Noches blancas (1957)



Noches blancas 
Film Luchino Visconti
Novela Fedor Dostoievski
Noches blancas (Fragmento)
Regresé a la ciudad muy tarde y ya daban las diez cuando llegué cerca de casa. Mi camino me llevaba por el muelle del canal, en el que a esa hora no encontré alma viviente, aunque verdad es que vivo en uno de los barrios más apartados de la ciudad. Iba cantando porque cuando me siento feliz siempre tarareo algo entre dientes, como cualquier hombre feliz que carece de amigos o de buenos conocidos y que, cuando llega un momento alegre, no tiene con quien compartir su alegría. De repente me sucedió la aventura mas inesperada.
A unos pasos de mí, de codos en la barandilla del muelle, estaba una mujer que parecía observar con gran atención el agua turbia del canal. Vestía un chal negro muy coqueto y llevaba un bonito sombrero amarillo. «Es, sin duda, joven y morena», pensé. Por lo visto no había oído mis pasos y ni siquiera se movió cuando, conteniendo el aliento y con el corazón a galope, pasé junto a ella. «Es extraño –me dije–, algo la tiene muy abstraída.» De pronto me quedé clavado en el sitio. Creí haber oído un sollozo ahogado. Sí, no me había equivocado, porque momentos después oí otros sollozos. ¡Dios mío! Se me encogió el corazón. Soy muy tímido con las mujeres, pero en esta ocasión giré sobre los talones, me acerqué a ella y le hubiera dicho «¡Señorita!» de no saber que esta exclamación ha sido pronunciada ya un millar de veces en novelas rusas que versan sobre la alta sociedad. Eso fue lo único que me contuvo. Pero mientras buscaba otra palabra la muchacha recobró su compostura, miró en torno suyo, bajó los ojos y se deslizó junto a mí a lo largo del muelle. Al momento me puse a seguirla, pero ella, adivinándolo, se apartó del muelle, cruzó la calle y siguio caminando por la acera. Yo no me atreví a cruzar la calle. El corazón me latía como el de un pajarillo que se tiene cogido en la mano. Inopinadamente la casualidad vino en mi ayuda.
Por la acera, no lejos de mi desconocida, apareció de pronto un caballero vestido de frac, impresionante por los años, aunque no lo fuera por su manera de andar. Caminaba haciendo eses y apoyándose con tiento en la pared. La muchacha iba como una flecha, rauda y tímida, como van por lo común las mocitas que no quieren que se las acompañe a casa de noche, y, por supuesto, el caballero tambaleante no hubiera podido alcanzarla si mi suerte no le hubiera sugerido recurrir a una estratagema. Sin decir palabra, el caballero se arrancó de repente y se puso a galopar en persecución de mi desconocida. Ella volaba, pero no obstante el caballero de los trompicones iba alcanzándola, la alcanzó por fin, la muchacha lanzó un grito... y yo doy gracias al destino por el excelente bastón de nudos que mi mano derecha empuñaba en tal ocasión. En un abrir y cerrar de ojos me planté en la acera opuesta, el caballero importuno comprendió al instante de qué se trataba, tomó en consideración el argumento irresistible que yo blandía, calló, se desvió, y sólo cuando se halló bastante lejos protestó contra mí en términos bastante enérgicos, pero sus palabras apenas se percibían desde donde estábamos.
–Deme usted la mano –le dije a mi desconocida–. Ese sujeto ya no se atreverá a acercarse.
Ella, en silencio, me alargó la mano, que aún temblaba de agitación y espanto. ¡Oh, caballero importuno, cómo te di las gracias en ese momento! La miré fugazmente. Era bonita y morena. Había acertado. En sus pestañas negras brillaban aún lágrimas de miedo reciente o de tristeza anterior. No sé. Pero a los labios afloraba ya una sonrisa. Ella también me miró de soslayo, se ruborizó ligeramente y bajó los ojos.
–¿Por qué me rechazó usted antes? Si yo hubiera estado allí no habría pasado esto.
–No le conocía. Pensé que también usted...
–¿Pero es que me conoce usted ahora?
–Un poco. Por ejemplo, ¿por qué tiembla usted?
–¡Ah, ha acertado a la primera mirada! –respondí entusiasmado de saberla inteligente, lo que, unido a la belleza, no es humo de pajas–. Sí, a la primera mirada ha adivinado usted qué clase de persona soy. Es verdad, soy tímido con las mujeres. Estoy agitado, no lo niego; ni más ni menos que usted misma lo estaba hace un minuto cuando la asustó ese señor. Ahora el que tiene miedo soy yo. Parece un sueño, pero ni aun en sueños hubiera creído que hablaría con una mujer.
–¿Cómo? ¿Es posible?
–Sí. Si me tiembla la mano es porque hasta ahora no había apretado nunca otra tan pequeña y bonita como la suya. He perdido la costumbre de estar con las mujeres; mejor dicho, nunca la he tenido, soy un solitario. Ni siquiera sé hablar con ellas. Ni ahora tampoco. ¿No le he soltado a usted alguna majadería? Dígamelo con franqueza. Le advierto que no me ofendo.
–No, nada. Todo lo contrario. Y si me pide usted que sea franca le diré que a las mujeres les gusta esa clase de timidez. Y si quiere saber algo más, también a mí me gusta, y no le diré que se vaya hasta que lleguemos a casa.
–Lo que hará usted conmigo –dije jadeante de entusiasmo– es que dejaré de ser tímido y entonces ¡adiós a todos mis métodos!
–¿Métodos? ¿Qué clase de métodos? ¿Y para qué sirven? Eso ya no me suena bien.
–Perdón. No será así. Se me fue la lengua. Pero ¿como quiere que en un momento como éste no tenga el deseo ... ?
–¿De agradar, no es eso?
–Pues sí. Por amor de Dios, sea usted buena. Juzgue de quién soy. Tengo ya veintiséis años y nunca he conocido a nadie. ¿Cómo puedo hablar bien, con facilidad y buen sentido? Mejor irán las cosas cuando todo quede explicado, con claridad y franqueza. No sé callar cuando habla el corazón dentro de mí. Bueno, da lo mismo. ¿Puede usted creer que nunca he hablado con una mujer, nunca jamás? ¿qué no he conocido a ninguna? Ahora bien, todos los días sueño que por fin voy a encontrar a alguien. ¡Si supiera usted cuántas veces he estado enamorado de esa manera!
–Pero ¿cómo? ¿Con quién?
–Con nadie, con un ideal, con la mujer con que se sueña. En mis sueños compongo novelas enteras. Ah, usted no me conoce. Es verdad que he conocido a dos o tres mujeres; otra cosa sería inconcebible, pero ¿qué mujeres? Una especie de patronas... Pero voy a hacerla reír, voy a ctecirle que algunas veces he pensado entablar conversación en la calle con alguna mujer de la buena sociedad. Así, sin cumplidos. Claro está que cuando se halle sola. Hablar, por supuesto, con timidez, respeto y apasionamiento; decirle que me muero solo, que no me rechace, que no hallo otro medio de conocer a mujer alguna, insinuarle incluso que es obligación de las mujeres el no rechazar la tímida súplica de un hombre tan infeliz como yo; y que, al fin y al cabo, lo que pido es sólo que me diga con simpatía un par de palabras amistosas, que no me mande a paseo desde el primer instante, que me crea bajo palabra, que escuche lo que le digo, que se ría de mí si le da gusto, que me dé esperanzas, que me diga dos palabras, tan sólo dos palabras, aunque no nos volvamos a ver jamás. Pero usted se ríe... Por lo demás, hablo sólo para hacerla reír...
–No se enfade. Me río porque es usted su propio enemigo. Si probara usted, quizá lograra todo eso aun en la calle misma. Cuanto más sencillo, mejor. No hay mujer buena, a menos que sea tonta o esté enfadada en ese momento por cualquier motivo, que pensara despedirle a usted sin esas dos palabras que implora con tanta timidez. Por otro lado, ¿quién soy yo para hablar? Lo más probable es que le tuviera a usted por loco. Juzgo por mí misma. ¡Bien sé yo cómo viven las gentes en el mundo!
–Se lo agradezco –exclamé–. ¡No sabe usted lo que acaba de hacer por mí!
–Bien. Ahora dígame cómo conoció usted que soy de las mujeres con quienes .... bueno, a quienes usted considera dignas de... atención y amistad. En otras palabras, no una patrona, como decía usted. ¿Por qué decidió acercarse a mí?
–¿Por qué? ¿Por qué? Pues porque estaba usted sola, porque ese caballero era demasiado atrevido y porque es de noche. No dirá usted que no es obligación...
–No, no, antes de eso. Allí, al otro lado de la calle. Usted quería acercárseme, ¿verdad?
–¿Allí, al otro lado? De veras que no sé qué decir. Temo que... Hoy, sabe usted, me he sentido feliz. He estado andando y cantando. Salí a las afueras. Nunca hasta ahora he tenido momentos tan felices. Usted... me parecía quizá... Bueno, perdone que se lo recuerde: me parecía que lloraba usted y me era intolerable oírlo. Se me oprimía el corazón. ¡Ay, Dios mío! ¿Cree usted que podía oírla sin afligirme? ¿Es que fue pecado sentir compasión fraternal por usted? Perdone que diga compasión... En suma, ¿acaso podía ofenderla cuando se me ocurrio acercarme a usted?
–Bueno, basta; no diga más –repuso la joven, bajando los ojos y apretándome la mano–. Yo misma tengo la culpa por haber hablado de eso. Pero estoy contenta de no haberme equivocado con usted. Bueno, ya hemos llegado. Tengo que meterme por esta callejuela. Son dos pasos nada más. Adiós, le agradezco...
–¿Pero es de veras posible que no volvamos a vernos? ¿Es posible que las cosas queden así?
–Mire –dijo riendo la muchacha–. Al principio sólo queria usted dos palabras, y ahora... Pero, en fin, no le prometo nada. Puede que nos encontremos.
–Mañana vengo aquí –dije–. Ah, perdone, ya estoy exigiendo...
–Sí, es usted impaciente. Exige casi...
–Escuche –la interrumpí–. Perdone que se lo diga otra vez, pero no puedo dejar de venir aquí mañana. Soy un soñador. Hay en mí tan poca vida real, los momentos como éste, como el de ahora, son para mí tan raros que me es imposible no repetirlos en mis sueños. Voy a soñar con usted toda la noche, toda la semana, todo el año. Mañana vendré aquí sin falta, aquí mismo, a este mismo sitio, a esta misma hora, y seré feliz recordando el día de hoy. Este sitio ya me es querido. Tengo otros dos o tres sitios como éste en Petersburgo. Una vez hasta lloré recordando algo, igual que usted. Quién sabe, quizá usted también hace diez minutos lloraba recordando alguna cosa. Pero perdón, estoy desbarrando de nuevo. Puede que usted, alguna vez, fuera especialmente feliz en este lugar.
–Bueno –dijo la muchacha–. Quizá yo también venga aquí mañana. A las diez también. Veo que ya no puedo impedirle... pero, mire, es que necesito venir aquí. No piense usted que le doy una cita. Le aseguro que tengo que estar aquí por asuntos míos. Ahora bien, se lo digo sin titubeos: no me importaría que también viniera usted. En primer lugar porque pudieran ocurrir incidentes desagradables como el de hoy; pero dejemos eso... En suma, sencillamente me gustaría verle... para decirle dos palabras. Ahora, vamos a ver, ¿no me condena usted? ¿No piensa que le estoy dando una cita sin más ni más? No se la daría si ... ; pero, bueno, eso es un secreto mío. Antes de todo una condición.
–¡Una condición! Hable, dígalo todo de antemano. Estoy de acuerdo con todo, dispuesto a todo –exclamé exaltado–. Respondo de mí, seré atento, respetuoso... Usted me conoce.
–Precisamente porque le conozco le invito para mañana –dijo la joven riendo–. Le conozco muy bien. Pero, mire, venga con una condición: en primer lugar (sea usted bueno y haga lo que le pido; ya ve que hablo con franqueza) no se enamore de mí. Eso no puede ser, se lo aseguro. Estoy dispuesta a ser amiga suya. Aquí tiene mi mano. Pero lo de enamorarse no puede –ser. Se lo ruego.
–Le juro –grité yo, cogiéndole la mano...
–Basta, no jure, porque es usted capaz de estallar como la pólvora. No piense mal de mí porque le hablo así. Si usted supiera... Yo tampoco tengo a nadie con quien poder cambiar una palabra o a quien pedir consejo. Claro que la calle no es sitio indicado para encontrar consejeros. Usted es la excepción. Le conozco a usted como si fuésemos amigos desde hace veinte años. ¿De veras que no cambiará usted?
–Usted lo verá. Lo que no sé, sin embargo, es cómo voy a sobrevivir las próximas veinticuatro horas.
–Duerma usted a pierna suelta. Buenas noches. Recuerde que ya he confiado en usted. Hace un momento lanzó usted una exclamación tan hermosa que justifica cualquier, sentimiento, incluso el de simpatía fraternal. ¿Sabe? Lo dijo usted de un modo tan bello que al instante pensé que podía fiarme de usted.
–¿Pero en qué asunto?.¿Para qué?
–Hasta mañana. Mientras tanto hay que guardar secreto. Tanto mejor para usted, porque a cierta distancia parece una novela. Quizá mañana se lo diga, o quizá no. Ya hablaremos, nos conoceremos mejor...
–Yo mañana le voy a contar a usted todo lo mío. Pero ¿qué es esto? Parece como si me ocurriera un milagro. ¿Dónde estoy, Dios mío? ¿No está usted contenta de no haberse enfadado conmigo, como lo hubiera hecho otra mujer? ¿De no haberme rechazado desde el primer momento? En dos minutos me ha hecho usted feliz para siempre. Sí, feliz. Quién sabe, quizá me ha reconciliado usted conmigo mismo, quizá ha resuelto mis dudas... Quizá hay también para mí minutos así... Pero ya le contaré todo mañana, ya se enterará usted de todo.
–Bueno, acepto. Usted empezará.
–De acuerdo.
–Hasta la vista.
–Hasta la vista.
Nos separamos. Pasé la noche andando, sin decidirme a volver a casa. ¡Me sentía tan feliz! ¡Hasta mañana!


Le notti bianche / Luchino Visconti


Año: 1957
Duración: 97 min.
País: Italia 
Director: Luchino Visconti
Guión: Suso Cecchi d'Amico, Luchino Visconti (Novela: Fedor
Dostoievski)
Música: Nino Rota
Fotografía: Giuseppe Rotunno
Reparto: Maria Schell, Marcello Mastroianni, Jean Marais, Marcella Rovena, Maria Zanoli, Elena Fancera
Productora: Coproducción PREMIOS 1957: Venecia: León de Plata
Género: Romance. Drama | Drama romántico
Sinopsis: En una ciudad de provincias, Mario, mediocre oficinista que vive en una modesta pensión, encuentra una noche a una joven, Natalia, en cuyo rostro se refleja un profunda tristeza. Le da conversación para animarla y ella le explica cómo cambió su vida, gris y aburrida, cuando conoció a un apuesto forastero del que se enamoró y cuyo regreso espera cada noche. Durante cuatro noches mágicas, Mario, enamorado de Natalia, alberga la esperanza de sustituir en su corazón al misterioso forastero. Adaptación cinematográfica de la novela de Dostoievski premiada en el Festival de Venecia con el León de Plata. (Filmaffinity)

Crítica: Filmaffinity









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