Las brujas de Eastwick (1987)


Las brujas de Eastwick

Film de George Miller

Novela de John Updike


Los amantes de Alexandra, en los años que siguieron a su divorcio, habían sido generalmente maridos descarriados por las mujeres que los poseían. Su propio ex marido, Oswald Spofford, descansaba en una jarra con tapadera de rosca en un estante alto de la cocina, convertido en polvo multicolor. A esto le había reducido ella al manifestarse sus poderes después de su traslado a Eastwick desde Norwich, Connecticut. Ozzie lo sabía todo acerca del metal cromado y había pasado de una fábrica de accesorios de aquella montañosa ciudad, con sus innumerables iglesias blancas y desconchadas, a una industria rival instalada en un bloque de un kilómetro de longitud en el sur de Providence, entre la extraña variedad industrial de este pequeño Estado. Se habían trasladado hacía siete años. Aquí, en Rhode Island, sus poderes se habían dilatado como gas en el vacío, y había reducido a su querido Ozzie, mientras éste iba y volvía diariamente de su trabajo por la carretera 4, primero al tamaño de un simple hombre, al desprenderse de él la coraza de protector patriarcal bajo el aire salobre y corrosivo de la belleza maternal de Eastwick, y después al tamaño de un niño, cuando sus necesidades crónicas y la igualmente crónica aceptación de las soluciones de ella le convirtieron en un ser lastimoso y manejable. Perdió todo contacto con el universo en expansión de su mujer. Se había interesado demasiado en las actividades de la Liga Infantil de sus hijos y del equipo de bolos de su Compañía. Al aceptar Alexandra un amante, y después varios de ellos, el marido cornudo se encogió aún más, hasta alcanzar las dimensiones y la sequedad de un muñeco que yacía con ella por la noche, en el gran lecho acogedor, como un leño pintado, tomado de un tenderete en la orilla de la carretera, o como un pequeño caimán disecado. Y cuando se divorciaron, el antiguo amo y señor se había convertido en puro polvo —materia en el lugar inadecuado, como lo había definido ingeniosamente la madre de ella mucho tiempo atrás—, un polvo policromo que ella había barrido y guardado en una jarra como recuerdo.


Las otras brujas habían experimentado transformaciones similares en sus matrimonios: el ex marido de Jane Smart estaba colgado en el sótano de su casa de un solo piso, entre las hierbas secas y las plantas medicinales, y era ocasionalmente echado a pulgaradas en un filtro para hacerlo más picante; y Sukie Rougemont había conservado el suyo en plástico y lo empleaba como tapete. Esto había ocurrido hacía poco tiempo; Alexandra podía todavía imaginarse a Monty en los cócteles, con su chaqueta blanca de algodón y sus pantalones de un verde de perejil, explicando a gritos los detalles del partido de golf del día y despotricando contra las lentas parejas femeninas que les habían tenido entretenidos durante todo el día sin invitarles siquiera a jugar. Odiaba a las mujeres dominantes: a los gobernadores hembras, a las histéricas que protestaban contra la guerra, a las «doctoras», a Lady Bird Johnson, incluso a Lynda Bird y a Luci Baines. Consideraba que eran unas arpías. Monty mostraba unos dientes maravillosos cuando vociferaba, largos y muy iguales pero no falsos, y, desnudo, resultaba bastante atractivo, con sus delgadas piernas azuladas, mucho menos musculosas que sus morenos antebrazos de golfista. Pero sus nalgas tenían la arrugada flaccidez propia de la carne ablandada de las mujeres maduras. Había sido uno de los primeros amantes de Alexandra. Ahora, a ésta le resultaba extraño y extrañamente satisfactorio dejar una taza del negro café de Sukie sobre un tapete de plástico reluciente y marcarlo con un círculo sabuloso.


La atmósfera de Eastwick daba poder a las mujeres. Alexandra no había sentido nunca nada igual, salvo, quizás, en un rincón de Wyoming por el que había pasado en automóvil con sus padres cuando tenía unos once años. La habían bajado del coche para hacer pipí detrás de una salvia, y, al ver cómo la tierra seca de aquellas alturas se humedecía momentáneamente con una mancha oscura, había pensado: No importa; se evaporará. La Naturaleza lo absorbe todo. Había conservado siempre esta impresión de la infancia, junto con el sabor dulce de la salvia en aquel momento pasado en la orilla de la carretera. Eastwick, a su vez, era en todo momento besada por el mar. Dock Street, con sus tiendas de moda iluminadas con velas aromáticas y sus escaparates de cristal pintado para atraer a los turistas de verano, y su típico restaurante con muebles de aluminio junto a una panadería, y su barbería junto a una tienda de marcos, y su pequeña redacción de un periódico y su grande y oscura quincallería propiedad de unos armenios, era salpicada por el agua de mar que lamía y golpeaba las atarjeas y los pilotes sobre los que estaba en parte construida la calle, de manera que un brillo voluble de agua marina resplandecía y temblaba sobre las caras de las matronas de la localidad que salían de «Bay Superette» cargadas con latas de zumo de naranja y de leche desnatada, y carne para el almuerzo y pan integral y cigarrillos con filtro. El verdadero supermercado, donde se hacía la compra para la semana, estaba tierra adentro, en la parte de Eastwick que había sido campos de labranza; aquí, en el siglo XVIII, los aristocráticos plantadores, ricos en ganado y en esclavos, solían hacer visitas sociales a caballo, precedidos de un esclavo que corría para abrir, uno tras otro, los portillos de las vallas. Ahora, sobre las hectáreas asfaltadas del aparcamiento del barrio comercial, los gases que salían de los tubos de escape teñían con vapores plomizos un aire que, en remotos tiempos, había sido oxigenado por los campos de coles y patatas. Donde había florecido durante generaciones el maíz, este notable artefacto agrícola de los indios, pequeñas fábricas sin ventanas, con nombres tales como «Dataprobe» y «Computech», manufacturaban misterios de componentes tan finos que los obreros llevaban gorras de plástico para evitar que la caspa cayese en las pequeñas obras electromecánicas. (Fragmento)


John Updike, Las brujas de Eastwick



The Witches of Eastwick de George Miller


Año: 1987

Duración: 121 min.

País: Estados Unidos

Director: George Miller

Guión: Michael Cristofer (Novela: John Updike)

Música: John Williams

Fotografía: Vilmos Zsigmond

Reparto: Jack Nicholson, Michelle Pfeiffer, Cher, Susan Sarandon, Veronica Cartwright, Richard Jenkins

Productora: Warner Bros. Pictures

Sinopsis: Jane (Sarandon), Sukie (Pfeiffer) y Alexandra (Cher) son tres especiales, modernas y aburridas mujeres de la pequeña población de Eastwick, en Nueva Inglaterra. Hartas de esperar al hombre capaz de satisfacerlas, una noche de lluvia se reúnen, y de forma inocente, invocan al hombre perfecto. Pronto, descubren sus extraordinarios poderes, cuando llega a la ciudad el diabólico y seductor Daryl Van Horne (Nicholson)... (Filmaffinity)


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El conformista (1970)



El conformista

Film Bernardo Bertolucci

Novela Alberto Moravia



“Durante su niñez, Marcello sintióse fascinado por los objetos como una garza. Tal vez porque en su casa, y más por indiferencia que por austeridad, sus padres no pensaron jamás en satisfacer su instinto de propiedad; o quizá porque la avidez ocultaba en él otros instintos más profundos y aún oscuros; sentíase asaltado continuamente por unas ansias furiosas hacia los objetos más diversos. Un lápiz con goma de borrar en una punta, un libro ilustrado, una honda, una regla, un tintero portátil de ebonita, cualquier fruslería exaltaba su ánimo, primero con un deseo intenso e irracional de la cosa ambicionada, y luego, una vez que tal cosa había entrado en su posesión, con una estupefacta, hechizada e insaciable complacencia. Marcello tenía en su casa toda una estancia para él, en la que dormía y estudiaba. En ella, todos los objetos esparcidos sobre la mesa o enterrados en los cajones tenían para él carácter de cosas aún sagradas o que apenas habían perdido aún su carácter sagrado, según su adquisición fuese reciente o antigua. En suma, no eran objetos semejantes a los otros que se encontraban en casa, sino más bien retazos de una experiencia por hacer o ya realizada, cargada por completo de pasión y oscuridad. A su modo, Marcello se daba cuenta de este carácter singular de la propiedad, y, al mismo tiempo que le proporcionaba un goce inefable, sufría por ello como por un pecado que se renovaba continuamente y no le dejaba ni siquiera el tiempo de sentir remordimiento.

Pero, entre todos los objetos, los que lo atraían de una manera especial, tal vez porque le estaban prohibidos, eran las armas. Pero no ya las armas fingidas con que jugaban los niños, los fusiles de madera o metal, las pistolas con detonadores o los puñales de madera, sino las armas de verdad, en las cuales la idea de la amenaza, del peligro y de la muerte, no está confiada a una mera semejanza de formas, sino que constituye la razón primera y última de su existencia. Con la pistola de los niños se jugaba a la muerte sin posibilidad alguna de provocarla en realidad, mientras que con las pistolas de los mayores, la muerte no sólo era posible, sino inminente, como una tentación frenada sólo por la prudencia. Marceno había tenido a veces entre sus manos estas armas de verdad: un fusil de caza en el campo y la vieja pistola de su padre, que éste, un día, le mostrara en un cajón, y una y otra vez había sentido un escalofrío de comunicación, como si su mano hubiese encontrado, al fin, una prolongación natural en la culata del arma.

Marcello tenía muchos amigos entre los niños del barrio, y no tardó en darse cuenta de que su afición a las armas tenía unos orígenes más profundos y oscuros que sus inocentes inclinaciones militares. Jugaban a los soldados fingiendo crueldad y ferocidad, pero en realidad persiguiendo el juego por amor al juego e imitando aquellas crueles actitudes, sin participar realmente en las mismas. En cambio, en él ocurría lo contrario: la crueldad y la ferocidad buscaban una válvula de escape en el juego de los soldados, y, a falta de éste, en otros pasatiempos que implicaban el gusto por la destrucción y la muerte. En aquel tiempo, Marcello era cruel de una manera natural, sin remordimiento ni vergüenza, porque sólo la crueldad le proporcionaba unos placeres que no le parecían insípidos, y esta crueldad era aún lo bastante pueril como para no despertar sospechas en sí mismo ni en los demás. Por ejemplo, bajaba al jardín a una hora cálida de aquellos inicios del verano. Era un jardín pequeño, pero exuberante, en el que, con gran desorden, crecían numerosos árboles y plantas abandonados durante años a su talante natural. Marcello bajaba al jardín armado de un junco seco, delgado y flexible, que había arrancado, en la buhardilla, de un viejo sacudidor de alfombras; y durante unas momentos daba vueltas entre las sombras caprichosas de los árboles y los ardientes rayos del sol, por senderos de grava, observando las plantas. Notaba que sus ojos centelleaban, que todo el cuerpo se le abría a una sensación de bienestar, que parecía confundirse con la vitalidad general del jardín exuberante y lleno de luz, y se sentía feliz. Pero con una felicidad agresiva y cruel, casi deseosa de parangonarse con la desgracia de los demás. Cuando veía en medio de un arriate una bonita mata repleta de margaritas blancas y amarillas, o bien un tulipán de corola roja erguida sobre el verde tallo, o una planta silvestre de flores altas, blancas y carnosas, Marcello hacía vibrar enérgicamente el junco, que silbaba en el aire como una espada. El junco cortaba en seco flores y hojas, que caían limpiamente a tierra junto a la planta, dejando rígidos los decapitados tallos. Al actuar así experimentaba un incremento de vitalidad y casi la deliciosa complacencia que inspira la descarga de una energía largo tiempo reprimida; pero, al mismo tiempo, sentía una confusa sensación de poder y justicia. Como si aquellas plantas hubiesen sido culpables y él hubiera tenido en sus manos el poder para castigarlas. Mas no le era del todo desconocido el carácter prohibido y culpable de este pasatiempo. De vez en cuando, y a pesar suyo, dirigía furtivas miradas a la villa, temeroso de que su madre, desde la ventana del salón o la cocinera desde la cocina, pudieran observarlo. Y se daba cuenta de que temía no tanto el reproche cuanto el simple testimonio de hechos que él mismo consideraba anormales y misteriosamente manchados de culpabilidad.” (Fragmento)


Alberto Moravia, El conformista

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Il conformista / Bernardo Bertolucci


Año 1970

Duración 108 min

País Italia

Director Bernardo Bertolucci

Guión Bernardo Bertolucci (Novela: Alberto Moravia)

Música Georges Delerue

Fotografía Vittorio Storaro

Reparto Jean-Louis Trintignant, Stefania Sandrelli, Dominique Sanda, Pierre Clémenti, Gastone Moschin, Enzo Tarascio, Fosco Giachetti, Jose Quaglio

Productora Coproducción Italia-Francia; Mars Films Produzione / Marianne Productions.

Sinopsis: Cuando tenía 13 años Marcello Clerici le disparó a Lino, un homosexual adulto que intentó seducirlo. Años más tarde, Clerici es un respetado ciudadano, profesor de filosofía y va a casarse con Giulia. Pero Clerici se ha vuelto fascista, tiene contactos con el servicio secreto, y está dispuesto a combinar su luna de miel en París con un atentado a un exiliado político italiano que había sido profesor suyo. (Filmaffinity)


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El hombre que quiso ser rey (1975)



El hombre que quiso ser rey

Film John Huston

Cuento Rudyard Kipling



Hermano de un príncipe y amigo de un mendigo con tal de que sea digno


La Ley, como dice la cita, establece una justa norma de vida que no es fácil de seguir. He sido muchas veces amigo de un mendigo, en circunstancias que a ambos nos impedían descubrir si el otro era digno. Todavía me falta ser hermano de un príncipe, aunque en una ocasión conocí de cerca a quien pudo haber sido un verdadero rey, y me prometieron la posesión de un reino: un ejército, un tribunal de justicia, rentas y principios políticos, todo de una vez. Pero ahora mucho me temo que mi rey esté muerto, y si quiero una corona tengo que buscarla por mi cuenta.

Todo empezó en un tren que hacía el camino entre Ajmir y Mhow. Un déficit de presupuesto me obligaba a viajar no ya en segunda clase, que sólo cuesta la mitad que la primera, sino en intermedia, que es realmente espantosa. En clase intermedia no hay cojines y, o bien la población es intermedia, es decir, eurasiática o nativa, lo cual resulta horrible durante un largo viaje nocturno, o bien se trata de una población de vagos, que es divertida pero que siempre anda ebria. Los de intermedia no compran nada en la cantina del tren. Llevan su propia comida en hatillos y tarros, y les compran dulces a los vendedoresnativos, y beben agua en los charcos del camino. Éste es el motivo de que cuando llega el calor saquen a los de intermedia muertos de los vagones, y de que en cualquier estación la gente los mire por encima del hombro.

Mi vagón de intermedia estuvo vacío hasta que llegamos a Nasirabad, donde subió un caballero de oscuras y pobladas cejas negras. Iba en mangas de camisa, y mató el tiempo según la costumbre de los de intermedia. Era un viajero errante, un vagabundo como yo mismo, pero con una educada afición por el whisky. Contó historias sobre cosas que había visto y hecho, remotos rincones del Imperio en los que se había internado" y aventuras en las que había arriesgado su vida por la comida de unos pocos días.

-Si la India estuviera llena de hombres como usted y como yo, que no saben mejor que los cuervos de dónde van a sacar las raciones del día siguiente, la tierra no tendría que dar setenta millones, sino setecientos -dijo; y al mirarle la boca y el mentón me sentí inclinado a estar de acuerdo con él.

Hablamos de política -la política de la vagancia, que ve el envés de las cosas, donde nadie allana la escayola- y hablamos de acuerdos postales, porque mi amigo quería enviar un telegrama desde la siguiente estación con destino a Ajmir, el lugar donde la línea de Bombay se desvía hacia Mhow cuando uno viaja en dirección oeste. Mi amigo no tenía más dinero que ocho annas, que quería para comer, y yo no tenía dinero en absoluto, debido a las dificultades de presupuesto antes mencionadas. Más aún, iba hacia un desierto donde, aunque debería seguir en contacto con la Tesorería, no había oficinas de Telégrafos. Me veía, por lo tanto, imposibilitado para ayudarle de una u otra manera.

(Fragmento)

Rudyard Kipling, El hombre que quiso ser rey

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The man who would be king / John Huston


Año 1975

Director John Huston

Guión John Huston & Gladys Hill (Historia: Rudyard Kipling)

Música Maurice Jarre

Fotografía Oswald Morris

Reparto Sean Connery, Michael Caine, Christopher Plummer, Saeed Jaffrey, Doghmi Larbi, Shakira Caine, Karroom Ben Bouih, Jack May, Mohammed Shamsi, Albert Moses, Paul Antrim, Graham Acres

Productora Columbia Pictures

Sinopsis: Danny Dravo y Peachy Carnehan son dos aventureros trotamundos en la India de 1880. Sobreviven gracias al contrabando de armas, de mercancías y otras dudosas actividades. Un día deciden hacer fortuna en el legendario reino de Kafiristán. Después de un duro viaje a través del Himalaya, alcanzan su meta justo a tiempo para hacer uso de su experiencia en el combate y salvar a un pueblo de sus asaltantes... Basada en el relato de Kipling, una inolvidable obra maestra del cine de aventuras. (Filmaffinity)

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El Gatopardo (1963)



El Gatopardo

Film Luchino Visconti

Novela Guiseppe de Lampedusa


Mayo 1860

Nunc et in hora mortis nostrae. Amén.

Había terminado ya el rezo cotidiano del rosario. Durante media hora la voz sosegada del príncipe recordó los misterios gloriosos y dolorosos; durante media hora otras voces, entremezcladas, tejieron un rumor ondulante en el cual se destacaron las flores de oro de palabras no habituales: amor, virginidad, muerte, y durante este rumor el salón rococó pareció haber cambiado de aspecto. Hasta los papagayos que desplegaban las irisadas alas sobre la seda de las tapicerías parecieron intimidados, incluso la Magdalena, entre las dos ventanas, volvía a ser una penitente y no una bella y opulenta rubia perdida en quién sabe qué sueños, como se la veía siempre.

Ahora, acalladas las voces, todo volvía al orden, al desorden, acostumbrado. Por la puerta, cruzada la cual habían salido los criados, el alano «Bendicò», entristecido por la exclusión que se había hecho de él, entró y meneó el rabo. Las mujeres se levantaban lentamente, y el oscilante retroceso de sus enaguas dejaba poco a poco descubiertas las desnudeces mitológicas que se dibujaban en el fondo lechoso de las baldosas. Quedó cubierta solamente una Andrómeda a quien el hábito del padre Pirrone, rezagado en sus oraciones suplementarias, impidió durante un buen rato que volviera a ver el plateado Perseo que sobrevolando las olas se apresuraba al socorro y al beso.

En los frescos del techo se despertaron las divinidades. Las filas de tritones y dríadas, que desde los montes y los mares, entre nubes, frambuesas y ciclaminos, se precipitaban hacia una transfigurada Conca d'Oro para exaltar la gloria de la Casa de los Salina, aparecieron de pronto tan colmados de entusiasmo como para descuidar las más simples reglas de la perspectiva; y los dioses mayores, los príncipes entre los dioses, Júpiter fulgurante, Marte ceñudo, Venus lánguida, que habían precedido las turbas de los menores, embrazaban gustosamente el escudo azul con el Gatopardo. Sabían que ahora, por veintitrés horas y media, recobrarían el señorío de la villa. En las paredes los monos empezaron de nuevo a hacer muecas a las cacatoés.

Bajo aquel Olimpo palermitano también los mortales de la Casa de los Salina descendieron apresuradamente de las místicas esferas. Las muchachas ordenaban los pliegues de sus vestidos, cambiaban azuladas miradas y palabras en la jerga del pensionado. Hacía más de un mes, desde el día de los «motines» del Cuatro de Abril, que por prudencia, las habían hecho volver del convento, y echaban de menos los lechos de baldaquino y la intimidad colectiva del Salvatore. Los muchachos se peleaban por la posesión de una estampa de san Francisco de Paula; el primogénito, el heredero, el duque Paolo, tenía ya ganas de fumar y, temeroso de hacerlo en presencia de sus padres, palpaba a través del bolsillo la paja trenzada de la pitillera. A su rostro palidísimo asomaba una melancolía metafísica; la jornada no había sido buena: «Guiscardo», el alazán irlandés, le había parecido en baja forma, y Fanny no había encontrado la manera (¿o el deseo?) de hacerle llegar el acostumbrado billetito de color violeta. ¿Por qué, entonces, salía el sol todos los días?

La ansiosa arrogancia de la princesa hizo caer secamente el rosario en la bolsa bordada de jais, mientras sus ojos bellos y maníacos miraban de soslayo a los hijos siervos y al marido tirano hacia quien el minúsculo cuerpo tendía en un vano afán de dominio amoroso.

Mientras tanto, él, el príncipe, se levantaba: el impacto de su peso de gigante hacía temblar el pavimento, y en sus ojos clarísimos se reflejó, por un instante, el orgullo de esta efímera confirmación de su señorío sobre hombres y edificios.

Dejó el desmesurado misal rojo sobre la silla que habían colocado delante de él durante el rezo del rosario, recogió el pañuelo sobre el cual había apoyado la rodilla, y un poco de mal humor enturbió su mirada cuando vio de nuevo la manchita de café que desde por la mañana se había atrevido a interrumpir la vasta blancura del chaleco.

No es que fuera gordo: era inmenso y fortísimo; su cabeza rozaba — en las casas habitadas por la mayoría de mortales — el colgante inferior de las arañas; sus dedos sabían enroscar como si fueran papel de seda las monedas de un ducado; y entre Villa Salina y la tienda de un platero había un frecuente ir y venir para reparación de tenedores y cucharas que, en la mesa, su contenida ira convertía en círculos. Por otra parte, aquellos dedos también sabían ser delicadísimos en las caricias y en el manoseo, y esto, para su mal, lo recordaba Maria Stella, su mujer, y los tornillos, tuercas, botones, cristales esmerilados de los telescopios, catalejos y «buscadores de cometas», que arriba, en lo alto de la villa, amontonábanse en su observatorio privado, manteníanse intactos bajo el leve roce. Los rayos del sol poniente, pero todavía alto, de aquella tarde de mayo encendían el color rosado del príncipe y su pelambre de color de miel lo que denunciaba el origen alemán de su madre, de aquella princesa Carolina cuya altivez había congelado, treinta años antes, la desaliñada Corte de las Dos Sicilias. Pero en la sangre de aquel aristócrata siciliano, en el año 1860, fermentaban otras esencias germánicas mucho más incómodas para él que todo lo atractivas que pudieran ser la piel blanquísima y los cabellos rubios en un ambiente de caras oliváceas y pelos de color de ala de cuervo: un temperamento autoritario, cierta rigidez moral, una propensión a las ideas abstractas que en el hábitat moral y muelle de la sociedad palermitana se habían convertido respectivamente en una prepotencia caprichosa, perpetuos escrúpulos morales y desprecio para con sus parientes y amigos, que le parecía anduvieran a la deriva por los meandros del lento río pragmático siciliano.

Primero (y último) de una estirpe que durante siglos no había sabido hacer ni siquiera la suma de sus propios gastos ni la resta de sus propias deudas, poseía una marcada y real inclinación por las matemáticas. Había aplicado éstas a la astronomía y con ello logró abundantes galardones públicos y sabrosas alegrías privadas. Baste decir que en él el orgullo y el análisis matemático habíanse asociado hasta el punto de proporcionarle la ilusión de que los astros obedecían a sus cálculos — como, en efecto, parecían obedecer — y que los dos planetas que había descubierto — Salina y Svelto los había llamado, como su feudo y su inolvidable perdiguero — propagaron la fama de su Casa en las estériles zonas entre Marte y Júpiter, y que, por lo tanto, los frescos de la villa habían sido más una profecía que una adulación.

Solicitado de una parte por el orgullo y el intelectualismo materno y de otra por la sensualidad y facilonería de su padre, el pobre príncipe Fabrizio vivía en perpetuo descontento aún bajo el ceño jupiterino, y se quedaba contemplando la ruina de su propio linaje y patrimonio sin desplegar actividad alguna e incluso sin el menor deseo de poner remedio a estas cosas.

Aquella media hora entre el rosario y la cena era uno de los momentos menos irritantes de la jornada, y horas antes saboreaba ya la, no obstante, dudosa calma. (Fragmento)

Guiseppe de Lampedusa, El Gatopardo



Il Gattopardo / Luchino Visconti



Año 1963

Duración 205 min

País Italia

Director Luchino Visconti

Guión Suso Cecchi d'Amico, Pasquale Festa Campanile, Massimo Franciosa, Enrico Medioli, Luchino Visconti. (Novela: Giuseppe Tomasi di Lampedusa)

Música Nino Rota

Fotografía Giuseppe Rotunno.

Reparto Burt Lancaster, Alain Delon, Claudia Cardinale, Paolo Stoppa, Rina Morelli, Romolo Valli, Pierre Clémenti, Leslie French, Mario Girotti, Serge Reggiani, Ivo Garrani.

Productora Productor: Goffredo Lombardo

Premios Cannes: Palma de Oro1963: Cannes: Palma de Oro

Sinopsis: La vida de Don Fabrizio, Príncipe de Salina, y de toda su familia, se ve alterada tras la invasión de Sicilia por las tropas de Garibaldi. De modos que todos se refugian en la casa de campo que la familia tiene en Donnafugatta. Hasta el lugar se desplazan, además de la mujer del Prínicipe y sus tres hijos, el joven Tancredi, el sobrino predilecto de Don Fabrizio. (Filmaffinity)


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El cielo protector (1990)


El cielo protector

Film de Bernardo Bertolucci

Novela de Paul Bowles


I


Se despertó, abrió los ojos. La habitación le decía poco; había estado demasiado sumergido en la nada, de la que acababa de emerger. No tenía fuerzas para definir su situación en el tiempo y en el espacio; tampoco lo deseaba. Estaba en algún lugar; para regresar de la nada había atravesado vastas regiones. En el centro de su conciencia había la certidumbre de una infinita tristeza, pero esa tristeza lo reconfortaba porque era lo único que le resultaba familiar. No necesitaba otro consuelo. Permaneció un rato completamente inmóvil, en un descanso absoluto, para hundirse luego en una de esas somnolencias ligeras, momentáneas, que suelen suceder a un sueño largo y profundo. De pronto volvió a abrir los ojos y consultó su reloj de pulsera. Fue un puro acto reflejo, porque al ver la hora se desconcertó. Se incorporó, echó una mirada a la habitación charra, se llevó una mano a la frente y con un profundo suspiro volvió a tenderse en la cama. Pero ya se había despertado; en pocos segundos más supo dónde estaba, que la tarde terminaba, que había dormido desde el almuerzo. Oía a su mujer en la habitación contigua, taconeando con sus chinelas sobre el liso suelo de baldosas, y ahora que había alcanzado otro nivel de conciencia en el que no le bastaba la mera certeza de estar vivo, ese ruido lo tranquilizaba. Pero qué difícil era aceptar la alta, estrecha habitación con su cielo raso envigado, los colores neutros de los grandes dibujos anodinos de las paredes, la ventana cerrada, con sus vidrios rojos y anaranjados. Bostezó, faltaba aire en el cuarto. Después bajaría de la alta cama para abrir la ventana, y en ese momento recordaría su sueño. Porque, aunque le era imposible reconstruir un solo detalle, estaba seguro de haber soñado. Del otro lado de la ventana habría aire, tejados, la ciudad, el mar. El viento vespertino le refrescaría la cara y en ese momento reaparecería el sueño. Por ahora lo único que podía hacer era seguir tendido como estaba, respirando lentamente, casi a punto de dormirse de nuevo, paralizado en el cuarto sin aire, no a la espera del crepúsculo, sino quedándose inmóvil hasta que llegara.



II


En la terraza del Café d'Eckmül-Noiseux, unos pocos árabes bebían agua mineral; sólo sus feces de diversos tonos de rojo los distinguían del resto de la población del puerto. Sus ropas europeas eran grises y raídas; hubiera sido difícil decir cuál había sido el corte original de cualquiera de ellas. Los lustrabotas casi desnudos, en cuclillas sobre sus cajas, miraban el pavimento, sin fuerzas para espantar las moscas que les corrían por la cara. En el interior del café, el aire, más fresco pero inmóvil, exhalaba un tufo de vino y orina.

Sentados a una mesa del rincón más oscuro, tres norteamericanos, dos hombres jóvenes y una muchacha, conversaban tranquilamente, como las gentes que tienen tiempo de sobra para todo. Uno de los hombres, el delgado, de cara levemente crispada y ansiosa, doblaba unos grandes mapas multicolores que había desplegado sobre la mesa poco antes. Su mujer observaba, divertida y exasperada, sus meticulosos movimientos; los mapas la aburrían y él estaba siempre consultándolos. Aun en sus breves períodos de vida sedentaria, y bien pocos habían sido desde su casamiento doce años atrás, le bastaba ver un mapa para ponerse a estudiarlo apasionadamente, y entonces, en la mayoría de los casos, empezaba a proyectar un nuevo viaje imposible pero que a veces llegaban a realizar. No se consideraba un turista; él era un viajero. Explicaba que la diferencia residía, en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra. Y le hubiera sido difícil decir en cuál de los muchos lugares donde había vivido se había sentido más a sus anchas. Antes de la guerra era Europa y el Cercano Oriente; durante la guerra, las Antillas y América del Sur. Y ella lo había acompañado sin reiterar demasiado sus quejas, sin demasiada amargura.

En ese momento acababan de cruzar el Atlántico por primera vez desde 1939 con gran cantidad de equipaje y la intención de mantenerse lo más lejos posible de los lugares tocados por la guerra. Porque, como pretendía él, otra importante diferencia entre el turista y el viajero es que el primero acepta su propia civilización sin cuestionarla; no así el viajero, que la compara con las otras y rechaza los aspectos que no le gustan. Y la guerra era una faceta de la época mecanizada que quería olvidar.

En Nueva York habían descubierto que África del Norte era uno de los pocos lugares para los que se podían conseguir pasajes de barco. A juzgar por sus primeras visitas en sus tiempos de estudiante en París y Madrid, parecía el lugar indicado para pasar un año o dos; en todo caso quedaba cerca de España y de Italia y siempre se podía dar marcha atrás si la cosa no andaba. El pequeño carguero los había expulsado el día anterior de su vientre confortable a los muelles calientes donde estuvieron largo rato sudando, malhumorados y ansiosos, sin que nadie les prestara la menor atención. Allí, bajo el sol ardiente, estuvo tentado de regresar a bordo y tratar de conseguir pasaje para seguir viaje hasta Estambul, pero hubiera sido difícil hacerlo sin perder la cara, puesto que él mismo había convencido a los otros para que vinieran a África del Norte. Se limitó, pues, a echar una mirada indiferente al muelle, hizo algunos comentarios sensatos y poco halagadores sobre el lugar y dejó las cosas como estaban, resolviendo para sí meterse en el interior del país cuanto antes.

El otro hombre sentado a la mesa silbaba despacito, cuando no hablaba, melodías inacabadas. Era unos años más joven que su compañero, más robusto y asombrosamente guapo, como le decía con frecuencia la muchacha, a la manera de los galanes de la Paramount. Los rasgos de su cara lisa, por lo común poco expresiva, sugerían en general, cuando estaban quietos, una afable satisfacción.

Los tres contemplaban el resplandor de la tarde en la calle polvorienta.

— No hay duda de que la guerra ha dejado aquí sus huellas —pequeña, el pelo rubio, el cutis mate, la intensidad de la mirada la salvaba de ser bonita. Después de verle los ojos, el resto de la cara se volvía borroso, y al tratar de recordarla sólo quedaba la penetrante e interrogadora violencia de los ojos inmensos.

— Es natural. Durante un año por lo menos las tropas pasaron por aquí.

— Podían haber dejado en paz algún lugar del mundo —dijo la muchacha. Intentaba agradar a su marido, lamentaba haberse enfadado con él un momento antes por los mapas. Reconociendo el gesto pero sin entender el por qué, él lo dejó pasar.

El otro hombre se rió condescendiente y el marido lo imitó.

— ¿En beneficio personal tuyo, supongo? —dijo el marido.

— En beneficio nuestro. La cosa es tan detestable para ti como para mí.

— ¿Qué cosa? —preguntó él a la defensiva—. Si te refieres a este revoltijo incoloro que se llama ciudad, sí. Pero de todos modos prefiero mil veces estar aquí y no en los Estados Unidos.

La muchacha se apresuró a coincidir.

— Por supuesto. Pero no me refería a este lugar ni a ningún otro en particular. Me refería a todo el horror que deja una guerra, donde sea.

— Vamos, Kit —dijo el otro hombre—. Tú no te acuerdas de ninguna otra guerra.

Ella no prestó atención.

— La gente de cada país se va pareciendo cada vez más a la de los otros. No tiene carácter, ni belleza, ni ideales, ni cultura..., nada, nada.

Su marido se echó hacia adelante y le acarició una mano.

— Tienes razón, tienes razón —dijo sonriendo—. Todo se vuelve gris y se volverá más gris todavía. Pero algunos lugares resistirán la enfermedad más tiempo del que supones. Verás, en el Sáhara...

Del otro lado de la calle una radio proyectaba los gritos histéricos de una soprano coloratura. Kit se estremeció.

— Rápido, vayámonos —dijo—. Tal vez podamos escapar.

Escucharon fascinados el aria que, próxima a su término, cumplía los preparativos ortodoxos para el inevitable agudo final.

Entonces Kit dijo:

— Ahora que ha terminado, quiero otra botella de Oulmès.

¡Dios mío! ¿Más de esa gaseosa? Vas a volar.

Ya lo sé, Tunner, pero no puedo dejar de pensar en el agua. Todo lo que miro, sea lo que fuere, me da sed. Por primera vez siento que podría volverme abstemia para siempre. Con este calor soy incapaz de beber alcohol.

— ¿Otro Pernod? —ofreció Tunner a Port.

Kit frunció el ceño.

— Si fuera Pernod de verdad...

— No es malo —dijo Tunner cuando el camarero dejó sobre la mesa la botella de agua mineral.

— Ce n'est pas du vrai Pernod?

— Si, si, c'est du Pernod —afirmó el camarero.

— Tomemos otro trago —dijo Port. Miró aburrido su vaso. Nadie dijo una palabra mientras el camarero se alejaba. La soprano inició otra aria.

— ¡Se largó! —exclamó Tunner. Por un instante, el paso de un tranvía con su campanilla ahogó la música. Desde la sombra del toldo vieron el vehículo abierto que se tambaleaba a la luz del sol, atestado de gente andrajosa.

— Ayer tuve un sueño extraño —dijo Port—. Estuve tratando de recordarlo y acabo de conseguirlo.

— ¡No! —exclamó enérgicamente Kit—. ¡Los sueños son tan aburridos! ¡Por favor!

— ¡No quieres oírlo! —exclamó él riendo—. De todos modos voy a contártelo —lo dijo con cierta ferocidad que en la superficie parecía fingida, pero al mirarlo Kit comprendió que, por el contrario, él disimulaba la violencia que sentía. Kit calló la respuesta hiriente que tenía en la punta de la lengua.

— Lo contaré rápidamente —dijo Port sonriendo—. Sé que me haces un favor al escucharme, pero no puedo recordarlo con claridad si me limito a pensar. Era de día y yo viajaba en un tren que iba cada vez a más velocidad. Me dije: «Vamos a meternos en una gran cama bajo montañas de sábanas.»

Tunner dijo malicioso:

— Consultar el Diccionario gitano de los sueños, de Madame La Hiff.

— Calla. Y pensé que si quería podía empezar a vivir de nuevo, volver al principio y llegar hasta hoy, viviendo exactamente la misma vida hasta el más ínfimo detalle.

Kit cerró los ojos desconsolada.

— ¿Qué sucede? —le preguntó Port.

— Me parece sumamente desconsiderado y egoísta insistir en esa forma sabiendo lo aburrido que es.

— Pero es que a mí me divierte mucho... —se le iluminó la cara—. Y apuesto a que en todo caso Tunner quiere oírlo. ¿No es verdad?

Tunner sonrió.

— Los sueños son mi especialidad. Conozco el La Hiff de memoria.

Kit abrió un ojo y lo miró. Llegaban las bebidas.

— Entonces me dije: «¡No! ¡No!» No podía soportar la idea de pasar nuevamente por todos aquellos miedos, por todos aquellos sufrimientos. Y, sin motivo, miré los árboles por la ventana y me oí decir: «¡Sí!» Porque sabía que estaba dispuesto a pasar otra vez por todo con tal de sentir el olor de la primavera de mi infancia. Pero ahí me di cuenta de que era demasiado tarde, porque mientras pensaba «¡No!» me había arrancado los incisivos como si fueran de yeso. El tren se había detenido, yo tenía los dientes en la mano y me eché a llorar. Con esos sollozos terribles de los sueños, que nos sacuden como un terremoto, ¿sabes?

Torpemente, Kit se levantó de la mesa y se dirigió a la puerta que decía Dames. Lloraba.

Déjala —dijo Port a Tunner, en cuya cara se veía la preocupación—. Está agotada. El calor la demuele.

(Fragmento)


Paul Bowles, El cielo protector.

Texto completo




The Sheltering Sky de Bernado Bertolucci




Año 1990

Duración 133 min

País Reino Unido / Italia

Director Bernardo Bertolucci

Guión Mark Peploe y Bernardo Bertolucci (Novela: Paul Bowles)

Música Ryuichi Sakamoto, Richard Horowitz

Fotografía Vittorio Storaro

Reparto Debra Winger, John Malkovich, Campbell Scott, Jill Bennett, Timothy Spall, Eric Vu-An, Amina Annabi, Sotigui Kouyate, Philippe Morier-Genoud, Ben Smail, Nicoletta Braschi, Paul Bowles

Productora Coproducción GB-Italia; Warner Bros. Pictures / Sahara Company / TAO Film / Recorded Picture Company (RPC) / Aldrich Group


Sinopsis:

Una pareja de neoyorquinos viaja a África en busca de nuevas experiencias que puedan dar un nuevo sentido a su relación. Corre el año 1947. Port y Kit Moresby llegan en barco al norte de África. Tras diez años de matrimonio, para esta sofisticada pareja norteamericana resulta difícil la convivencia. Port, un músico que lleva un año sin trabajar, busca en el desierto una fuente de inspiración y nueva savia para un matrimonio que se muere, mientras Kit, cansada de viajar, espera que un milagro le devuelva a su marido. Tienen un compañero de viaje, George Tunner, un joven rico y mundano, fascinado por los Moresby y atraído especialmente por Kit. Port, que se define insistentemente como un viajero y no como un turista corriente, no está muy seguro de su destino, pero está decidido a dejar atrás el mundo moderno, por lo que finalmente ambos se adentran en el Sáhara esperando encontrarse también a sí mismos... (Filmaffinity)

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