La novia vestía de negro (1967)



La novia vestía de negro
Film  François Truffaut
Novela  Cornell Woolrich
Cornell Woolrich. La novia vestía de negro 
(Fragmento)
II
BLISS

El taxi se detuvo bruscamente delante del portal de la casa donde Bliss tenía su apartamento, y el hombre se sintió ligeramente proyectado hacia delante. Todo el líquido almacenado en su estómago pareció agitarse: no sólo porque el hombre había bebido más de la cuenta, sino también porque había vaciado unos vasos unos minutos antes.
Salió y se le cayó el sombrero al chocar contra la parte superior del marco de la portezuela. Se pasó una mano por los cabellos, buscó algún dinero en su bolsillo dejó caer una moneda de plata sobre la acera. No estaba completamente borracho, esto no le sucedía nunca. Comprendía perfectamente lo que le decían y lo que decía él mismo. Se encontraba perfectamente. Y, además, pensaba en Marjorie. Era un pensamiento agradable que no le inspiraba el deseo de ahogarlo en alcohol.
Charlie, el portero de noche, salió mientras Bliss le pagaba al conductor. Charlie, que normalmente salía a recibir a los inquilinos, se había retrasado ligeramente esta vez, porque estaba entretenido leyendo un artículo de tema deportivo en su periódico. Pero, después de todo, eran las dos de la mañana, y nadie es perfecto.
Bliss se volvió y dijo:
—Hola, Charlie.
—Buenos días, Mr. Bliss.
Le sostuvo la puerta abierta, se hizo a un lado para dejarle entrar y le siguió, bostezando. Sin volverse y sin haberle visto, Bliss bostezó a su vez... fenómeno que hubiera interesado evidentemente a un metafísico.
Había un gran espejo pegado a una de las paredes del vestíbulo, y Bliss se acercó a él como lo hacía cada vez que pasaba por allí. Había dos clases de actitud. La «hoy-estoy-en-forma-donde-voy-a-ir»; eso era antes de salir. Luego había la «Dios-mío-esto-no-marcha-mi-cama-por-favor»; esto era al regresar.
Bliss vio en el espejo a un hombre de veintisiete años, de cabellos muy cortos, que le miraba. Unos cabellos tan cortos que, en las sienes, parecían de plata. Unos ojos castaños, un cuerpo esbelto y musculoso, de estatura mediana. Un hombre que no estaba mal: Bliss. No era guapo, desde luego, pero un hombre no tenía necesidad de ser guapo. ¿Se preocupaba acaso Marjorie Elliott de que fuera guapo?
—Me basta con que seas Ken Bliss —había dicho.
Bliss suspiró, disparó su dedo corazón, tras apoyarlo en el pulgar, contra la flor blanca de su ojal, y los marchitos pétalos cayeron.
A continuación sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos arrugado y fatigado, sacó uno y pasó el dedo por el agujero que había practicado en una de las esquinas superiores del paquete. Comprobó que quedaba un cigarrillo y se lo ofreció a Charlie.
El portero vaciló un instante, luego cogió el cigarrillo, pensando que Bliss era quizás el último de los inquilinos que llegaban tarde.
Charlie era vigoroso, con una acusada tendencia a la gordura. Experimentaba algunas dificultades para frotar las guarniciones de cobre de la marquesina del porche; pero, a media altura y en la parte superior, aquellas guarniciones brillaban como joyas. Charlie podía hacer entrar en razón a un borracho turbulento. Era portero de noche del inmueble antes de que Bliss se instalara en él. Bliss simpatizaba con él. Y Charlie simpatizaba también con Bliss, que le daba dos dólares por Navidad y bastantes propinas durante el año. Pero el motivo no era éste: le era simpático sencillamente.
Bliss encendió un cigarrillo y le dio fuego al portero. Luego se volvió hacia el ascensor.
—¡Oh! Me olvidaba, Mr, Bliss —dijo Charlie—. Esta noche, una joven ha preguntado por usted.
—¿Sí? ¿Quién era? —preguntó Bliss, sin mostrar demasiado interés.
No se trataba de Marjorie y, por lo tanto, no tenía importancia... no tenía ya importancia. Se inmovilizó y volvió ligeramente la cabeza, esperando la respuesta.
—No he podido enterarme de su nombre —dijo Charlie—. Y eso que se lo he preguntado dos o tres veces... Pero no parecía sentir deseos de decirlo.
—No tiene importancia —dijo Bliss.
En efecto, la cosa no tenía importancia.
—Creo que tenía intención de subir y esperarle en su apartamento —añadió Charlie.
—¡Ah, eso no! No haga nunca eso —dijo vivamente Bliss—. Aquellos tiempos se han terminado.
—Lo sé, Mr. Bliss no se preocupe...
Charlie protestaba sinceramente. Sin embargo, añadió, sacudiendo la cabeza:
—De todos modos, tenía muchas ganas de subir.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Bliss, cuya curiosidad se había despertado bruscamente por el tono del portero.
Dio un paso atrás y, esta vez, se volvió a medias hacia Charlie.
—Estaba allí, de pie cerca de mí, un poco de lado, contra el espejo. Yo acababa de llamar por teléfono arriba y de comprobar que usted había salido. Ella me dijo: «¿Podría subir y esperarle en su apartamento?» Yo contesté: «No sé, señorita, no estoy autorizado...» Quería librarme de ella, ¿comprende? Entonces, abrió su bolso y simuló que buscaba algo en su interior. Y encima del bolso, cubriendo todo lo demás, había un billete de cien dólares. Tal vez no me crea usted, pero le aseguro que lo vi...
Bliss se echó a reír.
—¿Y cree usted que tenía la intención de ofrecerle aquel billete para que la dejara subir? Vamos, Charlie...
Hizo un gesto burlón, pero nada podía alterar la seriedad de Charlie.
—Estoy convencido de ello, Mr. Bliss; no había posibilidad de equivocarse, a juzgar por las maniobras de la joven. Dejó el bolso abierto de par en par, y buscó por los rincones sin tocar el billete. Estaba extendido sobre todo lo demás.
Luego, la joven me miró fijamente, apartando un poco el bolso. No lo acercó a mí, desde luego, pero lo apartó ligeramente a un lado a fin de que pudiera verlo bien y comprender. Soy portero de noche desde hace mucho tiempo y conozco todos esos trucos.
Bliss se frotó largamente la comisura de la boca-
—¿Está usted seguro de que no era un billete de diez dólares, Charlie?—preguntó finalmente.
La voz del portero pareció hacerse más aguda, en una insistencia sorprendida.
—¡Mr. Bliss, vi los dos ceros en cada una de las dos esquinas superiores! Bliss se mordió los labios. —¡Qué raro! —gruñó.
Se volvió completamente hacia Charlie, como si tuviera intención de quedarse hasta que aquel asunto quedara liquidado a su entera satisfacción. Charlie pareció comprender aquella necesidad de explicaciones. Pero acababa de oír a otro taxi que se había detenido ante la puerta. —Vuelvo en seguida, Mr. Bliss —dijo. Salió y regresó un momento después detrás de un hombre y una mujer en traje de noche que a eso de las ocho y media debió de estar impecable. Ahora, aparecía más bien arrugado.
La pareja saludó ligeramente a Bliss con un gesto de cabeza, y Bliss respondió con la fría cortesía habitual entre los inquilinos de un gran inmueble. El hombre y la mujer subieron en el ascensor.
En cuanto hubieron desaparecido, Charlie y Bliss reanudaron la conversación en el punto donde la habían dejado.
—¿Cómo era esa joven? ¿La había visto antes?
Usted conoce a la mayoría de las muchachas que venían a mi casa.
—Desde luego —dijo Charlie—. Y no la reconocí. Lo único que puedo decirle es que es muy guapa. ¡Oh, sí! Muy guapa...
—Bien, es muy guapa —repitió Bliss—. Pero, ¿cómo es?
—Rubia...
Charlie empezó a hacer gestos: el artista que dormitaba en él se despertó repentinamente. Indicó una masa lujuriante de cabellos.
—Una verdadera rubia —insistió—. Una de esas rubias doradas; no ese rubio pálido, descolorido, color de plata, que se adquiere en la peluquería. Una verdadera rubia.
—Una verdadera rubia —repitió Bliss pacientemente.
—Y... y con ojos azules, ¿sabe? De esos que ríen siempre, incluso cuando están serios. Y alta hasta aquí... su barbilla me llegaba al hombro. Y... no muy gorda, pero tampoco demasiado delgada...
Mientras escuchaba, Bliss mantenía la mirada fija en una esquina del techo.
—No —murmuró—, no: la más parecida a esas señas sería Helen Raymond, pero...
—Recuerdo perfectamente a miss Raymond —dijo el portero—, y puedo asegurar que no era ella. Y estoy casi convencido de que usted no la conoce, ya que ella no le conoce a usted.
—¿Qué? —dijo Bliss—. Entonces, ¿qué diablos venía a hacer aquí? ¿Por qué preguntó por mí, por qué trató de subir a mi apartamento?
Charlie, pensativo, parecía andar con retraso en el círculo que recorrían juntos.
—Ella no le conocía a usted repitió, con énfasis—. Le tendí una trampa, al subir…
—¡Ahí Entonces, ¿permitió usted que subiera a mi apartamento? Aquel billete debía de ser de cien dólares, después de todo.
Charlie carraspeó con aire de protesta, comprendiendo que había dado un paso en falso.
—¡No, Mr. Bliss, no! —exclamó—. Ya me conoce usted. Es cierto que subí con ella en el ascensor, como si hubiera decidido dejarla entrar en el apartamento de usted. Pensé que era el medio más rápido y más seguro para librarme de ella: acompañarla, y en el ultimo segundo...
—Sí, ya sé —dijo Bliss secamente.
—Subimos juntos hasta el cuarto piso. En el ascensor recordé súbitamente el robo del año pasado, y decidí obrar con la máxima prudencia. Entonces, le describí a usted: una falsa descripción; exactamente lo contrario de lo que es usted, para ver lo que pasaba. Dije: «Es rubio y muy alto, ¿verdad? Es que llevo muy poco tiempo aquí, y quiero estar seguro de que se trata de la misma persona que usted busca. Hay tantos inquilinos en el edificio...» Ella picó: «Sí —me dijo—, es él.» Lo dijo muy de prisa, como si quisiera asegurarse de que yo juzgaba su respuesta lo bastante rápida.
—Me gustaría... —dijo Bliss.
Continuó explicando con vehemencia con quién le gustaría ser comparado en circunstancias semejantes.
—Entonces, desde luego, comprendí —aseguró Charlie—. Me dije: no hay nada que hacer, mientras yo esté de servicio. Claro está que no hice ningún comentario; la joven iba muy bien vestida y uno no puede expresar libremente lo que piensa delante de esas personas. Entonces, en el rellano, me dirigí hacia la puerta de su apartamento. Busqué una llave, una llave que no encajaba en la cerradura, como es lógico, y dije que no tenía otra y que no podía abrir. Volvimos a bajar juntos. La joven tenía un aire muy raro, como si hubiera alzado los hombros, diciendo que el incidente no tenía importancia y que entraría en el apartamento de usted tarde o temprano. Me dijo sonriendo: «Otra vez será». Luego se marchó a pie, tal como había llegado. Lo encontré raro, tal como iba vestida. Salí a la acera; no paró ningún taxi, se marchó como si fueran las diez de la mañana. Al llegar a la esquina, dio la vuelta y desapareció. O'Connor, el agente de servicio, se cruzó con ella. Se volvió a mirarla. Desde luego, era muy guapa. ¡Oh, sí! Muy guapa.
—Un barco que pasa en la noche —comentó Bliss—. Estoy seguro de que se trata de un golpe preparado. Si yo no la conocía —y su descripción parece confirmarlo—, si ella no me conocía, ¿qué diablos buscaba? Tal vez me confundió con otra persona.
—Sabía exactamente su apellido, y también su nombre de pila. Preguntó por Mr. Ken Bliss.
—¿Y dice usted que no vino en automóvil?
—No, llegó a pie; no oí ningún vehículo que se detuviera en la calle; y, como ya le he dicho, se marchó a pie. Es muy raro.
Conversaron unos minutos más, unidos por aquella camaradería masculina que reina a eso de las tres de la mañana.
—Sí, en una gran ciudad se ven cosas muy raras. Es natural. Lo sé, Mr. Bliss, en mi oficio he visto cosas muy raras. Personas un poco desequilibradas que creen conocerle a uno, otras que simpatizan con uno, y otras que pretenden que uno les ha causado algún daño... Hay que ver la cantidad de locos que andan sueltos...
—Tal vez es una loca que me sigue los pasos —dijo Bliss con una mueca—. Es una idea reconfortante, en el momento de acostarse.
Giró sobre sus talones entró en el ascensor y dirigió una burlona sonrisa a Charlie, antes de cerrar la puerta.
—Un hombre no está ya seguro si vive solo —dijo—. Creo que voy a casarme para que me protejan un poco.
Pero, antes de quedarse dormido, pensó en Marjorie... y sólo en ella.
Corey llamó a la puerta del apartamento de Bliss, a eso de las ocho y media, mucho antes de que Bliss estuviera preparado para salir, la noche de sus esponsales con Marjorie.
—¿Qué vienes a hacer tan pronto? —gruñó Bliss, en el tono a la vez arisco y cordial que se emplea con los verdaderos amigos—. Acabo de llegar; ni siquiera he tenido tiempo de afeitarme. 
—He llamado a tu oficina, a eso de las cuatro. ¿Dónde diablos estabas? —replicó Corey, en el mismo tono brusco y familiar.
Entró y se instaló en la mejor butaca, apoyando su pierna en uno de los brazos. Lanzó su sombrero, apuntando a una percha, pero el tiro falló y el sombrero cayó sobre la alfombra.
Corey era un hombre atractivo, y él era el primero en reconocerlo. Más alto que Bliss, más delgado, con los cabellos negros y unas espesas cejas. Tenía aquella elegancia afectada que se observa en los hombres representados por la revista masculina Esquive. Pero no era más que un barniz; un observador atento notaba en seguida una especie de brutalidad debajo de aquella apariencia. De cualquier modo, Corey estaba en todas partes. Se le encontraba en la mayoría de las reuniones apoyado en la repisa del hogar, con un vaso en la mano. Cuando le hablaban de una mujer, la conocía... o tenía un amigo que la conocía. Era sumamente osado en sus relaciones con el elemento femenino, y había conseguido éxitos tan notables como inesperados.
Se frotó las manos y sonrió maliciosamente.
—¿Es esta noche cuando te echan el lazo? —inquirió—. ¡Esta noche van a marcarte al fuego! ¿No sientes deseos de salvarte? ¡Apostaría que sí! Estás muy pálido...
—¿Crees que todo el mundo es como tú?
Corey se golpeó el pecho con el pulgar varias veces.
—Tendría que ser como yo —dijo—. ¡Un tipo que nunca se ha dejado pescar, que nunca ha prometido nada!
—Si te bañaras más a menudo, tal vez tendrías más ofertas —gruñó Bliss.
—Tal vez, pero me escaparía en cuanto apagaran las luces... ¿Dónde estabas esta tarde, cuando te he llamado?
—Había ido a buscar el anillo de prometida.
Bliss abrió un cajón de su escritorio; sacó un pequeño estuche y alzó la tapa.
—¿Qué te parece?
Corey sacó el anillo del estuche y dejó escapar un silbido de admiración.
—¡Es un diamante!
—Eso espero —dijo Bliss—, ya que casi me ha arruinado.
Cerró el estuche en el cual Corey había vuelto a dejar el anillo y volvió a dejarlo en el cajón con un aire de indiferencia muy bien simulado.
—Voy a ducharme —dijo—. Ya sabes donde está el whisky.
Reapareció veinte minutos después, elegantemente vestido.
—¿Quién es esa mujer? —preguntó Corey distraídamente, levantando los ojos del periódico que estaba leyendo.
—¿Qué mujer?
—Mientras estabas duchándote sonó el teléfono y una mujer preguntó por ti. No era ninguna de tus antiguas amiguitas. Lo he comprendido por su modo de hablar: «¿Es éste el número de Mr. Kenneth Bliss?» Le he dicho que estabas ocupado y le he preguntado si quería dejar algún mensaje para ti. Ha colgado sin añadir una sola palabra.
—¡Qué raro!
Corey cogió su vaso y lo vació.
—Tal vez se trate de una periodista que ande en busca de un reportaje acerca de tus esponsales.
—No lo creo —dijo Bliss—. Los chicos de la prensa suelen dirigirse a Marjorie. Sus padres han dado ya toda clase de detalles acerca del noviazgo. Me pregunto si sería ella.
—¿Quién es ella?
—No te lo había dicho aún, pero creo que hay una mujer misteriosa que me admira en secreto. La cosa es muy reciente. Una noche, hace un par de semanas, una joven encantadora trató de entrar en mi apartamento. Me lo dijo el portero a mi regreso. Se negó a dar su nombre, y el portero conoce de vista a todas mis amigas. Iba elegantemente vestida y consiguió impresionar a Charlie, lo cual no es corriente. Lo más raro del caso es
que llegó a pie; a pie, procedente de quién sabe dónde, y en traje de noche.
»El portero me dijo que la joven había abierto su bolso con el pretexto de buscar algo en su interior, y que le había mostrado un billete de cien dólares, desplegado y colocado sobre los demás objetos. El modo de obrar de la joven significaba evidentemente que el portero se convertiría en propietario del billete si accedía a abrir la puerta de mi apartamento y a dejar entrar en él a la desconocida.
Corey, escéptico, se encogió de hombros.
—No irás a decirme que un portero se negó a ganar cien dólares con tanta facilidad... Te estuvo contando un cuento.
—No estoy tan seguro. La suma es tan importante, que me inclino a creer que el portero dijo la verdad. De haber inventado la historia, hubiera hablado de diez o veinte dólares. —Entonces, ¿qué es lo que hizo?
—Tal como me contó el asunto, creo que estuvo al borde de sucumbir a la tentación. Estaba a punto de dejarla entrar, cuando decidió tenderle una trampa para asegurarse de que la joven me conocía. Me describió de un modo completamente falso, y la mujer dijo que era yo, en efecto.... demostrando que no me había visto nunca.
»A partir de aquel momento, el portero se asustó. Fingió que no tenía la llave y se libró cortésmente de la desconocida. Cuando comprobó que no había nada que hacer, la joven sonrió, se encogió de hombros y se marchó.
Todo esto pareció interesar a Corey, que se inclinó hacia delante.
—¿Estás seguro de no haberla reconocido, a través de la descripción del portero?
—Completamente seguro. Y ya te he dicho que tampoco ella me reconoció.
—¿Qué andaría buscando?
—Desde luego, no llevaba intenciones de robar; ya que estaba dispuesta a entregarle cien dólares al portero para que la dejara entrar en el apartamento. El que consiguiera sacar cien dólares de lo que tengo en casa sería un mago.
Corey hizo un gesto de asentimiento y se levantó.
—Vamos —dijo Bliss—. La idea del matrimonio no me disgusta, pero todas estas ceremonias preliminares me fastidian.
—Hay un modo excelente de evitarlas —dijo Corey—: no casarse.
En el rellano, esperaban el ascensor cuando el timbre de un teléfono resonó con insistencia detrás de una puerta cerrada. Bliss tendió el oído.
—Suena en sol sostenido —dijo—, es mi teléfono. Voy a ver quién llama. Tal vez sea Marjorie.
Corrió hacia la puerta de su apartamento, sacó la llave de su bolsillo y abrió.
—Date prisa —gritó Corey—, antes de que nos birlen el ascensor.
Cuando Bliss abrió la puerta, el teléfono repitió su llamada. Fue a descolgar y regresó al cabo de unos segundos, cerrando la puerta detrás de él.
—Demasiado tarde —dijo—, ya habían colgado.
—Tal vez era la dama misteriosa —dijo Corey, en el ascensor.
—Si era ella —gruñó Bliss—, es que quiere algo y lo quiere con insistencia.

Bliss estaba solo con Marjorie en un saloncito, lejos del bullicio de los invitados. Bliss se rascó la nuca con aire de perplejidad.
—Veamos —dijo—, ¿cómo se hace? Lo he visto docenas de veces en el cine... Emplearemos el antiguo procedimiento de los ojos cerrados, es el más seguro. Cierra los ojos y dame la mano.
Marjorie alargó su mano hacia él.
—Toda la mano, no —dijo Bliss—. Sólo un dedo. Ayúdame un poco, ya estoy bastante nervioso. ..
—¿Sólo un dedo? Haberlo dicho...
Bliss le colocó el anillo. Lo contemplaron, las cabezas tocándose, las manos unidas. Emitieron aquellos leves gruñidos peculiares de los enamorados. De repente, se dieron cuenta a la vez de que alguien les estaba mirando, y alzaron los ojos hacia la puerta. Una mujer estaba en pie en el umbral, inmóvil.
Iba vestida de negro; la lechosa blancura de sus hombros surgía de un corpiño ajustado, sin tirantes. Una especie de velo cubría sus dorados cabellos.
Una sonrisa de simpatía —o tal vez de mofa— se dibujó por un instante en la comisura de su boca.
—Perdonen —murmuró en voz baja, y desapareció.
—¡Vaya una mujer! —exclamó involuntariamente Marjorie, que tenía la mirada fija en el umbral, como hipnotizada.
—¿Quién es?
—No lo sé. Creo que ha venido con Fred Sterling y sus amigos. Si nos han presentado, no recuerdo su nombre.
Contemplaron de nuevo el anillo, pero el encanto había quedado roto. No consiguieron restablecer la atmósfera que reinaba en el saloncito unos momentos antes. Bruscamente, pareció que la aparición había enfriado la atmósfera. Marjorie se estremeció y dijo: —Vamos a reunimos con los demás.
La velada tocaba a su fin y los prometidos bailaban, lentamente, aprovechando aquel pretexto para hablar con tranquilidad.
—Podemos alquilar el piso de la calle 84 —decía Bliss—. Después de todo, si el administrador nos pide cinco dólares menos al mes... Con los muebles que nos regalan tus padres, puede quedar muy bonito.
—Esa mujer vestida de negro no te quita la vista de encima —dijo Marjorie—. Si no fuera la fiesta de nuestros esponsales, empezaría a estar preocupada.
—No me está mirando —dijo Bliss, después de haber vuelto la cabeza.
—Te ha estado mirando hasta el momento en que te he advertido.
—Pero, ¿quién es? —volvió a preguntar Bliss.
Marjorie se encogió de hombros.
—Creí que había llegado con Fred Sterling y su pandilla —dijo—. Ya sabes que Fred siempre viene con sus amigos. Pero ya se han marchado, y esa mujer continúa aquí. Tal vez haya decidido quedarse. Sea quien sea, tiene un aspecto imponente. La he observado varias veces durante la noche, y los hombres no han dejado de acosarla. Cada vez que ha tratado de salir a la terraza a tomar un poco el fresco la han seguido tres o cuatro hombres. Ha regresado casi inmediatamente, siempre sola. Ignoro cómo se las arregla para librarse de ellos con tanta rapidez, pero debe de ser muy fuerte. He visto a los hombres que la habían seguido, volver a entrar en el salón, uno detrás del otro, con el aire avergonzado y decepcionado de los conquistadores fracasados. Era muy divertido.
Cogió las solapas del smoking de Bliss, como para pedirle que se detuviera.
—Algunos de los invitados se están marchando —dijo—. Tengo que acompañarles. Vuelvo en seguida, querido. Piensa un poco en mí mientras cumplo con mis deberes de anfitriona.
Inmóvil, Bliss la vio marchar; era como un asta de bandera cuando acaban de arriar el pabellón. Cuando el vestido azul hubo desaparecido, Bliss dio media vuelta y se dirigió a la terraza para respirar un poco de aire fresco. Siempre tenía calor cuando bailaba.
Las luces de la ciudad brillaban debajo de él como los radios luminosos de una rueda gigantesca. La luna confusa, color de perla, estaba suspendida en el cielo y parecía un cuajaron de sangre luminoso. Bliss encendió un cigarrillo. Se sentía dichoso, y contemplaba aquella ciudad que había estado a punto de vencerle. «Ahora estoy tranquilo —pensó—. Soy joven, tengo un empleo excelente, una novia encantadora... El resto es asunto mío.»
La terraza se prolongaba a lo largo de toda la fachada del piso. Daba la vuelta, en una esquina donde los rayos de la luna no podían penetrar y proyectaban una sombra discreta. Por aquel lado no había salidas a la terraza.
Bliss se dirigió lentamente hacia aquella zona de oscuridad para no molestar a una pareja apoyada contra la balaustrada. Se detuvo en el lugar preciso en que podía ver en las dos direcciones.
Entonces, repentinamente —debió deslizarse por la pequeña puerta del fondo—, vio a la mujer vestida de negro a unos pasos de distancia. En la sombra, su busto parecía un mármol que flotara en el aire, ya que el negro de su vestido se confundía con la oscuridad.
—Se está bien aquí, ¿verdad? —dijo Bliss.
Después de todo, ¿no era una invitada de su prometida?
Ella no pareció dispuesta a contestar.
Bruscamente, se presentó Corey. Debió de estar vigilándola y quería aprovechar la ocasión. La presencia de Bliss no pareció incomodarle lo más mínimo.
—Dentro te esperan —le dijo—. No olvides que estás prometido.
Súbitamente, la joven le dijo:
—¿Quiere usted hacerme un favor?
—Desde luego.
—Entonces, vaya a buscarme un vaso grande de agua fresca.
—Él lo hará mejor que yo —dijo Corey, señalando a Bliss.
—Pero yo encontraré el agua mucho mejor, si es usted quien me la trae.
Era dorar la píldora, pero Corey se la tragó sin rechistar.
Al cabo de unos instantes regresó con el vaso. La joven lo cogió, alargó el brazo y vertió lentamente el agua por encima de la balaustrada. A continuación le tendió el vaso vacío.
—Vaya a buscarme otro —dijo.
Corey comprendió. Hubiera sido difícil no comprender. El barniz mundano pareció cuartearse, y el hombre palideció. Dio un paso hacia delante, con las manos tendidas hacia el blanco cuello de la joven.
—Vamos, vamos, un poco de calma —dijo Bliss.
Se había interpuesto rápidamente entre ellos, y Corey, recobrando su sangre fría, bajó los brazos. Se puso las manos en los bolsillos, sin duda para estar seguro de no sucumbir de nuevo a la tentación. Pero todo su resentimiento se había concentrado en su voz.
—Si se ha creído que puede tomarme el pelo...
Se volvió bruscamente y se dirigió hacia el salón. Bliss iba a seguirle, pero la mano de la joven se posó en su brazo.
—No se vaya, quiero hablar con usted.
La joven le soltó en cuanto comprendió que Bliss no tenía intención de marcharse.
—Usted no sabe quién soy, ¿verdad?
—He tratado de recordarlo sin conseguirlo... —dijo Bliss.
Mentía. Apenas había prestado atención a la joven, pero deseaba ser cortés.
—Usted me había visto una vez —dijo ella—. Lo ha olvidado ya, pero yo no; lo recuerdo como si fuera ahora mismo: estaba usted en un automóvil, con otros cuatro...
—He ido en un automóvil con otros cuatro tan a menudo que...
—El número del vehículo era el D.3827.
—Tengo muy mala memoria para las cifras.
—Aquel vehículo se encontraba en un garaje de la Exterior Avenue, en el barrio de Bronx. Un automóvil que fue abandonado a partir de aquel día. ¿No le parece raro? Allí debe de estar aún.
—No lo recuerdo —dijo Bliss, desasosegado. Pero, ¿quién es usted? Hay en usted una especie de fluido eléctrico...
—Demasiada corriente puede producir un corto circuito —le respondió la joven.
A continuación dio un par de pasos como para apartarse de él, como si aquella entrevista no le interesara ya. Se quitó el ligero velo que cubría sus cabellos y lo mantuvo desplegado, a la altura del brazo. La brisa lo agitó.
Bruscamente, la joven lanzó un grito ahogado. El velo había desaparecido. Las manos vacías no se habían movido. Un hilo eléctrico invisible en la oscuridad y fijado a la pared descendía oblicuamente por encima de la balaustrada. La joven se volvió y se inclinó para mirar.
—Está allí —dijo—. Ha quedado cogido en el hilo...
Se inclinó hacia delante y trató de alcanzar el velo.
—Está demasiado lejos para mí —le dijo a Bliss, que no se había movido—, pero usted tiene el brazo más largo...
Bliss se acercó a la balaustrada, que le llegaba un poco más arriba de la rodilla, y se agachó, oblicuamente, cogiéndose con una mano a la arista de la piedra. La joven estaba detrás de él, con los brazos extendidos, las manos abiertas. Le empujó, al tiempo que exclamaba:
Mistress Nick Kilteen!
Bliss debió de oír las tres palabras que ella pronunció. Tal vez fue para él como un relámpago en su mente oscurecida en el momento en que caía al vacío.
La joven había quedado sola, con la noche. De las ventanas que se abrían a la terraza llegaba el sonido de la radio que dejaba oír una rumba, y el rumor de las voces y de las risas. Una voz más fuerte que las otras, exclamó:
—¡Eso es! ¡Así se baila!
Cuando la mujer regresaba al salón, encontró a Marjorie.
—Busco a mi prometido...
Pronunció la palabra con una especie de orgullo, al tiempo que acariciaba su anillo con la punta de los dedos.
—¿No le ha visto usted? —insistió.
La mujer vestida de negro se limitó a sonreír cortésmente.
—Hace unos instantes estaba allí —dijo.
Se dirigió hacia el salón, sin apresurarse.
La doncella y el criado no estaban en el guardarropa instalado cerca de la puerta de entrada. Les llamaron para que entregaran su abrigo a la joven. La puerta del rellano se cerraba cuando el teléfono conectado con la planta baja empezó a sonar. El criado no descolgó inmediatamente.
Marjorie volvía de la terraza. Dijo, en voz alta:
—¡Qué raro! No está allí.
Su madre, a la cual el criado acababa de pasar el receptor, lanzó un penetrante grito. La fiesta había terminado.



La Mariee était en Noir / François Truffaut


Año: 1967
Duración: 107 min. Trailers/Vídeos
País: Francia
Director: François Truffaut
Guión: François Truffaut & Jean-Louis Richard (Novela: Cornell Woolrich)
Música: Bernard Herrmann
Fotografía: Raoul Coutard
Reparto: Jeanne Moreau, Claude Rich, Jean-Claude Brialy, Michel Bouquet, Michel Lonsdale, Charles Denner, Daniel Boulanger, Alexandra Stewart
Productora: Coproducción Francia-Italia; Les Films du Carrosse / Les Productions Artistes Asocies / Dino de Laurentiis Cinematografica
Género: Drama. Intriga
Sinopsis: Julie Kohler ve cómo su marido cae abatido por las balas en el mismo momento en  que sale de la iglesia con él, recién casados. Decidida a vengar su muerte, emprende la búsqueda de los responsables y los va matando uno tras otro.
Una de las fuentes de inspiración de Tarantino para “Kill Bill”. (Filmaffinity)

Crítica:  Filmaffinity

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