Madame Bovary (1991)





Madame Bovary
Film: Claude Chabrol
Novela: Gustave Flaubert
Gustave Flaubert -Madame Bovary
Primera parte / Capítulo primero
Estábamos en la sala de estudio cuando entró el director,
Es eguido de un «novato» con atuendo pueblerino y de un celador cargado con un gran pupitre. Los que dormitaban se despertaron, y todos se fueron poniendo de pie como si los hubieran sorprendido en su trabajo.
El director nos hizo seña de que volviéramos a sentarnos; luego, dirigiéndose al prefecto de estudios, le dijo a media voz:
Señor Roger, aquí tiene un alumno que le recomiendo, entra en quinto. Si por su aplicación y su conducta lo merece, pasará a la clase de los mayores, como corresponde a su edad.
El «novato», que se había quedado en la esquina, detrás de la puerta, de modo que apenas se le veía, era un mozo del campo, de unos quince años, y de una estatura mayor que cualquiera de nosotros. Llevaba el pelo cortado en flequillo como un sacristán de pueblo, y parecía formal y muy azorado. Aunque no era ancho de hombros, su chaqueta de paño verde con botones negros debía de molestarle en las sisas, y por la abertura de las bocamangas se le veían unas muñecas rojas de ir siempre remangado. Las piernas, embutidas en medias azules, salían de un pantalón amarillento muy estirado por los tirantes. Calzaba zapatones, no muy limpios, guarnecidos de clavos.
Comenzaron a recitar las lecciones. El muchacho las escuchó con toda atención, como si estuviera en el sermón, sin ni siquiera atreverse a cruzar las piernas ni apoyarse en el codo, y a las dos, cuando sonó la campana, el prefecto de estudios tuvo que avisarle para que se pusiera con nosotros en la fila.
Teníamos costumbre al entrar en clase de tirar las gorras al suelo para tener después las manos libres; había que echarlas desde el umbral para que cayeran debajo del banco, de manera que pegasen contra la pared levantando mucho polvo; era nuestro estilo.
 Pero, bien porque no se hubiera fijado en aquella maniobra o porque no quisiera someterse a ella, ya se había terminado el rezo y el «novato» aún seguía con la gorra sobre las rodillas. Era uno de esos tocados de orden compuesto, en el que se encuentran reunidos los elementos de la gorra de granadero, del chapska, del sombrero redondo, de la gorra de nutria y del gorro de dormir; en fin, una de esas pobres cosas cuya muda fealdad tiene profundidades de expresión como el rostro de un imbécil. Ovoide y armada de ballenas, comenzaba por tres molduras circulares; después se alternaban, separados por una banda roja, unos rombos de terciopelo con otros de pelo de conejo; venía después una especie de saco que terminaba en un polígono acartonado, guarnecido de un bordado en trencilla complicada, y de la que pendía, al cabo de un largo cordón muy fino, un pequeño colgante de hilos de oro, como una bellota. Era una gorra nueva y la visera relucía.
 ‑Levántese le dijo el profesor.
El «novato» se levantó; la gorra cayó al suelo. Toda la clase se echó a reír.
Se inclinó para recogerla. El compañero que tenía al lado se la volvió a tirar de un codazo, él volvió a recogerla.
Deje ya en paz su gorra dijo el profesor, que era hombre de chispa.
Los colegiales estallaron en una carcajada que desconcertó al pobre muchacho, de tal modo que no sabía si había que tener la gorra en la mano, dejarla en el suelo o ponérsela en la cabeza. Volvió a sentarse y la puso sobre las rodillas.
Levántese le ordenó el profesor`, y dígame su nombre.
El «novato», tartajeando, articuló un nombre ininteligible:
¡Repita!
Se oyó el mismo tartamudeo de sílabas, ahogado por los abucheos de la clase. «¡Más alto!», gritó el profesor, «¡más alto!».
El «novato», tomando entonces una resolución extrema, abrió una boca desmesurada, y a pleno pulmón, como para llanar a alguien, soltó esta palabra: Charbovari.
Súbitamente se armó un jaleo, que fue in crescendo, con gritos agudos (aullaban, ladraban, pataleaban, repetían a coro: ¡Charbovari, Charbovari!) que luego fue rodando en notas aisladas, y calmándose a duras penas, resurgiendo a veces de pronto en algún banco donde estallaba aisladamente, como un petardo mal apagado, alguna risa ahogada.
Sin embargo, bajo la lluvia de amenazas, poco a poco se fue restableciendo el orden en la clase, y el profesor, que por fin logró captar el nombre de Charles Bovary, después de que éste se lo dictó, deletreó y releyó, ordenó inmediatamente al pobre diablo que fuera a sentarse en el banco de los desaplicados al pie de la tarima del profesor.
El muchacho se puso en movimiento, pero antes de echar a andar, vaciló.
¿Qué busca? le preguntó el profesor.
Mi go... repuso tímidamente el «novato», dirigiendo miradas inquietas a su alrededor.
¡Quinientos versos a toda la clase! pronunciado con voz furiosa, abortó, como el Quos ego una nueva borrasca. ¡A ver si se callan de una vez! continuó indignado el profesor, mientras se enjugaba la frente con un pañuelo que se había sacado de su gorro: y usted, «el nuevo», me va a copiar veinte veces el verbo ridiculus sum.
Luego, en tono más suave:
Ya encontrará su gorra: no se la han robado.
Todo volvió a la calma. Las cabezas se inclinaron sobre las carpetas, y el «novato» permaneció durante dos horas en una compostura ejemplar, aunque, de vez en cuando, alguna bolita de papel lanzada desde la punta de una pluma iba a estrellarse en su cara. Pero se limpiaba con la mano y permanecía inmóvil con la vista baja.
Por la tarde, en el estudio, sacó sus manguitos del pupitre, puso en orden sus cosas, rayó cuidadosamente el papel. Le vimos trabajar a conciencia, buscando todas las palabras en el diccionario y haciendo un gran esfuerzo. Gracias, sin duda, a la aplicación que demostró, no bajó a la clase inferior, pues, si sabía bastante bien las reglas, carecía de elegancia en los giros. Había empezado el latín con el cura de su pueblo, pues sus padres, por razones de economía, habían retrasado todo lo posible su entrada en el colegio.
Su padre, el señor CharlesDenisBartholomé Bovary, antiguo ayudante de capitán médico, comprometido hacia 1812 en asuntos de reclutamiento y obligado por aquella época a dejar e1 servicio, aprovechó sus prendas personales para cazar al vuelo una dote de setenta mil francos que se le presentaba en la hija de un comerciante de géneros de punto, enamorada de su tipo. Hombre guapo, fanfarrón, que hacía sonar fuerte sus espuelas, con unas patillas unidas al bigote, los dedos llenos de sortijas, tenía el sire de un valentón y la vivacidad desenvuelta de un viajante de comercio. Ya casado, vivió dos o tres años de la fortuna de su mujer, comiendo bien, levantándose tarde, fumando en grandes pipas de porcelana, y por la noche no regresaba a casa hasta después de haber asistido a los espectáculos y frecuentado los cafés. Murió su suegro y dejó poca cosa; el yerno se indignó y se metió a fabricante, perdió algún dinero, y luego se retiró al campo donde quiso explotar sus tierras. Pero, como entendía de agricultura tanto como de fabricante de telas de algodón, montaba sus caballos en lugar de enviarlos a labrar, bebía la sidra de su cosecha en botellas en vez de venderla por barricas, se comía las más hermosas aves de su corral y engrasaba sus botas de caza con tocino de sus cerdos, no tardó nada en darse cuenta de que era mejor abandonar toda especulación.
Por doscientos francos al año, encontró en un pueblo, en los confines del País de Caux, y de la Picardía, para alquilar una especie de vivienda, mitad granja, mitad casa señorial; y despechado, consumido de pena, envidiando a todo el mundo, se encerró a los cuarenta y cinco años, asqueado de los hombres, decía, y decidido a vivir en paz.
Su mujer, en otro tiempo, había estado loca por él; lo había amado con mil servilismos, que le apartaron todavía más de ella.
En otra época jovial, expansiva y tan enamorada, se había vuelto, al envejecer, como el vino destapado que se convierte en vinagre, de humor difícil, chillona y nerviosa. ¡Había sufrido tanto, sin quejarse, al principio, cuando le veía correr detrás de todas las mozas del pueblo y regresar de noche de veinte lugares de perdición, hastiado y apestando a vino! Después, su orgullo se había rebelado. Entonces se calló tragándose la rabia en un estoicismo mudo que guardó hasta su muerte.
Siempre andaba de compras y de negocios. Iba a visitar a los procuradores, al presidente de la audiencia, recordaba el vencimiento de las letras, obtenía aplazamientos, y en casa planchaba, cosía, lavaba, vigilaba los obreros, pagaba las cuentas, mientras que, sin preocuparse de nada, el señor, continuamente embotado en una somnolencia gruñona de la que no se despertaba más que para decirle cosas desagradables, permanecía fumando al lado del fuego, escupiendo en las cenizas.
Cuando tuvo un niño, hubo que buscarle una nodriza. Vuelto a casa, el crío fue mimado como un príncipe. Su madre lo alimentaba con golosinas; su padre le dejaba corretear descalzo, y para dárselas de filósofo, decía que incluso podía muy bien ir completamente desnudo, como las crías de los animales. Contrariamente a las tendencias maternas, él tenía en la cabeza un cierto ideal viril de la infancia según el cual trataba de formar a su hijo, deseando que se educase duramente, a la espartana, para que adquiriese una buena constitución. Le hac(a acostarse en una cams sin calentar, le dabs a beber grandes tragos de ron y le enseñaba a hacer burla de las procesiones. Pero de naturaleza apacible, el niño respondfa mal a los esfuerzos paternos. Su madre le llevaba siempre pegado a sus faldas, le recortaba figuras de cartón, le contaba cuentos, conversaba con él en monólogos interminables, llenos de alegrías melancólicas y de zalamerías parlanchinas. En la soledad de su vida, trasplantó a aquella cabeza infantil todas sus frustraciones. Soñaba con posiciones elevadas, le veía ya alto, guapo, inteligente, situado, ingeniero de caminos, canales y puertos o magistrado. Le enseñó a leer a incluso, con un viejo piano que tenía, aprendió a cantar dos o tres pequeñas romanzas. Pero a todo esto el señor Bovary, poco interesado por las letras, decía que todo aquello no valía la pena.
¿Tendrían algún. día con qué mantenerle en las escuelas del estado, comprarle un cargo o un traspaso de una tienda? Por otra parte, un hombre con tupé triunfa siempre en el mundo. La señora Bovary se mordía los labios mientras que el niño andaba suelto por el pueblo.
Se iba con los labradores y espantaba a terronazos los cuervos que volaban. Comía moras a lo largo de las cunetas, guardaba los pavos con una vara, segaba las mieses, corría por el bosque, jugaba a la rayuela en el pórtico de la iglesia y en las grandes fiestas pedía al sacristán que le dejase tocar las campanas, para colgarse con todo su peso de la cuerda grande y sentirse transportado por ella en su vaivén.
Así creció como un roble, adquiriendo fuertes manos y bellos colores.
A los doce años, su madre consiguió que comenzara sus estudios. Encargaron de ellos al cura. Pero las lecciones eran tan cortas y tan mal aprovechadas, que no podían servir de gran cosa. Era en los momentos perdidos cuando se las daba, en la sacristía, de pie, deprisa, entre un bautizo y un entierro; o bien el cura mandaba buscar a su alumno después del Angelus, cuando no tenía que salir. Subían a su cuarto, se instalaban los dos juntos: los moscardones y las mariposas nocturnas revoloteaban alrededor de la luz. Hacía calor, el chico se dormía, y el bueno del preceptor, amodorrado, con las manos sobre el vientre, no tardaba en roncar con la boca abierta. Otras veces, cuando el señor cura, al regresar de llevar el Viático a un enfermo de los alrededores, veía a Carlos vagando por el campo, le llamaba, le sermoneaba un cuarto de hora y aprovechaba la ocasión para hacerle conjugar un verbo al pie de un árbol. Hasta que venía a interrumpirles la lluvia o un conocido que pasaba. Por lo demás, el cura estaba contento de su discípulo e incluso decía que tenía buena memoria.
Carlos no podía quedarse así. La señora Bovary tomó una decisión. Avergonzado, o más bien cansado, su marido cedió sin resistencia y se aguardó un año más hasta que el chico hiciera la Primera Comunión.
Pasaron otros seis meses, y al año siguiente, por fin, mandaron a Carlos al Colegio de Rouen, adonde le llevó su padre en persona, a finales de octubre, por la feria de San Román.
Hoy ninguno de nosotros podría recordar nada de él. Era un chico de temperamento moderado, que jugaba en los recreos, trabajaba en las horas de estudio, estaba atento en clase, dormía bien en el dormitorio general, comía bien en el refectorio. Tenía por tutor a un ferretero mayorista de la calle Ganterie, que le sacaba una vez al mes, los domingos, después de cerrar su tienda, le hacía pasearse por el puerto para ver los barcos y después le volvía a acompañar al colegio, antes de la cena. Todos los jueves por la noche escribía una larga carta a su madre, con tinta roja y tres lacres; después repasaba sus apuntes de historia, o bien un viejo tomo de Anacharsis(6) que andaba por la sala de estudios. En el paseo charlaba con el criado, que era del campo como él.
A fuerza de aplicación, se mantuvo siempre hacia la mitad de la clase; una vez incluso ganó un primer accéssit de historia natural. Pero, al terminar el tercer año, sus padres le retiraron del colegio para hacerle estudiar medicina, convencidos de que podía por sí solo terminar el bachillerato.
Su madre le buscó una habitación en un cuarto piso, que daba a l'EaudeRobec, en casa de un tintorero conocido. Ultimó los detalles de la pensión, se procuró unos muebles, una mesa y dos sillas, mandó buscar a su casa una vieja cama de cerezo silvestre y compró además una pequeña estufa de hierro junto con la leña necesaria para que su pobre hijo se calentara. Al cabo de una semana se marchó, después de hacer mil recomendaciones a su hijo para que se comportase bien, ahora que iba a «quedarse solo».
El programa de asignaturas que leyó en el tablón de anuncios le hizo el efecto de un mazazo: clases de anatomía, patología, fisiología, farmacia, química, y botánica, y de clínica y terapéutica, sin contar la higiene y la materia médica, nombres todos cuyas etimologías ignoraba y que eran otras tantas puertas de santuarios llenos de augustas tinieblas.
No se enteró de nada de todo aquello por más que escuchaba, no captaba nada. Sin embargo, trabajaba, tenía los cuadernos forrados, seguía todas las clases, no perdía una sola visita. Cumplía con su tarea cotidiana como un caballo de noria que da vueltas con los ojos vendados sin saber lo que hace.
Para evitarle gastos, su madre le mandaba cada semana, por el recadero, un trozo de ternera asada al horno, con lo que comía a mediodía cuando volvía del hospital dando patadas a la pared. Después había que salir corriendo para las lecciones, al anfiteatro, al hospicio, y volver a casa recorriendo todas las calles. Por la noche, después de la frugal cena de su patrón, volvía a su habitación y reanudaba su trabajo con las ropas mojadas que humeaban sobre su cuerpo delante de la estufa al rojo.
En las hermosas tardes de verano, a la hora en que las calles tibias están vacías, cuando las criadas juegan al volante en el umbral de las puertas, abría la ventana y se asomaba. El río que hace de este barrio de Rouen como una innoble pequeña Venecia, corría allá abajo, amarillo, violeta, o azul, entre puentes, y algunos obreros agachados a la orilla se lavaban los brazos en el agua.
De lo alto de los desvanes salían unas varas de las que colgaban madejas de algodón puestas a secar al aire. Énfrente, por encima de los tejados, se extendía el cielo abierto y puro, con el sol rojizo del ocaso. ¡Qué bien se debía de estar allí! !Qué frescor bajo el bosque de hayas! Y el muchacho abría las ventanas de la nariz para aspirar los buenos olores del campo, que no llegaban hasta él.
Adelgazó, creció y su cara tomó una especie de expresión doliente que le hizo casi interesante.
Naturalmente, por pereza, llegó a desligarse de todas las resoluciones que había tomado. Un día faltó a la visita, al siguiente a clase, y saboreando la pereza poco a poco, no volvió más.
Se aficionó a la taberna con la pasión del dominó. Encerrarse cada noche en un sucio establecimiento público, para golpear sobre mesas de mármol con huesecitos de cordero marcados con puntos negros, le parecía un acto precioso de su libertad que le aumentaba su propia estimación. Era como la iniciación en el mundo, el acceso a los placeres prohibidos, y al entrar ponía la mano en el pomo de la puerta con un goce casi sensual.
Entonces muchas cosas reprimidas en él se liberaron; aprendió de memoria coplas que cantaba en las fiestas de bienvenida. Se entusiasmó por Béranger, aprendió también a hacer ponche y conoció el amor.
Gracias a toda esa actuación, fracasó por completo en su examende «oficial de sanidad». Aquella misma noche le esperaban en casa para celebrar su éxito.
Marchó a pie y se detuvo a la entrada del pueblo, donde mandó a buscar a su madre, a quien contó todo. Ella le consoló, achacando el suspenso a la injusticia de los examinadores, y le tranquilizó un poco encargándose de arreglar las cosas. Sólo cinco años después el señor Bovary supo la verdad; como ya había pasado mucho tiempo, la aceptó, ya que no podía suponer que un hijo suyo fuese un tonto.
Carlos volvió al trabajo y preparó sin interrupción las materias de su examen cuyas cuestiones se aprendió previamente de memoria. Aprobó con bastante buena nota. ¡Qué día tan feliz para su madre! Hubo una gran cena.
¿Adónde iría a ejercer su profesión? A Tostes. Allí no había más que un médico ya viejo. Desde hacía mucho tiempo la señora Bovary esperaba su muerte, y aún no se había ido al otro barrio el buen señor cuando Carlos estaba establecido frente a su antecesor.
Pero la misión de la señora Bovary no terminó con haber criado a su hijo, haberle hecho estudiar medicina y haber descubierto Tostes para ejercerla: necesitaba una mujer. Y le buscó una: la viuda de un escribano de Dieppe, que tenía cuarenta y cinco años y mil doscientas libras de renta.
Aunque era fea, seca como un palo y con tantos granos en la cara como brotes en una primavera, la verdad es que a la señora Dubuc no le faltaban partidos para escoger. Para conseguir su propósito, mamá Bovary tuvo que espantarlos a todos, y desbarató muy hábilmente las intrigas de un chacinero que estaba apoyado por los curas.
Carlos había vislumbrado en el matrimonio la llegada de una situación mejor, imaginando que sería más libre y que podría disponer de su persona y de su dinero. Pero su mujer fue el ama; delante de todo el mundo él tenía que decir esto, no decir aquello, guardar abstinencia los viernes, vestirse como ella quería, apremiar, siguiendo sus órdenes, a los clientes morosos. Ella le abría las cartas, le seguía los pasos y le escuchaba a través del tabique dar sus consultas cuando tenía mujeres en su despacho.
Había que servirle su chocolate todas las mañanas, y necesitaba cuidados sin fin. Se quejaba continuamente de los nervios, del pecho, de sus humores. El ruido de pasos le molestaba; si se iban, no podía soportar la soledad; volvían a su lado y era para verla morir, sin duda. Por la noche, cuando Carlos regresaba a su casa, sacaba por debajo de sus ropas sus largos brazos flacos, se los pasaba alrededor del cuello y haciéndole que se sentara en el borde de la cama se ponía a hablarle de sus penas: ¡la estaba olvidando, amaba a otra! Ya le habían advertido que sería desgraciada; y terminaba pidiéndole algún jarabe para su salud y un poco más de amor.



Madame Bovary / Claude Chabrol




Año: 1991
Duración:  131 min. 
País: Francia
Director: Claude Chabrol
Guión: Claude Chabrol (Novela: Gustave Flaubert)
Música: Matthieu Chabrol
Fotografía: Jean Rabier
Reparto: Isabelle Huppert, Jean- François Balmer, Christophe Malavoy, Lucas Belvaux, Jean Yanne
Productora: MK2 Productions / CED / FR 3
Premios: 1991: Nominada al Oscar: Mejor vestuario. 1991: Nominada al Globo de Oro: Mejor película de habla no inglesa
Género: Drama | Siglo XIX
Sinopsis: Emma Bovary es la insatisfecha mujer de un médico rural que ansía pertenecer a la alta sociedad francesa. Sus ambiciones y un apasionado affair con un joven aristócrata la conducirán a una situación que prevee trágicas consecuencias. La musa de Chabrol Isabelle Huppert encarna a la fatal heroína en una de las adaptaciones más aclamadas de la novela de Gustave Flaubert. Filmaffinity

Crítica: Filmaffinity




La gata sobre el tejado de zinc (1958)




La gata sobre el tejado de zinc 
Film: Richard Brooks
Obra teatral: Tennessee Williams

Acto primero (fragmento)
Al apagarse las luces de la sala, se oirá una vieja canción del Sur, cantada por un coro de negros. La escena se ilumina lentamente. 
Alguien está tomando una ducha en el cuarto de baño con la puerta entreabierta. Durante toda la escena se oirá el ruido del agua. 
(Se oye la voz de MARGARET y risas de niños. La música baja.) 
MARGARET.—¡Qué asco de niños! ¡Cómo me han puesto! (Aparece en la galería y habla hacia fuera mientras se limpia el vestido.) ¡Monstruos, más que monstruos! 
BRICK.—¿Qué dices? 
MARGARET.—Que uno de esos monstruos sin cuello que tienes por sobrinos, ha dejado caer encima de mi vestido un trozo de tarta y me ha puesto perdida. 
BRICK.—¿Qué decías, Maggie? El ruido del agua no me deja oírte. 
MARGARET.—Decía que uno de esos monstruos sin cuello que tienes por sobrinos, me ha manchado mi vestido con un trozo de tarta, y por eso he venido a cambiarme. 
BRICK.—¿Por qué te empeñas en llamar monstruos sin cuello a los hijos de mi hermano Gooper? 
MARGARET.—Porque no lo tienen. Creo que ya es una razón, ¿no? Bueno, por lo menos yo no se lo veo. Sus enormes cabezas se hunden hasta la barbilla en sus cuerpos, sin separación alguna. 
BRICK.—¡Es una lástima! 
MARGARET.—¡Ya lo creo, porque resulta imposible agarrarles por el cuello para retorcérselo!... ¡Son unos auténticos monstruos! (Se oye fuera gritar a los niños.) ¿Los oyes? ¿Los oyes gritar? No me explico dónde pueden tener escondidas las cuerdas vocales. Durante la cena me han puesto tan nerviosa, que he estado a punto de gritar, pero me he contenido y le he dicho a tu encantadora cuñada, si no podía llevarse a sus no menos encantadores niños a comer a otra parte. ¿Y sabes lo que me ha contestado? "¿Estás loca, querida?... ¡Hacer una cosa así con los niños, el día del cumpleaños del abuelo!" Y no llevábamos ni cinco minutos sentados a la mesa, cuando el abuelo les gritó: "¿Por qué no os lleváis a comer a esos cerdos a la cocina...?" ¡Yo no sabía dónde meterme! Creí que me iba a dar un ataque de tanto contener la risa. 
(BRICK aparece en la puerta del cuarto de baño con una muleta debajo del brazo derecho. Lleva un albornoz blanco, una toalla alrededor del cuello y en el pie una babucha. Se dirige al bar para llenar un vaso. MARGARET le mira cuando cruza ante ella.) 
MARGARET.—¡Y ahora son cinco! ¿Qué será cuando llegue el sexto, que ya está en camino? Tu hermano y tu cuñada se pasan el día exhibiéndolos como si fueran animalitos de circo...: Anda, amor mío, que vea el abuelo cómo te sostienes sobre la cabeza... Cariño, ¿por qué no recitas el verso que aprendiste para el cumpleaños del abuelito...? ¡Y tú, rey de la casa! ¿por qué no haces esto... y lo otro... y lo de más allá? ¡Es para volverse loca! Sin olvidar las continuas alusiones que hacen porque nosotros no tenemos hijos... Que un matrimonio sin hijos, es un matrimonio fracasado... (Lanza una mirada, a BRICK.) ¡Muy divertido!... ¿Verdad? ¡Pero repugnante!... ¡Se nota bien claro lo que están tramando! 
BRICK.—¿Qué insinúas, Maggie? 
MARGARET.—¿Insinuar?... ¡Conozco bien sus planes! (BRICK se está secando el pelo con la toalla. MARGARET se sienta, para dar más énfasis a su declaración.) ¡Están conspirando para que tu padre te desherede! Y quieren darse prisa, sobre todo ahora que sabemos que el abuelo tiene cáncer. (Se oyen pasos en la lejanía. MARGARET se está cepillando el cabello en el tocador. Coge el espejo de mano y el rizador de pestañas y se levanta.) ¡Cuánta luz! 
BRICK.—¿Estás segura? 
MARGARET.—Segura? ¿De qué? 
BRICK.—De que tiene cáncer. 
MARGARET.—Esta tarde nos han entregado los análisis. Sí, los ha traído el doctor Baugh y debo confesarte que no me sorprendió el resultado. (Baja las persianas.) Desde que llegamos a esta casa, la primavera pasada, adiviné los síntomas del cáncer en la cara de tu padre. Y estoy segura de que tu hermano y tu querida cuñada también lo adivinaron. Por eso se decidieron a pasar aquí 
el verano con toda su tribu... ¿A qué vienen, si no, sus continuas alusiones a la Colina del Arco Iris?... ¿Sabes lo que es la Colina del Arco Iris?... ¡Pues el sanatorio a donde se envía a los alcohólicos adinerados y a los artistas de cine neurasténicos! 
BRICK.—Yo no soy ningún artista de cine. 
MARGARET.—Ya lo sé. Pero eres el cliente ideal para... ese sanatorio, y acabarán por enviarte allí una temporadita. Claro que antes tendrían que pasar por encima de mi cadáver... De esa manera es como tu hermano piensa deshacerse de ti y disponer de todo el dinero... ¿Qué te parece el panorama? ¿Es que vas a consentir que nos cierren la bolsa y se salgan con la suya?... ¿No contestas?... No, claro... es que tú haces todo lo posible para ayudarles en sus proyectos. Has dejado de trabajar y te has dedicado únicamente a beber y a hacer excentricidades... Como la de está noche, por ejemplo... A las tres de la madrugada has tenido que ir a saltar las vallas del campo de deportes de la Universidad... ¿Y cuál ha sido el resultado de esa idea genial?... ¡Romperte el tobillo!... ¿Ya has visto el periódico? "Un conocido ex atleta ha organizado esta mañana una gran exhibición deportiva ante un público fantasma. Pero falto de entrenamiento, nuestro antiguo campeón, se rompió un tobillo al saltar la primera valla." Ya sabes que tu hermano tiene influencias en ese periódico. Estoy segura de que ha hecho todo lo posible para, que publiquen la noticia. (Se acerca a BRICK.) De todos modos, aún les llevas ventaja... No la desperdicies. (BRICK se ha dirigido a la galería.) ¿Entiendes lo que quiero decir? 
BRICK.—No. 
MARGARET.—Tu padre te adora y no puede soportar a tu hermano y, sobre todo, a su mujer, a pesar de que le ha proporcionado una gran cantidad de monstruos por nietos... Estoy segura de que odia a Edith con todas sus fuerzas... No hay más que ver la expresión de su cara cuando tu cuñadita empieza a hablar de su tema favorito: "La maternidad" y "La obligación que tiene toda mujer de dar hijos a su esposo".... No se cansa de repetir la historia de que se negó a que la anestesiaran al nacer los gemelos, porque: "la maternidad es una experiencia que la mujer debe vivir en toda su plenitud, para poder saborear la grandeza de ese maravilloso milagro"... Por eso obligó a su virtuoso marido a estar presente durante el nacimiento de todos sus hijos. (Todo esto lo ha dicho MARGARET con una gran dureza en la voz y una agradable sonrisa que quita importancia a la dureza de sus expresiones.) Tu padre comparte mi opinión sobre esa pareja de cuervos. Ni siquiera sabía con exactitud cuántos hijos tenían. Durante la cena les ha preguntado: "¿Cuántos hijos tenéis?" Como si los acabara de conocer en aquel momento. Tu madre pretendía hacernos creer que bromeaba, pero yo estaba segura de que no era así... ¡Segurísima!... Cuando le dijo que tenían cinco y que el sexto ya estaba en camino, vi en su cara una gran sorpresa. ¡Y no creo que fuera de su agrado, precisamente!... (Se oye a los niños gritar fuera.) ¡Gritar, gritar todo lo que queráis, monstruos! (Se vuelve hacia BRICK con una sonrisa que desaparece al ver que éste no la escucha. BRICK tiene la mirada perdida en el vacío. Esta continua expresión de su marido, es lo que exaspera a MARGARET.) ...Siento que no hayas podido bajar a cenar. Tu padre, el pobre, te ha echado de 
menos. ¡Es un encanto! No ha hecho más que comer, sin ocuparse de lo que ocurría a su alrededor. Edith y Gooper estaban sentados frente a él, vigilándole constantemente. Parecían un par de águilas dispuestas a caer sobre su presa. ¡Y para amenizar la cena no dejaban de hablar de la inteligencia y de la precocidad de todos sus monstruos! (Se ríe y se acerca a primer término, recreándose en la escena.) Si les hubieras visto sentados alrededor de la mesa con unos ridículos gorritos de papel que tu cuñada les había puesto para festejar el acontecimiento, te mueres de risa. Durante toda la cena, tu hermano y su mujer, no han dejado de hacerse señas con el codo y con las rodillas. Incluso tu madre, que es un ángel y que nunca se da cuenta de nada, lo notó y preguntó a Gooper con la mayor inocencia: Gooper, ¿por qué no dejáis de haceros señas por debajo de la mesa?... Casi me atraganto de risa... (MARGARET se ha sentado en el tocador y no puede ver la cara de BRICK. Éste la contempla con una mirada indefinida, no se sabe si divertido, con disgusto, 
o desprecio.) En el fondo, tu hermano creo que dio un gran paso social cuando consiguió casarse con Miss Edith Flyn... De la célebre familia Flyn de Memphis... (Mientras habla va de un lado a otro de la habitación, parándose de vez en cuando para mirarse en el espejo.) Y el único éxito mundano de Edith, se reduce a haber sido elegida Reina del Algodón... ¡Vaya un éxito!... ¡Tener que desfilar por las calles de Memphis sobre una carroza, sonriendo y tirando besos a todos los imbéciles que están viendo el desfile! (Se calla de pronto y mira a BRICK a través del espejo. Suspira al ver la expresión de éste. Se nota que está conteniéndose y cuenta hasta diez. BRICK empieza a silbar.) ¿Por qué me miras así? 
BRICK.—¿Cómo? 
MARGARET.—Como he visto que me mirabas por el espejo... ¡Es una mirada que me hiela la sangre...! Y no es esta la primera vez que te sorprendo mirándome así en estos últimos tiempos. 
BRICK.—(Sin inmutarse.) Ni siquiera me di cuenta de que te estaba mirando, Maggie. 
MARGARET.—Pues yo sí. Y te exijo que me digas lo que pensabas. 
BRICK.—Ya te he dicho que nada. 
MARGARET.—¿Crees que no lo sé? ¿Crees realmente que no sé lo que piensas? 
BRICK.—¿Qué es lo que sabes, Maggie? 
MARGARET.—Estás pensando que yo no soy la misma de antes... que me he vuelto dura... nerviosa..., cruel... (Repite la palabra antes de una corta pausa y con mucha dureza en la voz.) ...cruel. Es eso lo que piensas ¿verdad? Ya sé que no soy suave y delicada, pero es que no puedo serlo. (De pronto se calla.) ¡Brick! ¡Brick!... 
BRICK.—(Levantándose y yendo hacia el bar.) ¿Ibas a decir algo? 
MARGARET.—Sí; que me encuentro sola... Muy sola, Brick... Terriblemente sola. 
BRICK.—Eso le ocurre a todo el mundo. 
MARGARET.—No. ¡Yo estoy más sola que nadie! Vivir con el hombre que se ama y que ese hombre no te haga caso... es mil veces peor que estar sola del todo... 
BRICK.—Maggie, ¿te gustaría recobrar la libertad? 
(Pausa violenta.) 
MARGARET.—(Aterrada.) No, no, no. ¡Eso sí que no! (Un escalofrío de terror recorre su cuerpo. Se nota que hace esfuerzos para no gritar y el gran esfuerzo que le cuesta cambiar de conversación y hablar de cosas intrascendentes. BRICK ha hecho un gesto de desaliento y ha vuelto a tumbarse sobre el sofá, silbando.) ¿Te encuentras mejor después de la ducha? 
BRICK.—Sí. 
MARGARET.—¿Estaba fría el agua? 
BRICK.—No. 
MARGARET.—Pero ahora te encuentras bien ¿no? 
BRICK.—Sí, tengo menos calor. 
MARGARET.—Yo sé de algo que te refrescará. Una fricción de alcohol o de agua de colonia. 
BRICK.—No; me recordaría la época en que me entrenaba. ¡Y hace ya tanto tiempo de eso! 
MARGARET.—No tanto; aún podrías jugar si quisieras. 
BRICK.—¿Tú crees? 
MARGARET.—Se dice que la bebida destroza a los hombres. No es ése tu caso. 
BRICK.—Sin embargo empiezo a encontrarme débil. 
MARGARET.—Tarde o temprano, la bebida relaja los músculos... es natural. Tu amigo Skiper ya empezaba a notarlo cuando... (Se para en seco al darse cuenta de lo que ha dicho.) Perdóname. No he debido recordar... Si al menos no siguieras conservando el mismo aspecto de antes, mi suplicio sería más llevadero... Desde que te aficionaste a la bebida parece que estás más atractivo... (Desde abajo llega el ruido y el murmullo de las voces de los que están jugando al croket en el jardín.) ...Claro que tú siempre has poseído una gran cualidad: la indiferencia total... Sabes jugar, sin que te importe perder o ganar la partida... y ahora que la has perdido... Bueno, perdido no... Ahora que te has retirado del juego, tienes el extraño encanto del que ha renunciado a todo. Tu aspecto es tan indiferente... tan frío... que te envidio. (Se oye una música en la lejanía y el ruido de los que están jugando al croket, mezclado con el canto de un pájaro. La luna acaba de salir blanca, con un leve reflejo rojizo.) Están jugando al croket... La luna acaba de salir... (Volviéndose hacia BRICK.) Eras un enamorado maravilloso... tan dulce... tan suave... Tu manera de amar era irresistible. Te mostrabas tan seguro y tan indiferente a la vez... Todo lo hacías con la mayor naturalidad... Con una calma perfecta... como si cedieras el paso a una señora o la ayudaras a sentarse a la mesa, sin sentir el menor deseo por ella. Para ti el amor no tenía más importancia que todo eso y, 
sin embargo, era precisamente eso, tu indiferencia lo que te hacía más atrayente. Si pensara que no me ibas a volver a amar, que nunca más ibas a tenerme entre tus brazos para besarme, bajaría corriendo a la cocina, cogería el cuchillo más grande que encontrara, y me lo clavaría en el corazón... te lo juro, como también te juro que yo no abandono la partida tan fácilmente. Continuaré en la lucha hasta el último segundo, y venceré. Estoy segura. ¿Sabes cuál es la mayor victoria de una gata sobre un tejado de zinc caliente? Resistir en él todo el tiempo que le sea posible, hasta el último segundo. (Se oyen voces de los que juegan al croket. BRICK levanta la cabeza y escucha las voces. MARGARET va a sentarse a su lado.) Por favor, Brick, dime lo que estabas pensando antes cuando me mirabas. ¿Pensabas... en Skiper?... Perdóname. No puedo callar más. (BRICK se levanta y va hacia el bar. Llena un vaso y lo vacía de un trago. Ella se levanta y le sigue.) Callando no se arreglan las cosas. Es como atrancar la puerta de una casa que está ardiendo para impedir que salga el fuego. Por eso, cuando encerramos dentro de nosotros una idea, ésta sigue creciendo, creciendo, creciendo como el fuego, hasta que nos ahoga... 
(MARGARET pone su mano sobre la muleta. Él se aparta bruscamente y se dirige hacia el centro. La muleta cae al suelo. BRICK se dirige hacia el sofá saltando sobre un pie, con el vaso en la mano.) 
BRICK.—Dame la muleta. 
MARGARET.—(Tendiéndole los brazos.) Apóyate en mí. 
BRICK.—No. Dame la muleta. 
MARGARET.—(Corriendo hacia BRICK y rodeándole con sus brazos.) 
Apóyate en mi brazo. 
BRICK.—(Rechazándola violentamente.) No, no quiero. ¡Te he dicho que me des la muleta! 
MARGARET.—(Corre y le tira la muleta con el pie.) ¡Ahí la tienes! Y no grites de ese modo. En esta casa las paredes oyen. (Cogiendo la muleta.) Es la primera vez, desde hace mucho tiempo, que te oigo gritar. ¿Es que empiezas a perder el control de tus nervios? Eso es buena señal. Todavía nos queda una pequeña esperanza.


Cat on a Hot Tin Roof / Richard Brooks


Año: 1958
Duración: 108 min
País: Estados Unidos
Director: Richard Brooks
Guión: Richard Brooks & James Poe (Obra teatral: Tennessee Williams)
Música: Charles Wolcott
Fotografía: William Daniels
Reparto: Elizabeth Taylor, Paul Newman, Burl Ives, Jack Carson, Judith Anderson, Madeleine Sherwood
Premios: 6 nominaciones al Oscar: mejor película, director, guión adaptado, actor (Paul Newman), actriz (Elizabeth Taylor), fotografía
Sinopsis: La inminente muerte del anciano patriarca de una acomodada familia del Sur provoca una conmoción entre sus sucesores, ante los que se abren las infinitas posibilidades de disponer de la fortuna familiar. Sus dos hijos, Brick -sumiso y lleno de indecisiones- y Gooper -ambicioso y oportunista- se enfrentan violentamente por alcanzar la supremacía. Brick, incapaz de enfrentarse a las responsabilidades de la nueva situación, busca refugio en el alcohol. Pero Maggie, su esposa, no está dispuesta a contemplar impasible la destrucción de Brick. Filmaffinity

Crítica: Filmaffinity

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El tercer hombre (1949)




El tercer hombre 
Film  Carol Reed
Novela  Graham Greene


El tercer hombre: El amigo americano y el reloj de cuco
Por Antoni Peris
Desde que Griffith delimitara los parámetros técnicos y artísticos según los cuales se define este fenómeno que denominamos cine, hemos admirado las creaciones de diversos autores.. Muchas historias, construidas desde puntos de vista y creencias distintas cuando no opuestas, han llegado a constituir un conjunto artístico que pervive hasta el nuevo siglo. De El nacimiento de una nación a El acorazado Potemkin, de Roma, citta aperta a The searchers, de La fiera de mi niña a El gatopardo, la clasificación de una obra como clásico incluye tanto obras fundacionales de un género, de una manera de entender el cine o referentes históricos y sociales. Algunas son épicas bigger than life que responden a un momento histórico o a un movimiento social. Otras enlazan directamente con géneros y artes previas al cine, fuera la novela, la narrativa épica o el vaudeville , sublimando y traduciendo antiguas expresiones en un nuevo lenguaje.
Curiosamente, y por ello esta larga introducción, se han colado en la clasificación de clásicos pequeñas obras ajenas a movimientos sociales, artísticos o a innovaciones técnicas. Se trataría de pequeñas joyas, creadas por un autor según un concepto artesanal de la creación artística (¿dónde está el límite entre arte y artesanía en el cine, producto industrial de la labor de numerosos profesionales?) o (¡crimen fatal!) obras resultantes de la cooperación de diversos profesionales (¿autores todos ellos?) integrada en un concepto de creación / producción industrial. Sería éste el caso específico de clásicos indiscutibles como Johnny Guitar, Casablanca y El tercer hombre, películas de bajo presupuesto, realizadas por autores (en el caso de la segunda y tercera más próximos al concepto de profesional que de autor) y que, aun teniendo un reconocimiento amplio de público en el momento de su estreno, han tardado en obtener una valoración sólida por parte de la crítica.
¿Qué nos atrae de ellas? ¿Qué nos lleva a equiparar El tercer hombre con, por ejemplo, una obra que incorpora avances técnicos como Ciudadano Kane o una pieza genérica fundamental como Forajidos ? El tercer hombre, como la inmensa mayoría del cine que conocemoscontiene la idea de la narración, del cuento. ¿Es tan original la historia narrada en Third Man como para marcarnos de manera tan indeleble?
Aunque, si nos fijamos, nos podemos dar cuenta que bajo el manto de la serie negra subyace una crónica del sentimiento. De Breve encuentro a Lost in Translation o In the mood for love los autores han tratado de expresar los sentimientos, las emociones, mediante diversos recursos narrativos, en base a la puesta en escena o al montaje. Sin embargo, en ello no hay duda, la narrativa de Carol Reed es sumamente convencional… es decir, clásica.¿Es éste el motivo de nuestra atracción por la película?.
Cuando se escribe acerca de El tercer hombre parece ser obligado discutir acerca de la autoría de la misma. Considerada de manera generalizada una obra del inefable Orson, autor cinematográfico por excelencia, está sobradamente acreditado que fue Carol Reed quien dirigió la mayor parte de la cinta, reservándose Welles un puesto tras la cámara en la primera escena en que aparece su personaje y en la secuencia final de las cloacas. Sin embargo, nada podía hacer más para sembrar la confusión que fuera el propio Welles, fabulador de munchausianas dimensiones, quien dijera que el autor era quien firmaba la película.
Ante la potencia de las imágenes, por otro lado, se ignora a menudo la autoría intelectual. Graham Greene, autor del guión antes que de la novela que del mismo se derivó y clásico literario del siglo XX a su vez, incluyó en la trama uno de sus temas favoritos, la culpa y la redención. ¿Podemos considerar pues la autoría de Greene y su temática el motivo de atención del espectador? Posiblemente no. Hay que recordar que tanto Reed como Welles reescribieron parte del guión y de los diálogos (desencadenando las iras del escritor). Por otra parte, no podemos ignorar que cuando vemos El tercer hombre (por primera vez, al menos), no es el conflicto de la culpa o la traición el que más nos atrae, si no la potencia de sus imágenes o la sugestión inicial del whodunnit, la sombra del tercer hombre, en definitiva mcguffin de otra historia que se esconde como si se tratara de un palimpsesto bajo los códigos de la serie negra.
Nadie ha conseguido, pues, determinar la auténtica autoría de The Third Man . ¿Importa? O, acaso, ¿es lo importante el motivo por el cuál la película atrae a cinéfilos de distintas generaciones?
Y, siendo ésta la pregunta real, volvemos a dudar ante la respuesta. Por que El tercer hombre (película de autoría compartida según acordamos) no revolucionó el cine. Ni aporta grandes innovaciones. Ni representa un momento crucial de la humanidad. Los motivos son otros.
El tercer hombre es una historia sencilla; aunque narrada con un brío asombroso La creación de Carol Reed debería ser ejemplo para aquellos directores que confunden la agilidad narrativa con la exposición atropellada. En breves imágenes, con escenas certeras, Reed nos introduce (cierto, con la impagable ayuda de una narración en off) en la sórdida Viena posterior a la caída nazi, dividida en sectores según los aliados. Sólo una escena basta para presentarnos a Holly Martins y, a continuación, le basta otra para plantear el dilema. De la misma manera, combina sencilla pero muy eficazmente en la secuencia del bar la explicación de la trama criminal en la que estaba envuelto Harry Lime y completa la descripción del infeliz escritor de novelas baratas que se encuentra solo en una ciudad que desconoce y en la que se pone en evidencia, por modales y por falta de lenguaje, como lo que es: un paleto provinciano, un americano que no entiende el mundo en el que vive más allá de su barrio. A partir de aquí, Reed monta con concisión un conjunto de escenas en las que se alternan los códigos de la comedia, la serie negra, el cine de espías que surgiría en la guerra fría y el melodrama. El tercer hombre tiene una agilidad expositiva y una brillantez narrativa muy por encima de la media.
Y, aún así, no es este el encanto primordial de la cinta… ¿Y pues? Pues, posiblemente, el punto dramático más destacable de la trama. El centro de El tercer hombre es un Joseph Cotten, impagable como Holly Martins. Holly/Bendito/Bobo Martins, un patético y entrañable personaje. Autor de novelas pulp del Oeste, fan de Zane Grey y escritor con ínfulas pero ignorante de James Joyce, Holly Martins es el héroe que no querríamos ser; pero es, me temo, el protagonista que nos tocaría ser a muchos de nosotros si apareciésemos de repente en una película. Frente a la profesionalidad del Mayor Galloway, frente al encanto melancólico de Anna, frente (sobretodo) a la atracción mefistofélica de Harry Lime/Orson Welles, es la tozudez de Holly, su fidelidad al amigo desaparecido, su ternura con Anna, la arrogancia que oculta su incertidumbre, lo que nos atrae de El tercer hombre . Tan importantes, pues, para generar la atracción de la película son las escenas en que Cotten, borracho, se enfrenta a Galloway en un vano intento de defender a Lime o en que, una vez más borracho, confiesa torpemente su amor a Anna. Martins es torpe (alaba la actuación de Anna aun sin haber entendido una sola palabra de los diálogos), es ignorante (y su ignorancia construye por obra y gracia del guión una hilarante escena en la tertulia literaria), pero Greene, Reed y, sobre todo, Joseph Cotten le dotan de una humanidad que se expande a una película que, sin sus características, sería demasiado fría y excesivamente funcional. Son las debilidades de Martins las que nos atraen en esta Viena deshumanizada, aunque el perverso ingenio de Harry Lime nos atraiga a unos y a otros.
Durante la primera mitad de la historia, Harry es una pieza argumental, una brillante elipsis que atrae nuestra atención cuando le creemos muerto. En la segunda mitad, pasa a ser un atractivo sol que nos hace girar a todos, personajes y espectadores, a su alrededor. Harry Lime aparece de las sombras en una escena teatral que (ésta vez sí) Welles y Robert Kraster, director de fotografía, consiguieron inmortalizar con una mueca y un juego de luces pese a su arbitrariedad dramática. Recordemos: Martins está desorientado. Su amigo ha muerto. Galloway le ha demostrado que no era sino un criminal. Se ha enamorado, infructuosamente, de Anna. Borracho, en la calle, se siente seguido (una escena previa ya nos ha dado a entender de quien se trata). “Es un espía muy torpe,”grita Holly, “se le ven los pies”. De improviso, la luz de una ventana ilumina el portal, la omnipresente música de Anton Karas se eleva y un foco ilumina a un sonriente Harry Lime.
No obstante, pese al maquiavélico encanto de Lime (¿o debería decir de Welles?), será Martins quien gane por KO. Aunque Lime repite escena triunfal en la escena del Prater, con un Welles sabedor de su dominio de las tablas, la dolida sobriedad de Joseph Cotten no sólo dan la talla sino que aguantan dramáticamente el veleidoso embate del diablo. Lime exhibe su código ético (si te pagasen por cada punto que se detuviera, ¿rechazarías la oferta o empezarías a contar cuántos puntos detendrías?, dice Lime cínicamente refiriéndose a sus víctimas) y Martins le acusa de vender a Anna. Irónicamente, Welles dibuja un corazón con el nombre de la chica mientras amenaza a su viejo amigo. Martins le informa que su plan ha quedado al descubierto y Lime se va por peteneras. Al final, claro está, nos quedaremos con la frase sobre el Renacimiento, los Borgia, Suíza y el reloj de cuco (1); pero la brillantez literaria quedará sepultada por la sordidez moral de Lime. No queremos ser como él y, finalmente, nos duele que traicione a Holly. Le ha traicionado. Nos ha traicionado.
…Y posiblemente sea ése el secreto del éxito de El tercer hombre. Su capacidad, su empatía, para que nos identifiquemos con el (anti)héroe, un tipo mediocre, parado, al que le cuesta captar lo que pasa, que se enamora de la chica equivocada, que es traicionado por su mejor amigo y que, cuando hace lo que debe, se está inmolando a sí mismo.
Cierto es que ayudan la música de Karas, la belleza de Alida Valli y la magistral secuencia de la persecución en las cloacas. Este morceau de bravura, parcialmente dirigido por Welles, merece por sí solo un lugar en la antología del cine. Lime, acorralado tras atravesar muchos ríos de mierda, no consigue escapar al exterior. En una escena escalofriante, surrealista, trata de levantar una reja sin éxito. Herido, no puede sino pasar sus dedos entre los barrotes. Los dedos asoman en una calle desierta en la que sólo sopla el viento. Lime, con el rostro de un animal herido, se vuelve a mirar a Holly y acepta que sea éste quien lo remate.
El mundo perdió su inocencia (si aun conservaba algo) con la Segunda Guerra Mundial. Holly Martins, como Harry Lime, es el hijo de este mundo. Pero en el reconocimiento por parte del espectador de la tristeza de Martins (más que de sus valores) y en la identificación con su fracaso nace la atracción del espectador por esta historia. El bendito Martins trata en vano de mantener su amistad juvenil. Estúpidamente, emulando a los héroes de sus novelas baratas, intenta desenmascarar al asesino de su amigo sólo para afrontar una dura realidad. Creyéndole muerto, intentará imitar su vida, enamorarse de la novia de su amigo y hacer de su vida la brillante novela que trata de escribir. Paradójicamente, sólo entonces descubrirá la imposibilidad de la impostura y deberá definir su propia vida, destruyendo su alteridad, es decir, suicidando su parte de Lime y confirmándose como individuo, como Holly Martins. Por si había alguna duda, la justicia no tiene recompensa. Holly se estructura como persona tras la (segunda) muerte de Harry Lime. Pero su esperanza de conquistar a Anna es un fracaso. En una (otra más) bellísima escena, Martins espera a Anna que se acerca por el camino. Reed parece remedar un plano secuencia en tiempo real. Los espectadores esperamos con Holly hasta que Anna llega a su altura. Sin palabras, sin ni siquiera volverse, Anna le rebasa y sale de campo. El tercer hombre es la historia de una impostura imposible, de un amor imposible. Ni Holly Martins ni nosotros somos héroes. Ahí radica la real atracción de una película inmortal.
(1)  La frase, “max mix” elaborado por Welles a base de materiales diversos dice aproximadamente: «En Italia, durante cien años, bajo la dominación Borgia, hubo sangre, matanzas e injusticias. En Suíza, tras 5oo años de paz y fraternidad, ¿que obtuvieron?: el reloj de cuco!»


The Third Man /m Carol Reed


Año: 1949
Duración: 93 min
País: Reino Unido
Director: Carol Reed
Guión: Graham Greene (Novela: Graham Greene)
Música: Anton Karas
Fotografía: Robert Krasker (B&W)
Reparto: Joseph Cotten, Alida Valli, Trevor Howard, Orson Welles, Bernard Lee
Productora: London Films. Productores: Alexander Korda & David O. Selznick
Premios: 1 Oscar: mejor fotografía B/N
Sinopsis: Viena, 1947. El norteamericano Holly Martins, un escritor de novelas policíacas, llega a la capital austriaca cuando la ciudad está dividida en cuatro zonas ocupadas por los aliados de la Segunda Guerra Mundial. Holly llega reclamado por un amigo de la infancia, Harry Lime, que le ha prometido trabajo. Pero el mismo día de su llegada coincide con el entierro de Harry, quien ha sido atropellado por un coche. El jefe de la policía militar británica le insinúa que su amigo se había mezclado en la trama del mercado negro. (Filmaffinity)
Una leyenda del cine. Elegida en 1999 como la mejor aportación británica a la historia del cine.