Don Quijote de Orson Welles Film Orson Welles
Novela Miguel de Cervantes
La voz de Orson Welles y el silencio de Don Quijote*
Jorge Volpi
1
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba al rocín como tomaba a la posadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de “Quijada” o “Quesada”, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba “Quijana”. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad…
Si bien resulta poco original iniciar un relato con estas fatídicas líneas, advierto en mi descargo que en esta ocasión no hay que fijarse demasiado en las palabras, invocadas hasta la saciedad por Cervantes, Borges, Pierre Menard y una larga cohorte de glosadores, sino en la voz que ahora las pronuncia: esa voz pastosa y adhesiva, enérgica como un vino añejo, categórica y rotunda; esa voz que, de tener color, se acercaría al violáceo del crepúsculo; esa voz palpitante y bulliciosa que recuerda a un niño envejecido o a un viejo incapaz de madurar; esa voz honda e insolente, delicada con los matices y los medios tonos, implacable con la sintaxis, vibrante como un órgano o un coral de Bach; esa voz antigua, eterna, prehistórica. Esa voz, en fin, que no lee por encima ni recuerda de memoria, que no balbucea ni se diluye en un eco, esa voz que pronuncia cada sonido, cada letra y cada sílaba como si las extrajera de la nada.
Convengamos en la imposibilidad de apreciar la voz de Cervantes: la ausencia de magnetófonos en el Siglo de Oro nos priva de su acento de esclavo, fallido dramaturgo o recaudador de impuestos, y acaso sea mejor así: a fin de cuentas poseemos esta otra voz, entronizada entonces como la única posible. Los invito a escuchar atentamente: perciban sus modulaciones, gocen de su ritmo y su fraseo, maravíllense con su armadura polifónica y su equipaje armónico, asómbrense con las disonancias en sordina, disfruten la riqueza de sus articulaciones y la pasmosa variedad de sus silencios. Bastan unos instantes para constatar que se trata de la voz ideal para este libro, de la voz creada para narrar las andanzas del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
Ustedes tienen razón: nada hay de novedoso en iniciar otra aventura llena de falsos caballeros andantes y doncellas simuladas, ideales truncados, engaños, monstruos y esperpentos con las mismas frases de Cervantes pero, por increíble que parezca, esta historia también comienza así, con la impertinente voz de Orson Welles:
—En un lugar de la Mancha…
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Encomio de la gordura
¿Era Cervantes delgado u obeso? Los retratos existentes no permiten deducirlo con certeza: la idea de dibujar a un prisionero manco limitaba demasiado la imaginación de los artistas. Aceptemos entonces que, debido al insidioso poder de los libros, tendemos a confundir a la criatura con su creador y a forjar así un don Miguel tan recio y enjuto como el Caballero de la Triste Figura. Pero, ¿y si en realidad Cervantes escondía bajo su jubón una barriga pantagruélica o, seamos precisos, sanchopancesca? ¿Y si el autor del Quijote nunca se identificó con el volumen corporal de su protagonista y sí con el de su caprichoso escudero? ¿De verdad resulta tan absurdo —u ofensivo— adosarle a Cervantes un vientre monumental, un culo adiposo o una espléndida papada, el perfil opuesto al de su idílico héroe?
Como un añejo prejuicio nos lleva a pensar que todos los creadores son melancólicos, solemos revestirlos con la flacura, la levedad y el tedio propios de este soso temperamento. ¿Un Cervantes gordinflón? ¡Horror! ¡Suena tan blasfemo como un Cristo rechoncho y mofletudo! En nuestras estrechas mentes, perspicaz y rollizo conforman un perverso oximoron. No deberíamos olvidar, sin embargo, que la historia de la literatura está plagada de gordos; no de simples orondos o robustos, sino de gordos de veras mastodónticos: nada impide aventurar que un troglodita haya sido el autor del más esmirriado de los caballeros.
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Tal vez la relación entre el peso y el talento sea una de las causas de la fascinación que siempre padeció Orson Welles, el más gordo de los directores de cine —y acaso también el de mayor genio—, hacia el enteco y demacrado don Quijote. En una empresa que se ha calificado con excesiva obviedad de quijotesca, durante casi tres décadas Welles se empeñó en filmar una adaptación de la obra de Cervantes. Invirtiendo sus propios recursos —siempre escasos a causa de sus eternos combates con los productores—, acompañado por un reducido número de ayudantes —seis personas en el mejor de los casos, incluyendo a Pola Negri, su tercera esposa— y un excéntrico trío de actores, el director nacido en Kenosha, Wisconsin, en 1915, no se cansó de filmar cientos de rollos de película muda, viajando de un país a otro, obsesionado con culminar su absurda y redundante gesta.
El rodaje se inició en México, en el verano de 1957, y veinticinco años después, en 1982, en una de tantas entrevistas, Welles aún se daba el lujo de declarar:
OW: Es muy interesante que Cervantes haya planeado escribir un cuento. Por casualidad, yo tenía la idea de escribir y hacer un corto. Pero la figura de don Quijote te atrapa, igualque la de Sancho Panza, y cargas con ellos para siempre. No tienen final. Pero se han convertido en fantasmas, comienzan a desvanecerse, como una vieja película, como fragmentos de una vieja película. Eso es lo que debo hacer. Hemos estado hablando de películas de ensayo, pero no le he dicho que me gustaría hacer otras tomas para ésta, ahora con el tema de España. España y las virtudes españolas, y sus vicios, pero especialmente sus virtudes. Porque Cervantes escribió una figura cómica. Un hombre que se vuelve loco leyendo viejas novelas. Y que terminó escribiendo la historia de un caballero de verdad. Cuando terminas con el Quijote sabes que se trata del caballero más perfecto que alguna vez haya peleado con un dragón. Y se ha necesitado el turismo, usted sabe, y las modernas comunicaciones, e incluso quizás la democracia, para destruirlo, y si no para destruirlo al menos para diluir esta extraordinaria característica española. Este será el tema de mi ensayo sobre don Quijote y España cuando lo termine. Y lo voy a lograr porque no costará mucho dinero y será un gran placer hacerlo. ¿Sabe cuál será el título? ¿Cuándo es que usted va a terminar Don Quijote? Así se llamará.
LM: ¿Porque usted ha escuchado esta frase muchas veces?
OW: Sí, muchas veces. Sí. Y ya que se trata de mi pequeña película que pago con mi dinero, no entiendo por qué no molestan a otros autores y les dicen: “¿Cuándo va a terminar Nellie, la novela que comenzó hace diez años?” Usted sabe, es mi trabajo.
LM: Suena así desde que lo empezó, hace alrededor de veinticinco años, ¿no es verdad?
OW: ¡Oh, Dios! Sí.
LM: Pero sus dos actores han muerto ya, ¿no es cierto?
OW: Sí, los dos han muerto. Pero no los necesito. Los necesito porque los amo, pero no los necesito para la película. (1)
Welles murió en su mansión de Hollywood el 10 de octubre de 1985, tres años después de pronunciar estas palabras, debido a una crisis cardiaca inevitablemente asociada con su obesidad, sin haber concluido su anhelada película. En su testamento ordenó que sus cenizas fuesen esparcidas en una finca a varios kilómetros de Sevilla, donde pasó algunos de los mejores momentos de su juventud. No es necesario sugerir que el viento pudo esparcir el polvo hasta la Mancha —la falta de sutileza le hubiese ofendido—, ni resaltar que ya nadie se acuerda del nombre del lugar.
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En la memoria de incontables admiradores permanecen nítidas las imágenes de Citizen Kane (1941) que muestran a un Orson Welles joven, dueño de una belleza intensa y viril. Entonces su rostro poseía una mandíbula severa, unos pómulos enérgicos y una frente amplia y poderosa, y su cuerpo, robusto y fuerte, parecía el complemento perfecto del carácter bilioso y atrabiliario de William Randolph Hearst. Muchos años después, Welles confesó que cuando filmó esas escenas no le quedó otro remedio que embutirse una apretada faja. En contra de lo que creían sus admiradores, a sus veintiséis años lo habían maquillado para que pudiese representar su verdadera edad. Desde la adolescencia, Welles estaba predestinado a esa forma de la grandeza que es la gordura.
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Siete años después del fallecimiento de Welles, uno de sus antiguos asistentes, el malogrado cineasta español Jesús —o Jess— Franco, presentó durante la Exposición Universal de Sevilla una espuria versión de Don Quijote realizada a partir del ingente material dejado por el maestro. La tarea de reconstruir la película estaba condenada al fracaso: Welles se había cuidado de no marcar ninguno de los rushes, de modo que nadie excepto él pudiese reconocer el orden de las escenas. El mensaje era claro: si él no terminaba su Quijote, nadie debía hacerlo. Por si este argumento no bastara, cuando alguien le preguntó a Welles si aún poseía el guión, acaso imaginando la posibilidad de realizar un montaje sin su consentimiento, éste señaló la novela de Cervantes.
Paradójicamente titulado Don Quijote de Orson Welles (2) , el filme de Franco es todo menos eso: una torpe acumulación de secuencias que en el mejor de los casos refrenda el talento de su mentor, pero traiciona una y otra vez el proyecto detallado por Welles en decenas de artículos, charlas y entrevistas. Con absoluto descaro, Franco y sus compinches inventaron un don Quijote espurio, distinto o contrario al imaginado por el director estadounidense, convirtiéndose así, sin darse cuenta, en los torpes epígonos del odioso rival de Cervantes, el infame Alonso Fernández de Avellaneda.
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El silencio y la voz
Sólo si uno ignora por completo la vida y la obra de Welles —y su estilo— puede atreverse a repetir la necia pregunta que le formularon cientos de reporteros hasta el día de su muerte:
—Perdone, señor Welles, ¿por qué nunca terminó Don Quijote?
Como ocurre con la Inconclusa de Schubert, las cuestiones esenciales son otras: ¿por qué Welles rodó su Don Quijote durante tantos años? ¿Por qué continuó hablando de este proyecto como si estuviese a punto de acabarlo? ¿Por qué pensó en él en primera instancia? ¿Y por qué, según sus propias palabras, nunca logró desprenderse de los personajes de Cervantes y tuvo que “cargar con ellos” hasta el final de sus días?
Las respuestas no deben limitarse a una tosca comparación entre Welles y don Quijote: aducir tal semejanza representa un error tan craso como identificar a Cervantes con su protagonista. Welles nada tenía de quijotesco, al menos en el sentido habitual del término: no era un idealista ni un loco, y ni siquiera era bueno; no se veía como un héroe incomprendido y desde luego nunca confundió a una sirvienta con una dama. Todo lo contrario: Welles era arrogante y expansivo, seguro de su talento, arrollador, desenfrenado e implacable. En una palabra: genial. Y las mujeres que solía perseguir distaban mucho de encarnar remilgadas Dulcineas: por el contrario, a él le fascinaban las actrices de moda —las princesas de nuestra época— que sólo más adelante, una vez sometidas al tedio y a la rutina que el director les imponía, demostraban su naturaleza de mujeres comunes.
Los motivos que llevaron a Welles a perseguir a don Quijote deben buscarse, pues, en otra parte: no en su héroe, sino en su vocación de narrador. Acaso lo más significativo de su pasión o su manía —un psicoanalista gozaría al conocer este detalle— era que Welles siempre pensó realizar un Don Quijote mudo. O, para ser más precisos, casi mudo: las aventuras del Ingenioso Hidalgo transcurrirían silenciosamente en la pantalla mientras el mismo Welles se encargaría de comentar en off cada uno de sus lances (3)
Arrogante y soberbio, el creador de Citizen Kane no aspiraba a convertirse en un simple personaje de la trama —ni siquiera en su protagonista—, sino en el narrador único de la historia. Por ello decepciona tanto la fraudulenta versión de Jess o Jesús Franco, devorada por las voces del irrespetuoso grupo de comediantes españoles que se atrevieron a doblarla. Welles soñaba con una película en la cual sólo se escuchara su voz. Porque la aspiración de Welles no era convertirse en don Quijote, sino en Cervantes.
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Volvamos al inicio de esta historia. Corre el año de 1957 y Welles acaba de concluir la filmación de Touch of Evil, en la que ha participado como director, actor y guionista. Enemistado con el productor Albert Zugsmith, quien le impide participar en el montaje, Welles decide viajar a México para iniciar la filmación de su Quijote. Permanece allí entre el 29 de junio y el 28 de agosto, y luego realiza una segunda estancia entre octubre y noviembre del mismo año. El rodaje se lleva a cabo en las afueras de la capital, en Puebla, Tepoztlán, Texcoco y Río Frío (4) A su regreso a Estados Unidos, Welles anticipa a sus amigos que la película está casi terminada.
Welles había elegido México como escenario de Don Quijote por razones estratégicas: cuando Misha Auer quedó descartado como posible protagonista —en el verano de 1955 había filmado con él unas escenas de prueba en España—, Welles escogió a Francisco Reiguera, un actor español naturalizado mexicano. Nacido en Madrid en 1888, Reiguera había combatido en el bando republicano y, tras el triunfo de Franco en 1939, había tenido que huir de su patria, a la cual tenía prohibido regresar. Exiliado en México, había participado en numerosas películas, entre las que destacaba Simón del desierto de Buñuel, e incluso más tarde habría de dirigir un par de producciones sin mucho éxito (5). Reincidiendo en otra de sus típicas paradojas, Welles eligió para representar al personaje por excelencia de la literatura española a un español que no podía entrar en España: un Quijote trasterrado, un Quijote doblemente triste.
Observando las deshilachadas tomas editadas por Jesús —o Jess— Franco, no hay duda que Reiguera parecía la mejor elección posible: era naturalmente “recio, seco de carnes, enjuto de rostro”, como exigía Cervantes, dotado con esa mezcla de fragilidad e idealismo que maquinalmente le endilgamos a don Quijote. En vez de rondar la cincuentena, las arrugas de su cuello y sus mejillas, sus ojeras abismales y su rictus sombrío denunciaban su verdadera edad: sesenta y nueve años no muy bien llevados. Largo y desgarbado, su mirada poseía un infrecuente gesto de sorpresa, casi de inocencia, como si él mismo nunca hubiese terminado de creer que se había convertido en una criatura de Cervantes... y de Welles.
Gracias a este proyecto, Reiguera al fin tenía la oportunidad de retornar, así fuese de manera simbólica, al país que lo había expulsado. No debe sorprender que, una vez concluida su actuación, fuese uno de los más interesados en seguir los avatares del filme y, si bien ya no pudo participar en las secuencias rodadas en España a partir de 1958, centradas en el Sancho Panza de Akim Tamiroff, nunca dejó de interesarse por el proyecto. Más quijotesco que don Quijote, Reiguera no se cansó de enviarle misivas a Welles, urgiéndolo a terminar la película de una vez por todas, pero los meses transcurrían e, indiferente a los reclamos de su protagonista, el director no avanzaba en su tarea.
¿Es posible concebir una imagen más desoladora? Desde su exilio en México, a miles de kilómetros de la Mancha, don Quijote no se cansa de rogarle a su creador que le dé punto final a su aventura… y a su vida. Podemos imaginar a Reiguera en su casa de México tratando de establecer una errática conferencia telefónica con Welles, quien por entonces se encuentra en Nueva York, o en Hollywood, o en Madrid, y apenas oculta el fastidio que le provoca dar explicaciones sobre su tardanza. El actor le susurra que la única ilusión que le queda en el mundo consiste en ver el Don Quijote en las pantallas y que el director declare que su protagonista al fin ha pasado desta presente vida y muerto naturalmente. Ya lo sabemos: el caballero andante necesita olvidar su locura para descansar en paz. Pero Welles es un dios demasiado ocupado e insensible y se limita a mascullar unas torpes frases de disculpa antes de colgar.
El anciano actor murió en la ciudad de México, en 1969, doce años después de haberse transformado en don Quijote, sin que Welles hubiese respondido nunca a sus plegarias.
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Aquella no era la primera vez que Welles pisaba México. Además de haber participado en varias películas filmadas allí —en particular Journey into Fear (1942) y, en fechas más recientes, Touch of Evil, al lado de Charlton Heston—, de haber dedicado varios seriales radiofónicos a temas mexicanos —escribió uno sobre Moctezuma y otro sobre Juárez, por ejemplo— (6) , y de haber impulsado a Norman Forster en un proyecto sobre la tauromaquia titulado My Friend Bonito (1941), su contacto con este país era particularmente intenso debido al febril y tortuoso romance que sostuvo con la actriz Dolores del Río.
Según le contó a la periodista Barbara Leaming al final de su vida, Welles se había enamorado de la actriz mexicana desde que era casi un niño y todavía recordaba con emoción el sacudimiento que había sufrido a los ocho años al admirar su cuerpo desnudo en una vieja película silente (7). La memoria le jugaba una mala pasada: Ave del Paraíso de King Vidor (1932), la película en cuestión, era sonora y, si bien Del Río encarnaba a una nadadora, distaba mucho de aparecer desnuda; además, en el momento de su estreno Welles no tenía once años, sino diecisiete. No queda duda, en cambio, de la poderosa impresión que le produjo aquella exótica belleza, cuyo verdadero nombre era Dolores Asúnsolo, nacida en Durango, México, en 1905. Para entonces, Del Río era ya una figura mítica de Hollywood y, debido a su matrimonio con Cedric Gibbons, jefe de arte de la Metro Goldwyn Meyer, una de las mujeres más conocidas en la industria cinematográfica.
Welles conoció a Dolores en 1940, en una fiesta ofrecida por el magnate Jack Warner, y de inmediato enloqueció por ella. Según le contó a Leaming, durante varios meses se dedicó a verla a escondidas, a veces usando a Marlene Dietrich como chaperón. Fascinado por la lujosa y enmarañada ropa interior de Del Río —“toda hecha a mano, muy difícil de encontrar, y tan erótica que no hay palabras para describirla”—, Welles rentó una casa de campo a su amigo William Aland sólo para albergar sus encuentros. Aunque tenía diez años menos que la mexicana —doce según otras fuentes—, Welles se sentía extasiado: al contrario de don Quijote, quien se limitaba a fantasear con las doncellas de las novelas de caballerías, él había conquistado a una.
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El ardor de Orson Welles por Dolores del Río se extinguió poco a poco o más bien se paralizó cuando el espejismo primigenio comenzó a derivar en una bochornosa rutina. A fines de 1942, Del Río obtuvo el divorcio de Gibbons y no pasó mucho tiempo antes de que le exigiese a Welles un compromiso serio. Después de casi un año de ardor, el joven director no tardó en darse cuenta de que la única forma de mantener incólume el deseo era cancelándolo. Aunque continuó formalmente comprometido con Del Río, Welles se las ingenió para nunca pronunciar las palabras que ella quería escuchar en sus labios.
Decidido a prolongar ese limbo, Welles se marchó a Brasil. Tal vez el viaje no hubiese resultado definitivo de no ser porque allí encontró a quien habría de convertirse en su segunda esposa. En teoría, Welles había huido al Cono Sur para escapar del matrimonio y lo primero que hacía era decidir que en realidad sí quería casarse... con una mujer que ni siquiera estaba presente. Ocurrió así. Después de comer en un restaurante de carnes, Welles se dejó llevar por la apatía previa a la siesta; tumbado en la terraza de su hotel, empezó a hojear con indolencia un número atrasado de la revista Life. Al darle la vuelta, Welles descubrió en su portada la deslumbrante silueta de una pin-up: se trataba de una joven actriz, de nombre Rita Hayworth, a la cual hacía poco había visto en Sangre y Arena (1941). Sin dudarlo un segundo, Welles le anunció a uno de sus compañeros de viaje la decisión irrevocable que había tomado en ese momento:
—Ella será mi mujer.
Después de haber seducido a un mito, Welles se preparaba para una tarea aún más arriesgada: crear uno.
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En el reino de la especulación, el romance de Welles y Del Río estuvo cerca de provocar una de las películas más notables del cine mexicano. En 1940, el director Chano Urueta le había ofrecido a Dolores del Río un papel en su próxima producción: una tercera versión cinematográfica de Santa, basada en la obra homónima de Federico Gamboa. La idea de representar a la mujer descarriada de provincias no sólo atrajo a Dolores, sino al propio Welles, quien leyó la novela con entusiasmo y luego se prestó a redactar una serie de modificaciones al guión de Urueta. Al igual que otros cientos de proyectos de Welles —entre ellos, claro, Don Quijote— éste también terminó por frustrarse.
Pero no del todo: en 1943, Norman Forster, colaborador y amigo de Welles y Del Río, y quien había dirigido a ambos en Journey into Fear, aceptó filmar otra versión de Santa, aunque esta vez con Esther Fernández en el papel de la prostituta. Aunque el proyecto difería mucho del preparado por Urueta, sin duda Forster utilizó el borrador redactado por Welles para Dolores del Río.
En 1991, el investigador David Ramón publicó en México una edición bilingüe de sus apuntes: once páginas que no sólo incluyen la escaleta, sino que ahondan en ciertas escenas(8). ¿La Santa de Orson Welles? Si persistiésemos con la idea de asimilarlo por la fuerza a don Quijote, tendríamos que sugerir que Welles se sintió atraído por el tema debido a una secreta necesidad de redimir a la protagonista: justo en la época en que Forster filmaba su Santa, Welles iniciaba su aventura con otra mujer que, sin que él lo supiese, también necesitaba ser redimida: la desequilibrada actriz de origen español Rita Cancino, mejor conocida como Rita Hayworth.
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Otro de los proyectos nunca cumplidos de Welles, en el cual trabajó entre 1941 y 1942, tras el estreno de Citizen Kane, se titulaba precisamente Mexican Melodrama, y es uno de los que más frustración le provocaron, ya que estuvo muy cerca de ser aprobado por los productores. Basado en una novela de Arthur Calder-Marshall, The Way to Santiago, estuvo a punto de convertirse en la segunda película de Welles. Según cuenta su biógrafo David Thomson, la película iba a comenzar con un primer plano del propio Welles diciéndole directamente a la cámara:
—No sé quién soy (9).
La película contaría la historia de un hombre amnésico que pronto se da cuenta de su parecido físico con Linsay Kellar, un inglés que ha viajado a México con la intención de hacer programas radiofónicos dirigidos a Estados Unidos con propaganda a favor de los nazis. Welles terminaría desenmascarando al verdadero Kellar y apoderándose de la estación de radio para transmitir una inflamada arenga a favor de los aliados. Al final, los productores consideraron que, en el marco de la guerra, no sería apropiado dañar las relaciones con México y desestimaron el proyecto. No deja de resultar significativo, sin embargo, que se trate de uno de sus mejores guiones ni que, por otra parte, en él Welles haya estado dispuesto a encarnar a una especie de loco —un “alma perdida”, la llama Thomson— que lucha contra el mal sin conocer sus verdaderas razones. Un don Quijote.
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Don Falstaff de la Mancha
A la hora de escoger sus papeles como actor, Orson Welles nunca pensó interpretar, por razones de volumen evidentes, a don Quijote. Su elección recayó, de manera más obvia, en otro de los grandes personajes tragicómicos de la literatura: el Falstaff de Shakespeare. Chimes at Midnight (1965) es, según la siempre voluble opinión de los críticos, una obra maestra. El obeso compañero de juergas de Enrique IV convenía muy naturalmente al maduro Welles, no sólo por su físico, sino por esa extravagante mezcla de ternura, picardía y patetismo que desprende el personaje. Observándolo en la pantalla, uno descubre que su Sir John Falstaff es una especie de don Juan envejecido, apenas cómico: en sus arrugas se nota la amarga sensación de haber perdido, no sólo el atractivo físico, sino la “estrella” que lo acompañó de joven. Sutil, vital, desmesurado y triste, Falstaff se acerca mucho más al Welles real que el recio y obsesivo don Quijote.
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¿Podemos imaginar el Don Quijote de Welles? Teniendo en la mente las escenas usurpadas por Jess Franco, y aderezándolas con los comentarios que el director estadounidense esparció aquí y allá a lo largo de casi treinta años, quizás sea posible atisbar algunos escorzos de la película. El ejercicio tiene mucho, ahora sí, de quijotesco: implica convertir en movimiento y en imágenes —y, lo que no es nada sencillo, en imágenes de Welles— un sinfín de simples e inmóviles palabras.
Comencemos, pues, con los antecedentes: en 1955, Welles comienza a pensar seriamente en la posibilidad de adaptar la novela de Cervantes; no es sino otro de los incontables proyectos que rondan su mente, pero se halla tan entusiasmado que se atreve a filmar unas cuantas escenas de prueba con el actor de origen ruso Mischa Auer, a quien ya ha dirigido en Mr. Arkadin (1955).
En 1957, una vez desestimada la participación de Auer, Welles al menos posee unas intuiciones muy claras sobre la naturaleza de su proyecto:
a) En primer lugar, piensa que don Quijote y Sancho son personajes inmemoriales, eternos, que ya resultaban anacrónicos en el siglo XVI; de este modo, le parece absolutamente natural incorporarlos al mundo moderno. Su idea no es reconvertirlos en personajes actuales, sino hacerlos deambular por nuestra época, provocando el mismo pasmo y la misma extrañeza que pudieron haber provocado entre los campesinos y soldados del Siglo de Oro;
b) Como hemos señalado anteriormente, Welles imagina una película silente: ni don Quijote ni Sancho tendrán voz, sino que un solo narrador —el propio Welles— se encargará de narrar toda la historia; y, por último,
c) La película se iniciará con el viaje de una familia estadounidense a España. Después de vagabundear un rato, la hija de la pareja de turistas se topará con Welles, quien le contará las aventuras de don Quijote de la Mancha.
Cuando se traslada a México para iniciar la filmación, Welles ya ha escogido además a su trío de actores: Francisco Reiguera, como don Quijote; Akim Tamiroff, como Sancho, y Patty McCormack, quien a la sazón tiene diez años y ha participado en un par de series de televisión, como la pequeña vacacionista. Rodeado por un pequeñísimo grupo de seguidores, Welles emprende el camino.
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Poco después de regresar de México, Orson Welles declara, enfático:
—La película será presentada como una sola unidad. El anacronismo de don Quijote en relación con su tiempo ha perdido su eficacia hoy en día, porque las diferencias entre el siglo dieciséis y el catorce ya no quedan muy claras en nuestras mentes. Lo que he hecho es trasladar este anacronismo a términos modernos. En cambio, don Quijote y Sancho Panza son eternos. En la segunda parte de Cervantes, don Quijote y Sancho Panza llegan a cierto lugar, y la gente siempre dice: “¡Mira! Allí están don Quijote y Sancho Panza. Leímos un libro sobre ellos”. De este modo, Cervantes les otorga un lado divertido, como si ambos fuesen personajes de ficción más reales que la vida misma. Don Quijote y Sancho Panza están exacta y tradicionalmente basados en Cervantes, pero son nuestros contemporáneos. Dura una hora y cuarto por el momento. Será una hora y media cuando haya filmado la escena de la Bomba H. No, no he filmado esta película más rápido que las otras, sino con un grado de libertad que uno busca en vano en las producciones normales, porque se ha hecho sin cortes, sin una trayectoria narrativa, sin contar ni siquiera con una sinopsis. Cada mañana, los actores, el equipo y yo nos encontramos frente al hotel. Entonces nos ponemos en marcha e inventamos la película en la calle. Eso es lo más emocionante, porque es verdaderamente improvisado. La historia, los pequeños sucesos, todo se improvisa. Está hecha con las cosas que encontramos en el momento, en el destello de una idea, pero sólo después de haber ensayado a Cervantes durante cuatro semanas. Porque ensayamos todas las escenas de Cervantes como si fuéramos a representarlas, para que los actores pudiesen conocer a sus personajes. Luego nos vamos a la calle e interpretamos, no a Cervantes, sino una improvisación basada en esos ensayos, de los recuerdos de los personajes. Es una película silente. Yo explicaré los comentarios. Casi no habrá post-sincronización, sólo unas cuantas palabras. Yo aparezco como Orson Welles, no interpreto a un personaje. También está Patty McCormack, una actriz extraordinaria. Ella representa a una pequeña turista estadounidense en el hotel. Es una película estilizada, mucho más de cualquier cosa que haya hecho antes. Es estilizada desde el punto de vista del encuadre, y el uso de los lentes. Todo está en 18.5. La filmación durará un período de dos semanas, luego otras tres. Más la preparación de los acto-res, que ha sido muy particular. Todavía tengo que hacer las últimas dos escenas. Tuve que detenerme sólo porque Akim Tamiroff tenía que trabajar en otra película, y yo tenía que actuar en The Fires of Summer para tener suficiente dinero para Don Quijote, siempre ha sido así. Tenemos que esperar a un momento en el que los actores estén libres al mismo tiempo (10).
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—En un lugar de la Mancha…
Sí: resulta inevitable volver a escuchar estas insidiosas palabras, pronunciadas —ya sabemos— por la tajante voz de Welles. Aunque, por otra parte, este Welles no es Welles, o lo es en la misma medida en la que el Borges de incontables relatos es el mismo Borges que los escribe. ¿Sería el estadounidense un devoto del argentino? Su idea de Don Quijote casi permitiría asegurarlo: al adaptar —o, más bien: al repetir— a Cervantes, el director se convirtió por fuerza en un doble de Pierre Menard. Al igual que éste, cada vez que deletreaba de nuevo las conocidas frases del libro les insuflaba otra vida, más vigorosa y eficaz que la anterior.
Prestemos atención a Welles. Sin duda alguna, supera a Cervantes: cuando surge de sus labios —de esos enormes labios cuya imagen protagonizaba Citizen Kane—, la machacona expresión En un lugar de la Mancha suena más real y verdadera que nunca; sus cuerdas vocales producen un auténtico Big Bang. Tenemos la impresión de que el universo nace en ese momento, imperceptible, mientras la cámara se aleja un poco y nos permite atisbar la silueta de Patty McCormack al lado del gigantón. La pequeña apenas sonríe, arrobada por la historia que éste se apresta a recitarle; para ella, Welles encarna una especie de ogro bueno, una montaña que de repente tiene la facultad de hablarle.
¿Por qué Welles ha decidido contarle las aventuras de don Quijote a esa niña? Al hacerlo, sugiere que se trata de un cuento inofensivo, y las palabras inaugurales deben ser entendidas entonces como un eco del inevitable Había una vez… Sin embargo, no evitamos percibir algo extraño —casi nos atreveríamos a decir antinatural— en esta secuencia: que un hombre gordo y barbado se apodere, así sea a través de las palabras, de una cría indefensa y solitaria, abandonada por sus padres en un país extraño, es algo que despierta inmediata reprobación. Las señales de alarma se multiplican: aunque parezca inofensivo y afable, Welles no se asemeja en absoluto a un abuelo bonachón; de hecho, la diferencia de volúmenes entre él y la menuda Patty provoca un justificado resquemor, un insondable malestar…
¿Qué pretende ese coloso? ¿De veras una niña será el público ideal de Don Quijote? ¿Estará capacitada para entender las sutilezas, las burlas, los equívocos que llenan la obra? Tal vez este extraño comienzo sugiera una connotación distinta: la diferencia de tamaño y edad entre ambos pone en evidencia, asimismo, la disparidad de sus conocimientos. Recordemos que, en una de las entrevistas trascritas anteriormente, Welles afirmaba que para él don Quijote y Sancho Panza eran personajes eternos; entonces, si él mismo se empeña en referir su historia a una impúber incapaz de comprenderla, es porque no le interesa hacer una revelación fundamental. Fue también Borges quien afirmó que el poder de evocación alcanzado por Cervantes es tan grande que, aunque no hayamos leído Don Quijote, todos estamos seguros de haberlo hecho. Acaso Welles quería revertir esta odiosa tendencia: necesitaba unos oídos vírgenes, carentes de prejuicios, para contar su historia como si fuese la primera vez. Asombrada, Patty debió oír sus palabras con la misma curiosidad que Moisés debió manifestar ante la zarza ardiente: sin saberlo, aquella niña representa a la humanidad en su conjunto. En su infinita vanidad, Welles no sólo buscaba suplantar a Cervantes, sino a Dios.
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Recordémoslo: era sir John Falstaff, no don Quijote. Dos escenas:
a) Aunque Welles ya ha decidido casarse con Rita Hayworth, viaja a la ciudad de México para limar asperezas con Dolores del Río, quien a la sazón ya ha renunciado a él. Tan galante y torpe como el orondo personaje shakesperiano, se presenta en la fiesta que Dolores le ofrece en el elegante Hotel Reforma, adonde ha sido convidado el tout Mexique, incluyendo a los embajadores de Argentina, Brasil, China, Cuba, Perú y Estados Unidos.
A la tertulia ha sido invitado otro gordo ejemplar, el pintor Diego Rivera, y un genio de similar envergadura artística, si bien no corpórea, el poeta Pablo Neruda.
—Le doy esta fiesta a Orson para agradecerle que venga a México —exclama Dolores frente a sus comensales.
Neruda asiente con parsimonia y el coro de insignes diplomáticos lo imita. Welles, en cambio, se pone tan nervioso que apenas se controla: uno casi dudaría de su talento como actor.
—¡Por Dios, Dolores! —ruge, súbitamente contrariado—. ¿Sabes? Yo te traía un bellísimo collar peruano… Y ahora me doy cuenta… Sólo ahora —Welles se rasca los bolsillos con fruición exagerada—, ¡ay!, de que debí olvidarlo en el hotel de Guatemala…
Sin mostrar la menor compasión hacia su doble de cuerpo, Diego Rivera sólo atina a croar una brutal, ruidosa, sanchopancesca carcajada.
b) Unos meses después, cuando su relación con Rita Hayworth ya ha excedido —como prometió— la mera fantasía, Welles se arma de valor para romper definitivamente con Dolores. Displicente, ella lo convoca en su suite del Hotel Sherry Netherland de Nueva York. De nueva cuenta el creador de Citizen Kane se halla tan nervioso —o al menos eso aparenta— que acude a la cita con cinco horas de retraso. En ese lapso, Dolores ha tenido tiempo de pasar de la incomodidad al fastidio y de la cólera a la indiferencia. Nadie la ha tratado nunca así: ¡el papanatas no sabe con quién se ha metido! Su carácter dista mucho de acercarse a la ferocidad de María Félix, su eterna rival, pero no duda en darle a Welles una buena muestra de lo que es capaz una despechada hembra mexicana.
Con la majestad de una reina —a fin de cuentas lo es— Dolores deja entrar a Orson en sus dominios. Un tanto beodo, su falaz enamorado nunca se pareció tanto al personaje de Chimes at Midnight como en ese momento: le sudan las manos, le tiemblan los muslos, el corazón se agita en el interior de su formidable tórax. Y su voz, que ha hecho estremecerse a todo un país y ha conmovido a miles de cinéfilos, se queda atorada en su garganta. Aturdido, el inmenso narrador que es Welles no sabe cómo empezar:
—Querida —balbucea—, querida…
Se enjuga con torpeza el sudor que le escurre por la frente y las mejillas; retorciéndose como un niño sorprendido después de cometer una travesura, la táctica de Welles no consiste en pedirle perdón a su amada, sino en causarle lástima. Avanza unos pasos, tambaleándose, y, cuando vuelve a hacer el intento de articular una frase comprensible, sus manos se topan con una de las largas cortinas anaranjadas que penden de los ventanales, otorgándole a la habitación un vaga similitud con una carpa de circo.
—¡Querida! —exclama Orson una última vez antes de darse cuenta de que la pesada tela ya se le viene encima, arrastrándolo hasta el suelo como si fuese un bolo de boliche recién derribado.
Tendido sobre la alfombra, Welles recuerda a una tortuga volcada boca arriba. Sin guardar la menor compasión hacia su amante, Dolores estalla en una chillona, incisiva, gozosa carcajada.
17
Don Quijote encuentra a don Quijote
La escena más célebre del Don Quijote de Orson Welles no existe. Así de simple: nunca se filmó. O tal vez sí, y se encuentre en uno de los rollos que permanecen en Italia, o en los retazos que Jess Franco no utilizó, o se perdió en los infinitos vericuetos que sufrió la cinta tras la muerte de su realizador... ¡Quién puede saberlo! Pero su inexistencia no la hace menos estimulante o menos profunda. Una cosa es cierta: a Cervantes no le hubiese incomodado.
Perdidos en el mundo moderno, en donde ya se han topado con chicas en motocicleta —sirenas mecánicas—, televisores —conjuros infernales— y filas de automóviles —carruajes embrujados—, don Quijote y Sancho se internan en uno de tantos pueblos españoles y se introducen en una especie de santuario, una extraña cueva sin luz visitada por un alud de peregrinos. De pronto allí, frente a ellos, se produce el encantamiento: ¿qué extraña o endiablada maravilla ocurre allí adentro? Luego de traspasar un apretado patio de butacas, semejante al de un teatro cualquiera, don Quijote y Sancho se encuentran con Sancho y don Quijote.
Como si Merlín el hechicero les hubiese arrebatado sus cuerpos, se descubren a sí mismos en la pantalla que hay en la pared del fondo. ¡Cómo es posible! Con esta imagen, Welles ha llevado hasta sus últimas consecuencias la mise en abîme inventada por Cervantes en la segunda parte de su libro. A diferencia de lo que ocurre en la novela, en este caso los habitantes de la comarca no sólo han oído hablar de sus ilustres visitantes y no sólo conocen sus aventuras de memoria —a veces trastocadas por el infame Avellaneda—, sino que pueden espiarlos en todo momento gracias a ese maldito artefacto que llaman cinematógrafo.
Más enfurecido que al toparse con los gigantes disfrazados de molinos, el Ingenioso Hidalgo no duda en blandir su lanza para acabar con tan perverso maleficio y, antes de que su escudero o el público puedan detenerlo, el impulso de su brazo logra rasgar la blanca pantalla y, con ella, su propia figura. Aquí don Quijote no sólo intenta contradecir a don Quijote, como ocurre en el libro al tratar de burlar a Avellaneda; aquí don Quijote intenta aniquilar a don Quijote; don Quijote, el verdadero don Quijote si es que hay un don Quijote verdadero, no tolera esa engañifa, su imagen repetida sin su consentimiento, esa trampa que lo reinventa y multiplica. Incluso don Quijote quiere ser el único don Quijote y no el don Quijote que cada uno de nosotros se ha inventado, y mucho menos ese don Quijote espurio que lo imita y lo remeda, y que en el fondo tanto se parece a él. El don Quijote literario no tolera la existencia de ese burdo don Quijote cinematográfico, de esa falsificación de sí mismo. Sólo que el miserable don Quijote no sabe, o acaso sólo intuye —¡aunque nosotros sí lo sepamos!—, que él tampoco es el verdadero don Quijote, que él está hecho de la misma estofa que ese otro que se empeña en destruir, que él también habita una pantalla —o un libro, o nuestras mentes—, y que su locura no es tal, sino apenas una extraviada lucidez. Don Quijote se mira y no se reconoce o, lo que es peor, quizás reconoce en su imagen proyectada a alguien todavía más real que él mismo.
Los talentos combinados de tres genios: Cervantes, Borges, Welles se unen aquí para atisbar todos los juegos metaliterarios y metacinematográficos que se llevarán a cabo a partir de entonces. Cuando Cervantes hizo que en la segunda parte de su libro don Quijote leyese a don Quijote, cuando Borges hizo a Pierre Menard el autor de Don Quijote —y, con él, a cada uno de nosotros— y cuando, para cerrar el ciclo, Welles hizo que don Quijote mirase a don Quijote en un cine de barrio se abrieron tres puertas que no han vuelto a cerrarse y que aún hoy nos provocan una sensación de —valga la paradoja— gozosa angustia. No es casual que don Quijote creyese hallar su fin al enfrentarse con el Caballero de los Espejos; tampoco que Borges odiase los espejos tanto como la cópula; tercero en turno, a Welles le correspondía mostrarnos el diabólico poder de ese gran espejo de nuestro tiempo que es el cine.
18
Recordemos esta escena primordial: de viaje por Brasil, Orson Welles hojea distraídamente una revista y se topa con la bellísima fotografía de una pin-up; sin pensarlo ni un segundo, Welles afirma que ella se convertirá en su mujer.
¿Se dan cuenta de las consecuencias de esta anécdota? Lo extraordinario del episodio no radica en que Welles se enamore de una actriz desconocida (eso nos ocurre a todos), ni tampoco en que (a diferencia de lo que nos ocurre a todos) él vaya a terminar casándose con ella; lo de verdad notable es que simboliza a la perfección el perverso poder del cine. Porque —no debemos olvidarlo— Welles no es uno de esos fanáticos que persiguen a las estrellas de Hollywood, sino uno de los más grandes directores de la historia del cine. Si incluso él cae en las redes de la ficción, ¿qué no puede pasarnos a los demás?
Tanto don Quijote como Welles se enamoran de dos mujeres ideales, igualmente inexistentes: el primero, de una posadera a la que confunde con una doncella; el segundo, de una imagen a la que confunde con la realidad. ¿Será que al fin comparten una locura parecida? La diferencia radica en sus decisiones posteriores: mientras don Quijote preserva su deseo de poseer a Dulcinea —manteniendo su amor incólume—, Welles comete el grave error de apoderarse de ella, transformando a la idílica actriz de la pantalla en alguien bastante peor que una humilde campesina.
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Retrato de Dulcinea
Margarita Carmena Cancino nació en 1918; comenzó su carrera a los trece años, en la compañía de su padre, el bailarín español Eduardo Cancino. Como las leyes estadounidenses le prohibían actuar siendo menor de edad, los Dancing Casinos solían presentarse en Tijuana y otras ciudades de México. Más adelante, la joven le contaría a Welles que su padre la obligaba a dormir con él; acaso este hecho, sumado a un carácter hipersensible y desordenado, fuese el origen de los trastornos nerviosos que la joven comenzó a padecer desde la adolescencia. Según la tosca interpretación del carácter de Rita que Welles llevaría a cabo más adelante, en el interior de la muchacha convivían dos personalidades escindidas: una salvaje y sensual, y otra tímida y retraída (11). (Al director, en cualquier caso, en aquella época parecían gustarle las dos.)
A los dieciocho, Rita decidió abandonar definitivamente a su padre y aceptó casarse con un vendedor de coches llamado Edward Judson, quien se dedicó a explotar su belleza tal como había hecho Cansino. En una historia que parece más propia de Justine que de Don Quijote, Judson la entregó a Harry Cohn, un productor de la Columbia, quien a su vez se dedicó a acosarla y ultrajarla durante varios años. Atrapada en aquella vida miserable, no era difícil que Rita sucumbiese sin demasiadas dificultades a los inteligentes halagos de Welles. Porque, a diferencia de lo que ocurre en el Quijote, en este caso sólo ella sabía en el fondo que no era una princesa.
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Actor de teatro y de cine, locutor de radio, director, productor, editor, guionista, novelista ocasional (12), maestro de ceremonias, político frustrado: Welles es el representante ideal de la “sociedad del espectáculo”: ninguna rama de lo que ahora se conoce con el nombre de industria del entretenimiento escapó de su interés. Y, lo que es más notable, siempre que se lo propuso fue un genial innovador. Sin embargo, dentro de sus múltiples aficiones hay una que ha sido un tanto descuidada por sus biógrafos y que no obstante, debido a su misma rareza, puede ser vista como una metáfora perfecta del quehacer de Welles: la magia.
Desde muy joven Welles se dio a la tarea de aprender todo tipo de trucos, justo esos que ahora, en esta época de efectos especiales, nos parecen burdas maniobras de cómicos de feria: juegos con cartas, sombreros con conejos, pollos amaestrados, magnetismo y mujeres cortadas por la mitad. Tanto Dolores del Río como Rita Hayworth llegaron a servirle de asistentes, aunque quizás la más llamativa de las estrellas de cine que Welles serruchó en público fue Marlene Dietrich.
Tras la declaración de guerra de Estados Unidos a Japón en 1942, Welles montó una compañía itinerante, a la que llamó Wonder Show, para entretener a las tropas que peleaban en el frente. Durante varias semanas se reunió con Joseph Cotten —a quien le enseñó un acto de escapismo—, Agnes Moorhead y Rita para ensayar los diversos números: ¡La princesa Nefertona cortada por el ombligo y continúa viva!, ¡Joseph el Grande escapa con vida! ¡El doctor Welles, sin trucos, petrifica con la mirada! Desde luego, el gran número se produciría cuando dividiese a la mitad a su hermosa asistente. Por desgracia, el manager de Rita le impidió participar en el acto y a Welles se le ocurrió invitar a la Dietrich, a quien conocía de sus épocas con Dolores. La actriz alemana aceptó gentilmente, y durante varias noches consecutivas se presentó ante diversas divisiones de soldados leyendo el pensamiento de los jóvenes voluntarios que se atrevían a ponerse en sus manos.
Por más que quiera verse este tipo de situaciones como meras anécdotas sin importancia en la carrera de Welles, en realidad revelaban su perversidad y su inteligencia: no sólo era capaz de manipular a decenas de inocentes, sino también a las grandes figuras de Hollywood. Antes que nada, Welles era un gran ilusionista. Ésta es la palabra perfecta para describirlo: en cada una de las actividades que emprendió siempre supo que él era un simple artesano y el producto que presentaba al público un mero artificio: una trampa o un engaño que sólo su habilidad hacía parecer real. Si Welles es un creador verdaderamente moderno, se debe a que nunca creyó ser un artista, sino un simple manipulador, como Kane o Hearst. Welles buscaba ser un Maese Pedro animando su retablo con las ilusiones que ponía en los ojos y las mentes de su público, convertido así, gracias a él, en una turba de Quijotes.
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El hombre que mató a don Quijote
La historia de Don Quijote en el cine no ha sido precisamente feliz. Pese a los esfuerzos de numerosos actores y directores —algunos de la talla de Pabst—, ninguna película compite con el original. No se trata del típico fenómeno que produce películas mediocres a partir de fuentes sublimes: más bien pareciera como si, pese al carácter eminentemente visual de las andanzas del Ingenioso Hidalgo, hubiese un elemento escondido, sutil y metafórico, que rebasa la mera representación: ese espíritu sólo se encuentra en contados pasajes de la vasta cadena de adaptaciones que se han producido a partir del indómito personaje.
La primera noticia que se tiene de un filme con el tema del Quijote data de una producción francesa silente de 1903, a la cual le siguieron otras en 1915, dirigida por Edward Dillon; 1923, de Maurice Elvey; una muy libre versión en dibujos animados de 1934, de Ub Iwerks, y una producción danesa de 1926, a cargo de Lau Lauritzen, hasta llegar a la de Georg Wilhelm Pabst de 1933 —un año especialmente significativo—, en la cual lo mejor de todo es la actuación del gran bajo ruso Fiódor Chaliapin.
Sin embargo, a partir de ese momento la figura fílmica del anciano caballero se vuelve universal, pues existen, además de las versiones españolas de 1948, Don Quijote cabalga de nuevo, y de 2002, El caballero don Quijote, producciones de origen israelí, Dan Quihote V’Sa’adia Pansa (1956); soviético, Don Kikhot (1957) y Deti Don Kikhota (1965); mexicano, Don Quijote cabalga de nuevo (1972), de Roberto Gavaldón, con Fernando Fernán Gómez en el papel de Alonso Quijano y Cantinflas en el de Sancho Panza; y taiwanés, Asphaltwiui Don Quixote (1988), sin dejar de contar las versiones musicales The Amorous Adventures of Don Quixote and Sancho Panza (1976) y Man of La Mancha (1982), hasta llegar a la malograda adaptación de Terry Gilliam que habría de llamarse The Man Who Kill Don Quixote (2000).
Tal vez esta última producción, azotada por todas las desventuras posibles que provocaron que ni siquiera pudiese terminar de rodarse, guarda los mayores paralelismos con el abortado filme de Welles. En ambos casos se trata, por encima de todo, de proyectos propios —de acuerdo: de sueños— llevados a cabo por dos grandes talentos de la historia del cine. Otros paralelismos: tanto Welles como Gilliam son estadounidenses; ambos maduraron su idea de filmar Don Quijote a lo largo de muchos años; ambos decidieron realizar películas personales, independientes de Hollywood y sus exigencias, con presupuestos descabellados; y ambos, en fin, tuvieron que sucumbir a los límites que ellos mismos se impusieron para regresar a la realidad y darse cuenta de la imposibilidad de seguir adelante.
Como sea, el destino de The Man Who Kill Don Quixote no deja de resultar tragicómico, como la novela, al grado de que un par de cineastas jóvenes, Keith Fulton y Louis Pepe, se dieron a la tarea de filmar una película sobre el fracaso de esta otra película. Titulado con acierto Lost in La Mancha (2002), el documental de Fulton y Pepe cuenta las desventuras de Gilliam y su troupe a la hora de filmar su ansiada adaptación de la novela de Cervantes.
Igual que Welles, William tenía fama de genial, de fantasioso y atrabiliario y, sobre todo, de poco realista a escala financiera. En la industria cinematográfica se había vuelto célebre por uno de sus mayores fracasos: Las aventuras del Barón de Munchausen, incapaz de recuperar siquiera una pequeña parte del altísimo presupuesto invertido en ella. Embrujado por este fiasco, nadie parecía recordar sus éxitos: sus colaboraciones con el grupo inglés Monty Pitón o películas tan logradas —y llenas de imaginación y talento visual— como Bandidos en el tiempo, Brazil, Pescador de ilusiones u Ocho monos. En cualquier caso, los productores hollywoodenses se negaron a participar en Don Quixote, por lo cual Gilliam tuvo que recurrir a un destartalado abanico de inversores europeos para rodar la que se convertiría en la película más cara realizada fuera de Estados Unidos.
En principio, el reparto elegido por Gilliam parecía asegurar el interés tanto del público como de los productores franceses, ingleses y españoles que acompañaban su locura. Jean Rochefort, el actor francés elegido para encarnar al protagonista era, como Reiguera, un don Quijote nato: basta verlo unos segundos en Lost in La Mancha para darse cuenta del buen ojo de Gilliam al seleccionarlo; en cuanto a los secundarios, la pareja formada por Johnny Depp y Vanessa Paradis, aseguraban el impacto mediático del filme. Por desgracia, el tinglado —sería mejor decir: el retablo— estaba armado con pinzas: cualquier error de cálculo terminaría en un desastre. Y así ocurrió.
Pese a contar con la entusiasta colaboración de su trío de actores, quienes accedieron a rebajar notablemente su caché, pronto se hizo evidente que el proyecto hacía agua por todas partes. Sin darse cuenta, Gilliam había escogido un don Quijote demasiado frágil: más frágil aún que don Quijote. Pese a ser un jinete probado, a sus setenta años la columna de Rochefort no resistió los embates de Rocinante y debió ser hospitalizado de emergencia durante varios días. Si a eso se añade la furiosa tempestad que azotó al equipo de filmación durante los primeros días del rodaje en Navarra —en un árido campo cercano a unas instalaciones de la OTAN que provocaban el continuo paso de cazas supersónicos—, al cabo de una semana de rodaje se hizo evidente que no existían las condiciones para continuar el proyecto.
A diferencia de lo que ocurrió con Welles, en este caso la película de Fulton y Pepe apenas nos permite adivinar las secuencias que habría de tener la obra terminada, pero en cambio nos conduce por el camino de frustración que Gilliam debió recorrer día tras día. Provoca una genuina tristeza observar la construcción de los espectaculares decorados, la desbordante imaginación de los vestuarios, la riqueza visual del storyboard o la pasión de los colaboradores de Gilliam y saber de antemano que todo eso ha quedado en el olvido. Quizás con demasiada facilidad, los directores del documental no han dudado en comparar a Gilliam con don Quijote porque, tal como ellos la relatan, su desventura parece más kafkiana que cervantina. Mientras vemos a Gilliam seguir el derrotero de su película, siempre con esa misma expresión de niño asustado, incapaz de comprender que los mayores no le compren sus juguetes y no lo dejen cumplir sus caprichos, tenemos la certeza de que no se trata de un caballero andante, sino de un hombre atrapado en sí mismo. Genial e introvertido, incapaz de ocuparse de las tareas cotidianas, sumergido siempre en sus fantasías, Terry Gilliam es sin duda el hombre que mató a don Quijote.
22
El fin
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme.
La frase, en esta ocasión, adquiere plenamente su significado: si el narrador no quiere acordarse es por el dolor que siente al hacerlo, porque algo terrible —inenarrable, inefable— ocurrió allí, en la Mancha.
Como de costumbre, vemos a don Quijote y a Sancho recorriendo un adusto y polvoriento camino en la sierra. El cielo es de una claridad majestuosa. Nuestros héroes avanzan a paso cansino, agotados por el sol y por las múltiples desventuras que han sufrido a lo largo del camino. Don Quijote ha sido golpeado, manteado, burlado, escarnecido. Y, sin embargo, prosigue su marcha, invencible, paseando su triste figura una vez más. Poco a poco escalan una pequeña pendiente y al fin contemplan la interminable llanura manchega que se extiende infinita ante sus ojos.
De pronto, todo tiembla. Se oye una terrible explosión, tan terrible que incluso puede escucharse en una película muda. Todo se sacude. La tierra tiembla, vibra, se estremece. Y entonces alzamos nuestra vista, al mismo tiempo que don Quijote y Sancho, y contemplamos el insólito espectáculo que se produce ante nuestros ojos. Un encantamiento mayor a cualquiera de los descritos en los libros de caballerías; un conjuro o una maldición peor que las de todas las brujas y hechiceros de la historia.
Una gigantesca nube asciende hacia el cielo. Una hermosísima nube, blanca y tornasolada, en forma de hongo. Y entonces lo comprendemos todo. Quizás don Quijote y Sancho no, pero nosotros, educados por la historia, sí sabemos lo que ocurre. Se trata de una bomba H, del Armageddón, de la Tercera Guerra Mundial, del Día del Juicio. Don Quijote y Sancho contemplan, azorados, nuestra destrucción. La de todos nosotros, sus lectores. El fin de la de la especie humana. El mundo se desintegra ante sus ojos, y nosotros con él. Al final, hemos sido incapaces de sobrevivir a nuestro odio, nuestros temores y nuestra debilidad. Hemos fracasado.
Don Quijote y Sancho Panza, en cambio, persisten. A diferencia de nosotros, ellos son inmortales. A pesar de nosotros, nos sobreviven. Mientras que a nosotros la realidad nos ha condenado a muerte, a ellos la fantasía los ha salvado. Deslumbrados, estremecidos y más tristes que nunca, nuestros héroes se preparan para continuar el camino. Ya no habrá quien los escuche ni quien los lea. Nadie los reconocerá por las calles. Nadie se acordará de sus nombres. Y nadie se acordará, tampoco, de ese lugar de la Mancha. De ese lugar de la Mancha que es la Tierra. No importa: a pesar de los pesares, en contra de todo, ellos proseguirán su camino. Welles lo sabía y por eso siempre quiso filmar esta escena, el mayor homenaje que nadie le ha hecho a Cervantes: ellos son lo mejor que los seres humanos pudimos crear.
París-Edimburgo, verano de 2003.
(1) The Orson Welles Story, entrevista realizada por Leslie Megahey para la BBC en Las Vegas, en 1982. Reproducida en Mark W. Estrin (ed.), Orson Welles Interviews (University Press of Mississippi, 2002), pp. 207-208.
(2) Don Quijote de Orson Welles, editada por Jess Franco, Rosa María Almirall y Fátima Michalczok, Producciones El Silencio, Madrid, 1992, 118 min.
(3) Entrevista de Welles con André Bazin y Charles Bitsch, Cahiers du Cinéma, mayo de 1958.
(4) Orson Welles y Peter Bogdanovich, Moi, Orson Welles (París: Belfond, 1993), p. 439. (La edición inglesa es de 1992.)
(5) Yo soy usted (1943) y Ofrenda (1953).
(6) Transmitidos con el título de México en el programa Hello Americans de la CBS en 1943.
(7) Barbara Leaming, Orson Welles (Barcelona: Tusquets, 1986), p. 220. (La edición inglesa es de 1985.)
(8) David Ramón, La Santa de Orson Welles (México: Coordinación de Difusión Cultural, UNAM), 1991.
(9) David Thomson, Rosebud. The Story of Orson Welles (Nueva York: Random House), 1996, p. 196.
(10) Entrevista de Welles con André Bazin y Charles Bitsch, Cahiers du Cinéma, mayo de 1958, pp. 37-39.
(11) Barbara Leaming, Orson Welles, op. cit., p. 277.
(12) En 1954 la editorial Gallimard publicó, con el nombre de Orson Welles, la novela Mr. Arkadin, en la cual no se especificaba el nombre del traductor. Años más tarde, Welles negaría toda paternidad de esta obra literaria que se sumaba a todas sus otras habilidades.
Jorge Volpi. Nació en Ciudad de México, DF, en 1968. Estudió derecho y letras en la Universidad Nacional Autónoma de México y filología hispánica en la Universidad de Salamanca. Es autor de las novelas A pesar del oscuro silencio (1993), La paz de los sepulcros (1995), El temperamento melancólico (1996), En busca de Klingsor (1999) y La guerra y las palabras, una historia intelectual de 1994 (2004); de las novelas cortas Días de ira (en el volumen Tres bosquejos del mal, 1994), Sanar tu piel amarga (1997) y El juego del apocalipsis (2000); del ensayo La imaginación y el poder: Una historia intelectual de 1968 (1998) y de la antología de jóvenes cuentistas mexicanos Día de muertos (2001). Su novela En busca de Klingsor (Seix Barral, 1999) obtuvo los premios Biblioteca Breve, Deux Océans y Grinzane Cavour, y el de mejor traducción del Instituto Cervantes de Roma en 2002. El fin de la locura (Seix Barral, 2003) es su última novela. Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores de México y becario de la Fundación J. S. Guggenheim.
* Publicado originalmente en Letras Libres, España. Reproducido con la debida autorización. Estudios Públicos, 100 (primavera 2005).
Don Quixote / Orson Welles
Año: 1992
Duración: 111 minutos
Dirección: Orson Welles
Guión: Orson Welles, con diálogos adicionales de Jesús Franco
Producción: Patxi Irigoyen y Juan A. Pedrosa
Música: Daniel White
Fotografía: Juan Manuel de la Chica, Jack Draper, José García Galisteo, Manuel Mateos, Ricardo Navarrete, Edmond Richard y Giorgio Tonti
Montaje: Jesús Franco, montador de material previamente ensamblado por Maurizio Lucidi, Renzo Lucidi, Peter Parasheles, Alberto Valenzuela e Irah Wohl
Sonido: Ian Sasplugas y Ángel Serrano
Efectos especiales: Geny Jack y Dolores Olivé
Supervisores de la nueva versión: Jesús Franco y Oja Kodar
Reparto: Francisco Reiguera (don Quijote), Akim Tamiroff (Sancho Panza), Orson Welles, José Mediavilla (voz de don Quijote en la nueva versión), Juan Carlos Ordóñez (voz de Sancho Panza en la nueva versión), Constantino Romero (narrador de la nueva versión), Fernando Rey (narrador de la escena final en la nueva versión), Paola Mori, Beatrice Welles, Oja Kodar y Patricia McCormack
SINOPSIS La particular visión que Welles tenía de España es recreada a través de los ojos de Don Quijote y Sancho, quienes viajan por la España de los sanfermines, las fiestas de moros y cristianos, la Semana Santa, etc. Esta película fue filmada por Welles a lo largo e catorce años y murió sin haber podido terminar su montaje. El director Jess Franco, amigo de Welles desde el rodaje de “Campanadas a Medianoche”, buscó los materiales que estaban diseminados por medio mundo y en poder de diversas personas, entre ellas la segunda esposa de Welles, Suzann Clothier. Jess Franco ha hecho una gran labor de montaje siguiendo las propias indicaciones que dejó escritas el propio Welles. (Filmaffinity)