eran inocentes y que habiendo sido injustamente condenados se vengaban de ello, con el permiso del cielo, en los viajeros y otros viandantes. Como de esa historia me hablaron a menudo en Córdoba, tuve la curiosidad de acercarme a la horca. El espectáculo era tanto más repulsivo cuanto que los horribles cadáveres, agitados por el viento, se balanceaban de manera fantástica, mientras buitres atroces los tironeaban para arrancarles jirones de carne; apartando los ojos con espanto, me hundí en el camino de las montañas.
Hay que convenir en que el valle de Los Hermanos parecía muy apropiado para favorecer las empresas de los bandidos y servirles de refugio. Rocas desprendidas de lo alto de los montes, árboles derribados por la tormenta, interceptaban el camino, y en muchos lugares era menester atravesar el lecho del torrente, o pasar delante de cavernas profundas cuyo aspecto malhadado inspiraba desconfianza.
Al salir de este valle y entrar en otro, descubrí desde lejos la venta que debía albergarme, y no auguré de ella nada bueno. Observé que no tenía ventanas ni celosías; no humeaban las chimeneas; no había gente en los alrededores, y los aullidos de los perros no anunciaban mi llegada. Deduje que sería una de aquellas ventas abandonadas por sus dueños, como había dicho el mesonero de Andújar.
Cuanto más me acercaba, más profundo me parecía el silencio. En la puerta de la venta, vi un cepillo para echar limosnas, acompañado por la siguiente inscripción: «Señores viajeros, sed caritativos y rogad por el alma de González de Murcia, que en otros tiempos fue mesonero de Venta Quemada. Después seguid vuestro camino y en ningún instante, bajo ningún pretexto, se os ocurra pasar aquí la noche».
Inmediatamente resolví desafiar los peligros con los cuales me amenazaba la inscripción. No tenía el convencimiento de que en la venta no hubiera aparecidos, pero desde niño me enseñaron, como se verá más adelante, a poner el honor por encima de todo, y lo hacía consistir en no dar jamás señales de miedo.
Como el sol se ponía, quise aprovechar la luz menguante para recorrer de punta a punta la morada. Más que luchar con las potencias infernales que se habían posesionado de ella, esperaba encontrar algunas viandas, pues las frutas de Los Alcornoques habían podido suspender, pero no satisfacer, mi necesidad imperiosa de comida. Atravesé muchos aposentos y salas. La mayoría estaban revestidos de mosaicos hasta la altura de un hombre, y en los techos había esos bellos artesones en los cuales resplandece la magnificencia de los moros. Visité las cocinas, los graneros, los sótanos; estos últimos estaban cavados en la roca, y algunos comunicaban con rutas subterráneas que parecían penetrar muy adentro en la montaña; pero no encontré de comer en ninguna parte. Por último, como era ya de noche, busqué mi caballo, atado en el patio, lo llevé a un establo donde había visto un poco de heno, y fui a un aposento a tenderme en un jergón, el único que hubieran dejado en todo el albergue. También hubiese querido una candela, pero el hambre que me atormentaba tenía su lado bueno, pues me impedía dormir.
Sin embargo, mientras más oscura se hacía la noche, más sombrías eran mis reflexiones. Ya pensaba en la desaparición de mis dos servidores, ya en los medios de procurarme comida. Quizá los bandidos, irrumpiendo de algún matorral o de alguna trampa subterránea, habían atacado sucesivamente a López y a Mosquito cuando estaban solos, e hicieron una excepción conmigo en razón de mis armas, que no les prometían una victoria tan fácil. Más que todo me preocupaba el hambre, pero había visto en la montaña algunas cabras; debía de guardarlas algún pastor, y a éste no le faltaría un poco de pan para comer con la leche. Por añadidura, yo contaba con mi fusil. Sea como fuere, estaba resuelto a todo menos a volver sobre mis pasos y a exponerme a los sarcasmos del mesonero de Andújar. Antes bien, había decidido firmemente continuar mi ruta.
Agotadas estas reflexiones, no podía menos de rumiar viejas historias de monederos falsos y otras de la misma especie con las que habían acunado mi infancia. Pensaba también en la inscripción sobre el cepillo de las limosnas. Aunque no creía que el demonio hubiese estrangulado al mesonero, nada comprendía de su trágico fin.
Pasaban las horas en un silencio profundo cuando el son inesperado de una campana me estremeció de sorpresa. Tocó doce veces, y es fama que los aparecidos no tienen poder sino después de medianoche hasta el primer canto del gallo. Digo que me sorprendí, y no me faltaban motivos para ello, pues la campana no había dado las otras horas; me pareció lúgubre su tañido. Un instante después se abrió la puerta del aposento, y vi entrar a una persona completamente oscura pero en modo alguno pavorosa, pues era una hermosa negra, semidesnuda, que llevaba una antorcha en cada mano.
La negra se llegó a mí, hizo una profunda reverencia y me dijo en un muy buen español:
-Señor caballero, unas damas extranjeras que pasan la noche en este albergue os ruegan compartir su cena. Tened la bondad de seguirme.
Seguí a la negra de corredor en corredor hasta una sala bien iluminada en medio de la cual había una mesa con tres cubiertos, vajilla de porcelana japonesa y jarras de cristal de roca. En el fondo de la sala pude ver un lecho magnífico. Muchas negras parecían atareadas en servir, pero se alinearon con respeto no bien entraron dos damas cuya tez de azucenas y rosas contrastaba perfectamente con el ébano de sus criadas. Las dos damas, tomadas de la mano, vestían de una manera extravagante, o que a lo menos me pareció tal, pero que es frecuente en muchos pueblos de Berbería, como después lo he comprobado durante mis viajes. Su vestido no consistía sino en una camisa y un justillo. La camisa era de tela hasta la cintura, y más abajo de una gasa de Mequínez, especie de género que sería del todo transparente si anchas cintas de seda, mezcladas a la trama del tejido, no lo hicieran apto para velar en, cantos que ganan en adivinarse. El justillo, ricamente bordado de perlas y guarnecido de broches de diamantes, les cubría escasamente los senos; no tenía mangas; las de la camisa, también de gasa, estaban recogidas y anudadas detrás del cuello. Brazaletes adornaban sus brazos desnudos, tanto en las muñecas como encima de los codos. Aunque las damas fueran diablesas, sus pies no estaban hendidos ni provistos de garras; desnudos, en pequeñas babuchas bordadas, llevaban en el tobillo una ajorca de gruesos brillantes.
Las desconocidas avanzaron hacia mí con semblante despejado y afable. Eran dos bellezas perfectas; una de ellas, alta, esbelta, deslumbrante; la otra, enternecedora y tímida; una, majestuosa, con un busto de nobles proporciones y una cara de facciones admirables; la otra, menuda, con los labios un poco prominentes y los ojos entrecerrados por los cuales asomaba el brillo de sus pupilas ocultas bajo larguísimas pestañas. La mayor me dirigió la palabra en castellano y me dijo:
-Señor caballero, os agradecemos la bondad que habéis tenido de aceptar esta modesta colación. Creo que debéis necesitarla.
Dijo esta última frase con expresión tan maliciosa que la sospeché muy capaz de haber hecho robar la mula cargada con nuestras provisiones, pero tan bien las reemplazaba que no pude guardarle rencor.
Nos sentamos a la mesa, y la misma dama, alcanzándome una fuente de porcelana del Japón, me dijo:
-Señor caballero, encontraréis aquí una olla podrida donde se mezclan toda clase de carnes, exceptuando una sola, porque somos fieles, quiero decir musulmanas.
-Bella desconocida -le respondí-, me parece que bien lo habéis dicho. Sois fieles, sin duda, y vuestra religión es el amor. Pero dignaos satisfacer mi curiosidad antes que mi apetito: decidme quiénes sois.
-No dejéis de comer por ello, señor caballero -replicó la bella morisca-. No guardaremos con vos el incógnito. Me llamo Emina, y ésta es mi hermana Zebedea. Aunque establecidas en Túnez, nuestra familia es oriunda de Granada, y algunos de nuestros parientes viven en España, donde profesan en secreto la ley de sus padres. Hace ocho días abandonamos Túnez; desembarcamos cerca de Málaga en una playa desierta; después hemos pasado por las montañas, entre Soja y Antequera; después hemos venido a este lugar solitario para cambiarnos de ropa y tomar todas las medidas necesarias para vivir seguras. Podéis ver, señor caballero, que nuestro viaje es un secreto importante que confiamos a vuestra lealtad.
Aseguré a las bellas que no debían temer de mi parte ninguna indiscreción y me puse a comer con un poco de voracidad, sin duda, pero también con esa graciosa cortedad que un joven demuestra necesariamente cuando es el único de su sexo en una sociedad de mujeres.
Se apaciguó mi hambre y comencé lo que en España llaman los dulces; Emina lo advirtió, y entonces ordenó a las negras que me mostraran cómo se baila en sus comarcas. Ninguna orden pudo serles más agradable, y obedecieron con una vivacidad que rayaba en la licencia. Hasta creo que hubiese sido difícil que terminaran de bailar, pero yo les pregunté a sus hermosas señoras si ellas también solían hacerlo. Por toda respuesta se pusieron de pie y pidieron castañuelas. ¿Cómo dar una idea de su danza? Hacía pensar en el bolero de Murcia y en el fandango de los Algarbes, y quienes han estado en aquellas provincias podrán imaginarla, pero nunca podrán imaginar el encanto que añadían a sus pasos las gracias naturales de las dos africanas, realzadas por sus diáfanas vestiduras.
Durante algún tiempo las contemplé guardando una especie de sangre fría, pero sus movimientos acelerados por una cadencia más viva, el ruido perturbador de la música morisca, mi vitalidad exaltada por la súbita comida, en mí, fuera de mí, todo se concertaba para hacerme perder la razón. No sabía ya si estaba con dos mujeres o con dos súcubos insidiosos. No me atrevía a ver, no quería mirar. Me cubrí los ojos con la mano y me sentí desfallecer.
Las dos hermanas se me acercaron y cada una me tomó una mano. Emina me preguntó si me sentía mal. La tranquilicé. Zebedea me preguntó por un relicario que llevaba yo colgado del pecho. ¿Guardaba en él el retrato de mi amada?
-Es -le respondí- una alhaja que me dio mi madre y que le prometí llevar siempre conmigo; contiene un trozo de la verdadera cruz.
Zebedea retrocedió, palideciendo.
-Os turbáis -le dije-; sin embargo, la cruz sólo puede espantar al espíritu de las tinieblas.
Emina respondió por su hermana.
-Señor caballero -me dijo-, sabéis que somos musulmanas, y no debería sorprenderos la tristeza que mi hermana os ha demostrado. Yo la comparto. Lamentamos encontrar un cristiano en vos, que sois nuestro pariente más próximo. Mis palabras os asombran, pero ¿no era vuestra madre una Gomélez? Somos de la misma familia, que no es más que una rama de la de los Abencerrajes; pero sentémonos en este sofá y os diré otras cosas aún.
Las negras se retiraron. Emina me ofreció un extremo del sofá y se puso a mi lado, sentándose sobre las piernas cruzadas. Zebedea, sentándose del otro lado, se apoyó sobre mi almohadón, y los tres estábamos tan cerca que nuestros alientos se mezclaban. Emina pareció reflexionar; después, mirándome con el más vivo interés, me tomó la mano y me dijo:
-Querido Alfonso, es inútil ocultarlo: no fue el azar quien nos trajo aquí. Os esperábamos; si el temor os hubiera hecho tomar otro camino, habríais perdido para siempre nuestra estima.
-Me halagáis, Emina -le respondí-, y no sé en qué podría interesaros mi valor.
-Nos interesáis mucho -replicó la bella mora-, pero quizá os halagaría menos saber que por poco sois el primer hombre que hemos visto. Lo que digo os asombra, y parecéis ponerlo en duda. Os había prometido contaros la historia de nuestros antepasados, pero quizá sea mejor que comience por la nuestra

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El manuscrito encontrado en Zaragoza de Wojciech Has


TITULO ORIGINAL Rekopis znaleziony w Saragossie
AÑO 1965
DURACIÓN 182 min.
PAÍS Polonia
DIRECTOR Wojciech Has
GUIÓN Tadeusz Kwiatkowski (Novela: Jan Potocki)
MÚSICA Krzysztof Penderecki
FOTOGRAFÍA Mieczyslaw Jahoda (B&W)
REPARTO Zbigniew Cybulski, Iga Cembrzynska, Elzbieta Czyzewska, Gustaw Holoubek, Stanislaw Igar, Joanna Jedryka, Janusz Klosinski
PRODUCTORA Kamera Film Unit
GÉNERO Fantástico

SINOPSIS El capitán de las tropas napoleónicas Alfonso van Worden, recién llegado a Madrid, descubre gracias a dos princesas moriscas que está destinado a grandes empresas, por las cuales deberá superar numerosas pruebas. Comenzará entonces una sucesión circular de aventuras, desarrolladas bajo la influencia de un cabalista y un matemático.
Adaptación de una famosa y extraña novela de la literatura polaca. De tono oscuro, estética surrealista y compleja estructura, está llena de juegos y símbolos que cautivó a la crítica, que la consideró una de las mejores obras del cine polaco. (
Filmaffinity)

Película

Lolita (1962) - (1997)



Lolita
Film de Stanley Kubrik
Film de Adrian Line
Novela de Vladimir Nabokov

"Pero no había peligro de que me quedara allí. No podía ser feliz en ese tipo de casa, con revistas manoseadas sobre cada silla y una especie de abominable hibridación entre la comedia de los llamados muebles funcionales modernos y la tragedia de mecedoras decrépitas y mesas de luz desvencijadas y bombillas fundidas. Me guió escaleras arriba, hasta «mi» cuarto. Lo inspeccioné a través de la bruma de mi rechazo, pero discerní sobre «mi cama» «La sonata de Kreutzer», de René Prinet. ¡Y llamaba a ese cuarto de sirvienta un «semiestudio»! ¡Salgamos de aquí en el acto!, me dije con firmeza mientras fingía considerar el precio ridículo y ominosamente bajo que mi voluntariosa huéspeda me pedía por cuarto y pensión.
Pero mi cortesía europea me obligó a sobrellevar la ordalía. Cruzamos el descanso de la escalera hacia el ala derecha de la casa, donde «Yo y Lo tenemos nuestros cuartos» (Lo debía de ser la criada), y la huéspeda-amante apenas pudo ocultar un estremecimiento cuando concedió al melindroso individuo un examen del único cuarto de baño, minúsculo y oblongo, entre el descanso y el cuarto de «Lo», con objetos blandos y mojados colgando sobre la dudosa bañera (con el signo de interrogación de un pelo en su interior); allí estaban la previsible serpiente de goma y su complemento, una cubierta rosada que tapaba tímidamente el retrete.
«Veo que no se siente usted favorablemente impresionado», dijo la dama apoyando un instante su mano sobre mi manga. Combinaba un frío atrevimiento –el exceso de lo que se llama «aplomo»– con una timidez y una tristeza que hacían tan artificial la nitidez con que elegía sus palabras como la entonación de un profesor de «dicción». «Confieso que ésta no es una casa muy... pulcra –continuó la condenada–, pero le aseguro (y me miró los labios) que estará usted muy cómodo, muy cómodo en verdad... Permítame que le muestre el jardín» (dijo estas últimas palabras con más ánimo y con una especie de atracción simpática en la voz).
La seguí de mal grado por las escaleras y, después por la cocina, al final del vestíbulo, en el ala derecha de la casa –donde también estaban el comedor y el saloncito (bajo «mi» cuarto, a la izquierda, sólo había un garage). En la cocina, la criada negra, una mujer regordeta y más o menos joven, dijo: «Me marcho ya, señora Haze», mientras tomaba su bolso negro y brillante de la manija de la puerta que daba a la entrada trasera. «Sí, Louise», respondió la señora Haze con un suspiro. «La llamaré el viernes». Pasamos a una despensa pequeña y entramos en el comedor, paralelo al saloncito que ya había admirado. Advertí un calcetín blanco en el suelo. Con un gruñido de desaprobación, la señora Haze se inclinó sin detenerse y lo arrojó en una alacena junto a la despensa. Inspeccionamos rápidamente una mesa de caoba con una frutera en el centro que sólo contenía el carozo todavía brillante de una ciruela. Busqué tanteando el horario que tenía en el bolsillo y lo pesqué subrepticiamente para dar con el primer tren. Aún seguía a la señora Haze por el comedor cuando, más allá del cuarto, hubo un estallido de verdor –«la galería» entonó la señora Haze– y entonces sin el menor aviso, una oleada azul se hinchó bajo mi corazón y vi sobre una estera, en un estanque de sol, semidesnuda, de rodillas, a mi amor de la Riviera que se volvió para espiarme sobre sus anteojos negros.
Era la misma niña: los mismos hombros frágiles y color de miel, la misma espalda esbelta, desnuda, sedosa, el mismo pelo castaño. Un pañuelo a motas anudado en torno al pecho ocultaba a mis viejos ojos de mono, pero no a la mirada del joven recuerdo, los senos juveniles. Y como si yo hubiera sido, en un cuento de hadas, la nodriza de una princesita (perdida, raptada, encontrada en harapos gitanos a través de los cuales su desnudez sonreía al rey y a sus sabuesos), reconocí el pequeño lunar en su flanco. Con ansia y deleite (el rey grita de júbilo, las trompetas atruenan, la nodriza está borracha) volví a ver su encantadora sonrisa, en aquel último día inmortal de locura, tras las «Roches Roses». Los veinticinco años vividos desde entonces se empequeñecieron hasta un latido agónico, hasta desaparecer.
Me es muy difícil expresar con fuerza adecuada esa llamarada, ese estremecimiento, ese impacto de apasionada anagnórisis. En el brevísimo instante durante el cual mi mirada envolvió a la niña arrodillada (sobre los severos anteojos negros parpadeaban los ojos del pequeño Herr Doktor que me curaría de todos mis dolores), mientras pasaba junto a ella en mi disfraz de adulto –un buen pedazo de triunfal virilidad–, el vacío de mi alma logró succionar cada detalle de su brillante hermosura, para cotejarla con los rasgos de mi novia muerta. Poco después, desde luego, ella, esa nouvelle, esa Lolita, mi Lolita, habría de eclipsar por completo a su prototipo. Todo lo que quiero destacar es que mi descubrimiento fue una consecuencia fatal de ese «principado junto al mar» de mi torturado pasado. Entre ambos acontecimientos, no había existido más que una serie de tanteos y desatinos, y falsos rudimentos de goce. Todo cuanto compartían formaba parte de uno de ellos.

Lolita de Vladimir Navokov
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Las dos Lolitas



Lolita de Stanley Kubrik

TÍTULO ORIGINAL
Lolita
AÑO
1962
DURACIÓN
152 min.
PAÍS
Reino Unido
DIRECTOR
Stanley Kubrick
GUIÓN
Vladimir Nabokov (Novela: Vladimir Nabokov)
MÚSICA
Nelson Riddle
FOTOGRAFÍA
Oswald Morris (B&W)
REPARTO
James Mason, Sue Lyon, Shelley Winters, Peter Sellers, Marianne Stone, Diana Decker, Jerry Stovin, Gary Cockrell, Suzanne Gibs, Roberta Shore, Cec Linder, Lois Maxwell, William Greene, Eric Lane, Shirley Douglas, Roland Brand, Colin Maitland, Irvin Allen
PRODUCTORA
Coproducción USA-Suiza; MGM presenta una producción Seven Arts / Anya Productions / Transworld
GÉNERO Y CRÍTICA
Drama /
SINOPSIS: Humbert Humbert, un profesor cuarentón, acaba de instalarse en Ramsdale, New Hampshire. Allí se enamora perdidamente de una niña de once años, tanto que concibe un plan maestro: se casará con su madre, Charlotte Haze, para poder estar siempre cerca del objeto de sus afectos: la alegre adolescente, la irresistible nínfula de nombre encantador, lírico y melodioso: Lolita. (Filmaffinity)

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Lolita
de Adrian Lyne


TITULO ORIGINAL
Lolita
AÑO
1997
DURACIÓN
137 min.
PAÍS
Estadus Unidos
DIRECTOR
Adrian Lyne
GUIÓN
Stephen Schiff (Novela: Vladimir Nabokov)
MÚSICA
Ennio Morricone
FOTOGRAFÍA
Howard Atherton
REPARTO
Jeremy Irons, Dominique Swain, Melanie Griffith, Frank Langella
PRODUCTORA
Coprod. USA-Francia; Mario Kassar presenta una producción Pathé
GÉNERO Y CRÍTICA
Drama /
SINOPSIS: Humbert es un europeo refinado, brillante y atractivo que viaja a una ciudad de Nueva Inglaterra para ocupar un puesto de profesor. Una vez allí se hospeda en casa de una voluptuosa viuda, Charlotte, que ve en Humbert la materialización de todas sus fantasías provincianas. Pero Humbert oculta una herida envenenada: el recuerdo de un frustrado amor de adolescencia. En la casa está también Lolita, la hija de Charlotte, que resulta ser el sueño hecho realidad. Una realidad que en ocasiones puede ser cruel... (Filmaffinity)











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Drácula (1958) - (1992)




Dracula, Prince of Darkness - Terence Fisher (1958)
Bram Stoker's Dracula - Francis Ford Coppola (1992)
Drácula, novela de Abraham Stoker (1847-1912)

Del diario de Jonathan Harker
5 de mayo. Debo haber estado dormido, pues es seguro que si hubiese estado plenamente
despierto habría notado que nos acercábamos a tan extraordinario lugar. En la oscuridad, el patio parecía ser de considerable tamaño, y como de él partían varios corredores negros de grandes arcos redondos, quizá parecía ser más grande de lo que era en realidad. Todavía no he tenido la oportunida d de verlo a la luz del día.
Cuando se detuvo la calesa, el cochero saltó y me ofreció la mano para ayudarme a descender. Una vez más, pude comprobar su prodigiosa fuerza. Su mano prácticamente parecía una prensa de acero que hubiera podido estrujar la mía si lo hubiese querido. Luego bajó mis cosas y las colocó en el suelo a mi lado, mientras yo permanecía cerca de la gran puerta, vieja y tachonada de grandes clavos de hierro, acondicionada en un zaguán de piedra maciza. Aun en aquella tenue luz pude ver que la piedra estaba profusamente esculpida, pero que las esculturas habían sido desgastadas por el tiempo y las lluvias. Mientras yo permanecía en pie, el cochero saltó otra vez a su asiento y agitó las riendas; los caballos iniciaron la marcha, y desaparecieron debajo de una de aquellas negras aberturas con coche y
todo.
Permanecí en silencio donde estaba, porque realmente no sabía que hacer. No había señales de ninguna campana ni aldaba, y a través de aquellas ceñudas paredes y oscuras ventanas lo más probable
era que mi voz no alcanzara a penetrar. El tiempo que esperé me pareció infinito, y sentí cómo las dudas y los temores me asaltaban. ¿A qué clase de lugar había llegado, y entre qué clase de gente me encontraba? ¿En qué clase de lúgubre aventura me había embarcado? ¿Era aquél un incidente normal en la vida de un empleado del procurador enviado a explicar la compra de una propiedad en Londres a un extranjero? ¡Empleado del procurador! A Mina no le gustaría eso. Mejor procurador, pues justamente antes de abandonar Londres recibía la noticia de que mi examen había sido aprobado; ¡de tal modo que ahora yo ya era un procurador hecho y derecho!
Comencé a frotarme los ojos y a pellizcarme, para ver si estaba despierto. Todo me parecía como una horrible pesadilla, y esperaba despertar de pronto encontrándome en mi casa con la aurora luchando a través de las ventanas, tal como ya me había sucedido en otras ocasiones después de trabajar demasiado el día anterior. Pero mi carne respondió a la prueba del pellizco, y mis ojos no se dejaban engañar. Era indudable que estaba despierto y en los Cárpatos. Todo lo que podía hacer era tener paciencia y esperar a que llegara la aurora.
En cuanto llegué a esta conclusión escuché pesados pasos que se acercaban detrás de la gran puerta, y vi a través de las hendiduras el brillo de una luz que se acercaba. Se escuchó el ruido de cadenas que golpeaban y el chirrido de pesados cerrojos que se corrían. Una llave giró haciendo el conocido ruido producido por el largo desuso, y la inmensa puerta se abrió hacia adentro. En ella apareció un hombre alto, ya viejo, nítidamente afeitado, a excepción de un largo bigote blanco, y vestido de negro de la cabeza a los pies, sin ninguna mancha de color en ninguna parte. Tenía en la mano una antigua lámpara de plata, en la cual la llama se quemaba sin globo ni protección de ninguna clase, lanzando largas y ondulosas sombras al fluctuar por la corriente de la puerta abierta. El anciano me hizo un ademán con su mano derecha, haciendo un gesto cortés y hablando en excelente inglés, aunque con una entonación extraña:
—Bienvenido a mi casa. ¡Entre con libertad y por su propia voluntad!
No hizo ningún movimiento para acercárseme, sino que permaneció inmóvil como una estatua, como si su gesto de bienvenida lo hubiese fijado en piedra. Sin embargo, en el instante en que traspuse el umbral de la puerta, dio un paso impulsivamente hacia adelante y, extendiendo la mano, sujetó la mía con una fuerza que me hizo retroceder, un efecto que no fue aminorado por el hecho de que parecía fría como el hielo; de que parecía más la mano de un muerto que de un hombre vivo. Dijo otra vez:
—Bien venido a mi casa. Venga libremente, váyase a salvo, y deje algo de la alegría que trae consigo.
La fuerza del apretón de mano era tan parecida a la que yo había notado en el cochero, cuyo rostro no había podido ver, que por un momento dudé si no se trataba de la misma persona a quien le estaba hablando; así es que para asegurarme, le pregunté:
—¿El conde Drácula?
Se inclinó cortésmente al responderme.
—Yo soy Drácula; y le doy mi bienvenida, señor Harker, en mi casa. Pase; el aire de la noche está frío, y seguramente usted necesita comer y descansar.
Mientras hablaba, puso la lámpara sobre un soporte en la pared, y saliendo, tomó mi equipaje; lo tomó antes de que yo pudiese evitarlo. Yo protesté, pero él insistió:
—No, señor; usted es mi huésped. Ya es tarde, y mis sirvientes no están a mano. Deje que yo mismo me preocupe por su comodidad.
Insistió en llevar mis cosas a lo largo del corredor y luego por unas grandes escaleras de caracol, y a través de otro largo corredor en cuyo piso de piedra nuestras pisadas resonaban fuertemente. Al final de él abrió de golpe una pesada puerta, y yo tuve el regocijo de ver un cuarto muy bien alumbrado en el cual estaba servida una mesa para la cena, y en cuya chimenea un gran fuego de leños, seguramente recién llevados, lanzaba destellantes llamas.
El conde se detuvo, puso mis maletas en el suelo, cerró la puerta y, cruzando el cuarto, abrió otra puerta que daba a un pequeño cuarto octogonal alumbrado con una simple lámpara, y que a primera
vista no parecía tener ninguna ventana. Pasando a través de éste, abrió todavía otra puerta y me hizo
señas para que pasara. Era una vista agradable, pues allí había un gran dormitorio muy bien alumbrado y calentado con el fuego de otro hogar, que también acababa de ser encendido, pues los leños de encima todavía estaban frescos y enviaban un hueco chisporroteo a través de la amplia chimenea. El propio conde dejó mi equipaje adentro y se retiró, diciendo antes de cerrar la puerta:
—Necesitará, después de su viaje, refrescarse un poco y arreglar sus cosas. Espero que encuentre todo lo que desee. Cuando termine venga al otro cuarto, donde encontrará su cena preparada.
La luz y el calor de la cortés bienvenida que me dispensó el conde parecieron disipar todas mis antiguas dudas y temores. Entonces, habiendo alcanzado nuevamente mi estado normal, descubrí que estaba medio muerto de hambre, así es que me arreglé lo más rápidamente posible y entré en la otra habitación.
Encontré que la cena ya estaba servida. Mi anfitrión estaba en pie al lado de la gran fogata, reclinado contra la chimenea de piedra; hizo un gracioso movimiento con la mano, señalando la mesa, y dijo:
—Le ruego que se siente y cene como mejor le plazca. Espero que usted me excuse por no acompañarlo; pero es que yo ya comí, y generalmente no ceno.
Le entregué la carta sellada que el señor Hawkins me había encargado. Él la abrió y la leyó seriamente; luego, con una encantadora sonrisa, me la dio para que yo la leyera. Por lo menos un pasaje de ella me proporcionó gran placer:
"Lamento que un ataque de gota, enfermedad de la cual estoy constantemente sufriendo, me
haga absolutamente imposible efectuar cualquier viaje por algún tiempo; pero me alegra decirle que puedo enviarle un sustituto eficiente, una persona en la cual tengo la más completa confianza. Es un hombre joven, lleno de energía y de talento, y de gran ánimo y disposición. Es discreto y silencioso, y ha crecido y madurado a mi servicio. Estará preparado para atenderlo cuando usted guste durante su estancia en esa ciudad, y tomará instrucciones de usted en todos los asuntos."
El propio conde se acercó a mí y quitó la tapa del plato, y de inmediato ataqué un excelente pollo
asado. Esto, con algo de queso y ensalada, y una botella de Tokay añejo, del cual bebí dos vasos, fue mi cena. Durante el tiempo que estuve comiendo el conde me hizo muchas preguntas acerca de mi viaje, y yo le comuniqué todo lo que había experimentado.
Para ese tiempo ya había terminado la cena, y por indicación de mi anfitrión había acercado una silla al fuego y había comenzado a fumar un cigarro que él me había ofrecido al mismo tiempo que se excusaba por no fumar. Así tuve oportunidad de observarlo, y percibí que tenía una fisonomía de rasgos muy acentuados.
Su cara era fuerte, muy fuerte, aguileña, con un puente muy marcado sobre la fina nariz y las
ventanas de ella peculiarmente arqueadas; con una frente alta y despejada, y el pelo gris que le crecía escasamente alrededor de las sienes, pero profusamente en otras partes. Sus cejas eran muy espesas, casi se encontraban en el entrecejo, y con un pelo tan abundante que parecía encresparse por su misma profusión.
La boca, por lo que podí a ver de ella bajo el tupido bigote, era fina y tenía una apariencia más bien cruel, con unos dientes blancos peculiarmente agudos; éstos sobresalían sobre los labios, cuya notable rudeza mostraba una singular vitalidad en un hombre de su edad. En cuanto a lo demás, sus orejas eran pálidas y extremadamente puntiagudas en la parte superior; el mentón era amplio y fuerte, y las mejillas firmes, aunque delgadas. La tez era de una palidez extraordinaria.
Entre tanto, había notado los dorsos de sus manos mientras descansaban sobre sus rodillas a la luz del fuego, y me habían parecido bastante blancas y finas; pero viéndolas más de cerca, no pude evitar notar que eran bastante toscas, anchas y con dedos rechonchos. Cosa rara, tenían pelos en el centro de la palma. Las uñas eran largas y finas, y recortadas en aguda punta. Cuando el conde se inclinó hacia mí y una de sus manos me tocó, no pude reprimir un escalofrío. Pudo haber sido su aliento, que era fétido, pero lo cierto es que una terrible sensación de náusea se apoderó de mí, la cual, a pesar del esfuerzo que hice, no pude reprimir. Evidentemente, el conde, notándola, se retiró, y con una sonrisa
un tanto lúgubre, que mostró más que hasta entonces sus protuberantes dientes, se sentó otra vez en su propio lado frente a la chimenea. Los dos permanecimos silenciosos unos instantes, y cuando miró hacia la ventana vi los primeros débiles fulgores de la aurora, que se acercaba. Una extraña quietud parecía envolverlo todo; pero al escuchar más atentamente, pude oír, como si proviniera del valle situado más abajo, el aullido de muchos lobos. Los ojos del conde destellaron, y dijo:
—Escúchelos. Los hijos de la noche. ¡Qué música la que entonan!
Pero viendo, supongo, alguna extraña expresión en mi rostro, se apresuró a agr egar:
—¡Ah, sir! Ustedes los habitantes de la ciudad no pueden penetrar en los sentimientos de un cazador.
Luego se incorporó, y dijo:
—Pero la verdad es que usted debe estar cansado. Su alcoba esta preparada, y mañana podrá dormir tanto como desee. Estaré ausente hasta el atardecer, así que ¡duerma bien, y dulces sueños!
Con una cortés inclinación, él mismo me abrió la puerta que comunicaba con el cuarto octogonal, y entró en mi dormitorio.
Estoy desconcertado. Dudo, temo, pienso cosas extrañas, y yo mismo no me atrevo a confesarme a mi propia alma. ¡Que Dios me proteja, aunque sólo sea por amor a mis seres queridos!
7 de may o. Es otra vez temprano por la mañana, pero he descansado bien las últimas 24 horas. Dormí hasta muy tarde, entrado el día. Cuando me hube vestido, entré al cuarto donde habíamos cenado la noche anterior y encontré un desayuno frío que estaba servido, con el café caliente debido a que la cafetera había sido colocada sobre la hornalla. Sobre la mesa había una tarjeta en la cual estaba es crito lo siguiente:
"Tengo que ausentarme un tiempo. No me espere. D."
Me senté y disfruté de una buena comida. Cuando hube terminado, busqué una campanilla, para hacerles saber a los sirvientes que ya había terminado, pero no pude encontrar ninguna. Ciertamente en la casa hay algunas deficiencias raras, especialmente si se consideran las extraordinarias muestras de opulencia que me rodean. El servicio de la mesa es de oro, y tan bellamente labrado que debe ser de un
valor inmenso. Las cortinas y los forros de las sillas y los sofás, y los cobertores de mi cama, son de las más costosas y bellas telas, y deben haber sido de un valor fabuloso cuando las hicieron, pues parecen tener varios cientos de años, aunque se encuentran todavía en buen estado.
Vi algo parecido a ellas en Hampton Court, pero aquellas estaban usadas y rasgadas por las polillas. Pero todavía en ningún cuarto he encontrado un espejo. Ni siquiera hay un espejo de mano en mi mesa, y para poder afeitarme o peinarme me vi obligado a sacar mi pequeño espejo de mi maleta. Todavía no he visto tampoco a ningún sirviente por ningún lado, ni he escuchado ningún otro ruido cerca del castillo, excepto el aullido de los lobos. Poco tiempo después de que hube terminado mi comida (no sé cómo llamarla, si desayuno o cena, pues la tomé entre las cinco y las seis de la tarde) busqué algo que leer, pero no quise deambular por el castillo antes de pedir permiso al conde. En el cuarto no pude encontrar absolutamente nada, ni libros ni periódicos ni nada impreso, así es que abrí otra puerta del cuarto y encontré una especie de biblioteca. Traté de abrir la puerta opuesta a la mía, pero la encontré cerrada con llave.
En la biblioteca encontré, para mi gran regocijo, un vasto número de libros en inglés, estantes enteros llenos de ellos, y volúmenes de periódicos y revistas encuadernados. Una mesa en el centro estaba llena de revistas y periódicos ingleses, aunque ninguno de ellos era de fecha muy reciente. Los libros eran de las más variadas clases: historia, geografía, política, economía política, botánica, biología, derecho, y todos refiriéndose a Inglaterra y a la vida y costumbres inglesas. Había incluso libros de referencia tales como el directorio de Londres, los libros "Rojo" y "Azul", el almanaque de Whitaker, los catálogos del Ejército y la Marina, y, lo que me produjo una gran alegría ver, el catálogo de Leyes.
Mientras estaba viendo los libros, la puerta se abrió y entró el conde. Me saludó de manera muy efusiva y deseó que hubiese tenido buen descanso durant e la noche.
Luego, continuó:
—Me agrada que haya encontrado su camino hasta aquí, pues estoy seguro que aquí habrá
muchas cosas que le interesarán. Estos compañeros —dijo, y puso su mano sobre unos libros han sido muy buenos amigos míos, y desde hace algun os años, desde que tuve la idea de ir a Londres, me han dado muchas, muchas horas de placer. A través de ellos he aprendido a conocer a su gran Inglaterra; y conocerla es amarla. Deseo vehemente caminar por las repletas calles de su poderoso Londres; estar en medio del torbellino y la prisa de la humanidad, compartir su vida, sus cambios y su muerte, y todo lo que la hace ser lo que es. Pero, ¡ay!, hasta ahora sólo conozco su lengua a través de libros. A usted, mi amigo, ¿le parece que sé bien su idioma?
—Pero, señor conde —le dije —, ¡usted sabe y habla muy bien el inglés!
Hizo una grave reverencia.
—Le doy las gracias, mi amigo, por su demasiado optimista estimación; sin embargo, temo que me encuentro apenas comenzando el camino por el que voy a viajar. Verdad es que conozco la gramática y el vocabulario, pero todavía no me expreso con fluidez.
—Insisto —le dije— en que usted habla en forma excelente.
—No tanto —respondió él—. Es decir, yo sé que si me desenvolviera y hablara en su Londres, nadie allí hay que no me tomara por un extranjero. Eso no es suficiente para mí. Aquí soy un noble, soy un boyar; la gente común me conoce y yo soy su señor. Pero un extranjero en una tierra extranjera, no es nadie; los hombres no lo conocen, y no conocer es no importar. Yo estoy contento si soy como el resto, de modo que ningún hombre me pare si me ve, o haga una pausa en sus palabras al escuchar mi voz, diciendo: "Ja, ja, ¡un extranjero!" He sido durante tanto tiempo un señor que seré todavía un señor, o por lo menos nadie prevalecerá sobre mí. Usted no viene a mí solo como agente de mi amigo Peter Hawkins, de Exéter, a darme los detalles acerca de mi nueva propiedad en Londres. Yo espero que usted se quede conmigo algún tiempo, para que mediante muestras conversaciones yo pueda aprender el acento inglés;
y me gustaría mucho que usted me dijese cuando cometo un error, aunque sea el más pequeño, al hablar. Siento mucho haber tenido que ausentarme durante tanto tiempo hoy, pero espero que usted perdonará a alguien que tiene tantas cosas importantes en la mano.
Por supuesto que yo dije todo lo que se puede decir acerca de tener buena voluntad, y lepregunté si podía entrar en aquel cuarto cuando quisiese. Él respondió que sí, y agregó:
—Puede usted ir a donde quiera en el castillo, excepto donde las puertas están cerradas con llave, donde por supuesto usted no querrá ir. Hay razón para que todas las cosas sean como son, y si usted viera con mis ojos y supiera con mi conocimiento, posiblemente entendería mejor.
Yo le aseguré que así sería, y él continuó:
—Estamos en Transilvania; y Transilvania no es Inglaterra. Nuestra manera de ser no es como su manera de ser, y habrá para usted muchas cosas extrañas. Es más, por lo que usted ya me ha contado de sus experiencias, ya sabe algo de qué cosas extrañas pueden ser.
Esto condujo a mucha conversación; y era evidente que él quería hablar aunque sólo fuese por hablar. Le hice muchas preguntas relativas a cosas que ya me habían pasado o de las cuales yo ya había tomado nota. Algunas veces esquivó el tema o cambió de conversación simulando no entenderme; pero generalmente me respondió a todo lo que le pregunté de la manera más franca. Entonces, a medida que pasaba el tiempo y yo iba entrando en más confianza, le pregunté acerca de algunos de los sucesos extraños de la noche anterior, como por ejemplo, por qué el cochero iba a los lugares a donde veía la
llama azul. Entonces él me explicó que era creencia común que cierta noche del año (de hecho la noche pasada, cuando los malos espíritus, según se cree, tienen ilimitados poderes) aparece una llama azul en cualquier lugar donde haya sido escondido algún tesoro.
Que hayan sido escondidos tesoros en la región por la cual usted pasó anoche —continuó él—, es cosa que está fuera de toda duda. Esta ha sido tierra en la que han peleado durante siglos los
valacos, los sajones y los turcos. A decir verdad, sería difícil encontrar un pie cuadrado de tierra en esta región que no hubiese sido enriquecido por la sangre de hombres, patriotas o invasores. En la antigüedad hubo tiempos agitados, cuando los austriacos y húngaros llegaban en hordas y los patriotas salían a enfrentárseles, hombres y mujeres, ancianos y niños, esperaban su llegada entre las rocas arriba de los desfiladeros para lanzarles destrucción y muerte a ellos con sus aludes artificiales. Cuando los invasores triunfaban encontraban muy poco botín, ya que todo lo que había era escondido en la amable tierra.
—¿Pero cómo es posible —pregunté yo— que haya pasado tanto tiempo sin ser descubierto, habiendo una señal tan certera para descubrirlo, bastando con que el hombre se tome el trabajo solo de mirar?
El conde sonrió, y al correrse sus labios hacia atrás sobre sus encías, los caninos, largos y agudos, se mostraron insólitamente. Respondió:
—¡Porque el campesino es en el fondo de su corazón cobarde e imbécil! Esas llamas sólo aparecen en una noche; y en esa noche ningún hombre de esta tierra, si puede evitarlo, se atreve siquiera a espiar por su puerta. Y, mi querido señor, aunque lo hiciera, no sabría qué hacer. Le aseguro que ni siquiera el campesino que usted me dijo que marcó los lugares de la llama sabrá donde buscar durante el día, por el trabajo que hizo esa noche. Hasta usted, me atrevo a afirmar, no sería capaz de encontrar esos lugares otra vez. ¿No es cierto?
—Sí, es verdad —dije yo—. No tengo ni la más remota idea de donde podría buscarlos.
Luego pasamos a otros temas.
—Vamos —me dijo al final —, cuénteme de Londres y de la casa que ha comprado a mi nombre.
Excusándome por mi olvido, fui a mi cuarto a sacar los papeles de mi portafolios. Mientras los estaba colocando en orden, escuché un tintineo de porcelana y plata en el otro cuarto, y al atravesarlo, noté que la mesa había sido arreglada y la lámpara encendida, pues para entonces ya era bastante tarde. También en el estudio o biblioteca estaban encendidas las lámparas, y encontré al conde yaciendo en el sofá, leyendo, de todas las cosas en el mundo, una Guía Inglesa de Bradshaw. Cuando yo entré, él quitó los libros y papeles de la mesa; y entonces comencé a explicarle los planos y los hechos, y los números. Estaba interesado por todo, y me hizo infinidad de preguntas relacionadas con el lugar y sus alrededores. Estaba claro que él había estudiado de antemano todo lo que podía esperar en cuanto al tema de su vecindario, pues evidentemente al final él sabía mucho más que yo. Cuando yo le señalé eso, respondió:
—Pero, mi amigo, ¿no es necesario que sea así? Cuando yo vaya allá estaré completamente solo, y mi amigo Harker Jonathan, no, perdóneme, caigo siempre en la costumbre de mi país de poner primero su nombre patronímico; así pues, mi amigo Jonathan Harker no va a estar a mi lado para corregirme y ayudarme. Estaré en Exéter, a kilómetros de distancia, trabajando probablemente en papeles de la ley con mi otro amigo, Peter Hawkins. ¿No es así?
Entramos de lleno al negocio de la compra de la propiedad en Purfleet. Cuando le hube explicado
los hechos y ya tenía su firma para los papeles necesarios, y había escrito una carta con ellos para enviársela al señor Hawkins, comenzó a preguntarme cómo había encontrado un lugar tan apropiado. Entonces yo le leí las notas que había hecho en aquel tiempo, y las cuales transcribo aquí:
"En Purfleet, al lado de la carretera, me encontré con un lugar que parece ser justamente el requerido, y donde había expuesto un rótulo que anunciaba que la propiedad estaba en venta. Está rodeado de un alto muro, de estructura antigua, construido de pesadas piedras, y que no ha sido reparado durante un largo número de años. Los portones cerrados son de pesado roble viejo y hierro, todo carcomido por el moho.
"La propiedad es llamada Carfax, que sin duda es una corrupción del antiguo Quatre Face, ya que la casa tiene cuatro lados, coincidiendo con los puntos cardinales. Contiene en total unos veinte acres, completamente rodeados por el sólido muro de piedra arriba mencionado. El lugar tiene muchos árboles, lo que le da un aspecto lúgubre, y también hay una poza o pequeño lago, profundo, de apariencia oscura, evidentemente alimentado por algunas fuentes, ya que el agua es clara y se desliza en una corriente bastante apreciable. La casa es muy grande y de todas las épocas pasadas, diría yo, hasta
los tiempos medievales, pues una de sus partes es de piedra sumamente gruesa, con solo unas pocas ventanas muy arriba y pesadamente abarrotadas con hierro.
“Parece una parte de un castillo, y está muy cerca a una vieja capilla o iglesia. No pude entrar en ella, pues no tenía la llave de la puerta que conducía a su interior desde la casa, pero he tomado con mi kodak vistas desde varios puntos. La casa ha sido agregada, pero de una manera muy rara, y solo puedo adivinar aproximadamente la extensión de tierra que cubre, que debe ser mucha. Sólo hay muy pocas casas cercanas, una de ellas es muy larga, recientemente ampliada, y acondicionada para servir de asilo privado de lunáticos. Sin embargo, no es visible desde el terreno.
Cuando hube terminado, el conde dijo:
—Me alegra que sea grande y vieja. Yo mismo provengo de una antigua familia, y vivir en una casa nueva me mataría. Una casa no puede hacerse habitable en un día, y, después de todo, qué pocos son los días necesarios para hacer un siglo. También me regocija que haya una capilla de tiempos ancestrales. Nosotros, los nobles transilvanos, no pensamos con agrado que nuestros huesos puedan algún día descansar entre los muertos comunes. Yo no busco ni la alegría ni el júbilo, ni la brillante voluptuosidad de muchos rayos de sol y aguas centelleantes que agradan tanto a los jóvenes alegres. Yo ya no soy joven; y mi corazón, a través de los pesados años de velar sobre los muertos, ya no está dispuesto para el regocijo. Es más: las murallas de mi castillo están quebradas; muchas son las sombras,
y el viento respira frío a través de las rotas murallas y casamatas. Amo la sombra y la oscuridad, y prefiero, cuando puedo, estar a solas con mis pensamientos.
De alguna forma sus palabras y su mirada no parecían estar de acuerdo, o quizá era que la expresión de su rostro hacía que su sonrisa pareciera maligna y saturnina.
Al momento, excusándose, me dejó, pidiéndome que recogiera todos mis papeles. Había estado ya un corto tiempo ausente, y yo comencé a hojear algunos de los libros que tenía más cerca. Uno era un atlas, el cual, naturalmente, estaba abierto en Inglaterra, como si el mapa hubiese sido muy usado. Al mirarlo encontré ciertos lugares marcados con pequeños anillos, y al examinar éstos noté que uno estaba cerca de Londres, en el lado este, manifiestamente donde su nueva propiedad estaba situada. Los otros dos eran Exéter y Whitby, en la costa de Yorkshire.
Transcurrió aproximadamente una hora antes de que el conde regresara.
—¡Ajá! —dijo él—, ¿todavía con sus libros? ¡Bien! Pero no debe usted trabajar siempre. Venga; me han dicho que su cena ya esta preparada.
Me tomó del brazo y entramos en el siguiente cuarto, donde encontré una excelente cena ya dispuesta sobre la mesa. Nuevamente el conde se disculpó, ya que había cenado durante el tiempo que había estado fuera de casa. Pero al igual que la noche anterior, se sentó y charló mientras yo comía. Después de cenar yo fumé, e igual a la noche previa, el conde se quedó conmigo, charlando y haciendo preguntas sobre todos los posibles temas, hora tras hora. Yo sentí que ya se estaba haciendo muy tarde, pero no dije nada, pues me sentía con la obligación de satisfacer los deseos de mi anfitrión en cualquier forma posible. No me sentía soñoliento, ya que la larga noche de sueño del día anterior me había fortalecido; pero no pude evitar experimentar ese escalofrío que lo sobrecoge a uno con la llegada de la aurora, que es a su manera, el cambio de marea. Dicen que la gente que está agonizando muere generalmente con el cambio de la aurora o con el cambio de la marea; y cualquiera que haya estado cansado y obligado a mantenerse en su puesto, ha experimentado este cambio en la atmósfera y puede creerlo. De pronto, escuchamos el cántico de un gallo, llegando con sobrenatural estridencia a través de la clara mañana; el conde Drácula saltó sobre sus pies, y dijo:
—¡Pues ya llegó otra vez la mañana! Soy muy abusivo obligándole a que se quede despierto tanto tiempo. Debe usted hacer su conversación acerca de mi querido nuevo país Inglaterra menos interesante, para que yo no olvide cómo vuela el tiempo entre nosotros.
Y dicho esto, haciendo una reverencia muy cortés, se alejó rápidamente.
Yo entré en mi cuarto y abrí las cortinas, pero había poco que observar; mi ventana daba al patio central, y todo lo que pude ver fue el caluroso gris del cielo despejado. Así es que volví a cerrar las ventanas, y he escrito lo relativo a este día.

Drácula de Bram Stocker

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Dracula, Prince of Darkness

TITULO ORIGINAL
Dracula, Prince of Darkness
AÑO
1958
DURACIÓN
90 min.
Trailers/Vídeos
PAÍS
Reino Unido
DIRECTOR
Terence Fisher
GUIÓN
John Sansom
MÚSICA
James Bernard
FOTOGRAFÍA
Michael Reed
REPARTO
Christopher Lee, Barbara Shelley, Andrew Keir, Francis Matthews, Suzan Farmer, Charles Tingwell, Thorley Walters, Philip Latham, Walter Brown, George Woodbridge, Jack Lambert, Philip Ray
PRODUCTORA
Hammer Films
GÉNERO Y CRÍTICA
Terror. Secuela de "Horror of Dracula" / Sinopsis: Una alegre expedición con destino a las montañas recibe un extraño aviso por parte del padre Sandor, el abad de Kleinberg, advirtiéndoles de no seguir adelante. A pesar del aviso, los Kent prosiguen su viaje. Al anochecer, su aterrado cochero se niega a seguir avanzando en la oscuridad y los abandona en medio del bosque. Su suerte parece cambiar cuando aparece un misterioso carruaje negro y los traslada a un enorme y misterioso castillo donde reciben la hospitalidad del conde Drácula... (Filmaffinity)











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Bram Stoker's Dracula


Drácula de Bram Stoker
TITULO ORIGINAL
Bram Stoker's Dracula
AÑO
1992
DURACIÓN
130 min.
Trailers/Vídeos
PAÍS
Estados Unidos
DIRECTOR
Francis Ford Coppola
GUIÓN
James V. Hart (Novela: Bram Stocker)
MÚSICA
Wojciech Kilar
FOTOGRAFÍA
Michael Ballhaus
REPARTO
Gary Oldman, Anthony Hopkins, Winona Ryder, Keanu Reeves, Cary Elwes, Monica Bellucci, Sadie Frost, Tom Waits
PRODUCTORA
Columbia / Zoetrope
GÉNERO Y CRÍTICA
1992: 3 Oscar: vestuario, maquillaje, efectos de sonido. 4 Nominaciones / Terror. Romance. Vampiros / SINOPSIS: Jonathan Harker es un joven abogado que viaja a un castillo perdido en el este de Europa, siendo allí capturado por el conde Drácula, que viajará hasta Londres inspirado por una fotografía de la prometida de Harker, Mina. Ya en Inglaterra, el conde iniciará su intento de conquista y reinado de seducción y terror, absorbiendo la vida de la mejor amiga de Mina, Lucy. (Filmaffinity)














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