Desgracia (2008)



Desgracia

Film de Steve Jacobs

Novela: J.M. Coetzee



Para ser un hombre de su edad, cincuenta y dos años y divorciado, a su juicio ha resuelto bastante bien el problema del sexo. Los jueves por la tarde coge el coche y va hasta Green Point. A las dos en punto toca el timbre de la puerta de Windsor Mansions, da su nombre y entra. En la puerta del número 113 le está esperando Soraya. Pasa directamente hasta el dormitorio, que huele de manera agradable y está tenuemente iluminado, y allí se desnuda. Soraya sale del cuarto de baño, deja caer su bata y se desliza en la cama a su lado.

-¿Me has echado de menos? -pregunta ella.

-Te echo de menos a todas horas -responde. Acaricia su cuerpo moreno como la miel, donde no ha dejado rastro el sol; lo extiende, lo abre, le besa los pechos; hacen el amor.

Soraya es alta y esbelta; tiene el cabello largo y negro, los ojos oscuros, líquidos. Técnicamente, él tiene edad más que suficiente para ser su padre; técnicamente, sin embargo, cualquiera puede ser padre a los doce años. Lleva más de un año en su agenda y en su libro de cuentas; él la encuentra completamente satisfactoria. En el desierto de la semana, el jueves ha pasado a ser un oasis de luxe et volupté.

En la cama, Soraya no es efusiva. Tiene un temperamento más bien apacible, apacible y dócil. Es chocante que en sus opiniones sobre asuntos de interés general tienda a ser moralista. Le parecen ofensivas las turistas que muestran sus pechos («ubres», los llama) en las playas públicas; considera que habría que hacer una redada, capturar a todos los mendigos y vagabundos y ponerlos a trabajar limpiando las calles. Él no le pregunta cómo casan sus opiniones con el trabajo mediante el cual se gana la vida.


Como ella lo complace, como el placer que le da es inagotable, él ha terminado por tomarle afecto. Cree que, hasta cierto punto, ese afecto es recíproco. Puede que el afecto no sea amor, pero al menos es primo hermano de este. Habida cuenta del comienzo tan poco prometedor por el que pasaron, los dos han tenido suerte: él por haberla encontrado, ella por haberlo encontrado a él.

Sus sentimientos, y él lo sabe, son complacientes, incluso conyugales. Sin embargo, no por eso deja de tenerlos.

Por una sesión de hora y media le paga cuatrocientos rands, la mitad de los cuales se los embolsa Acompañantes Discreción. Es una pena, o a él se lo parece, que Acompañantes Discreción, se quede con tanto. Lo cierto es que el número 113 es de su propiedad, como lo son otros pisos de Windsor Mansions; en cierto sentido, también Soraya es de su propiedad, o al menos esa parte de ella, esa función.

Él ha jugueteado con la idea de pedirle que lo reciba en sus horas libres. Le gustaría pasar con ella una velada, tal vez incluso una noche entera. Pero no la mañana siguiente. Sabe demasiado de sí mismo para someterla a la mañana siguiente, al momento en que él se muestre frío, malhumorado, impaciente por estar a solas.

Ese es su temperamento. Su temperamento ya no va a cambiar: es demasiado viejo. Su temperamento ya está cuajado, es inamovible. Primero el cráneo, luego el temperamento: las dos partes más duras del cuerpo.

Sigue el dictado de tu temperamento. No se trata de una filosofía, él no lo dignificaría con ese nombre. Es más bien una regla, como la Regla de los Benedictinos.

Goza de buena salud, tiene la cabeza despejada. Por su profesión es, o mejor dicho, ha sido un erudito, y la erudición todavía ocupa, bien que de manera intermitente, el centro mismo de su ser. Vive de acuerdo con sus ingresos, de acuerdo con su temperamento, de acuerdo con sus medios emocionales. ¿Que si es feliz? Con arreglo a la mayoría de los criterios él diría que sí, cree que lo es. De todos modos, no ha olvidado la última intervención del coro en Edipo rey. No digáis que nadie es feliz hasta que haya muerto.

En el terreno del sexo, aunque intenso, su temperamento nunca ha sido apasionado. Si tuviera que elegir un tótem, sería la serpiente. Los encuentros sexuales entre Soraya y él deben de ser parecidos, imagina, a la cópula de dos serpientes: prolongada, absorta, pero un tanto abstracta, un tanto árida, incluso cuando más acalorada pueda parecer.

¿Será también la serpiente el tótem de Soraya? No cabe duda de que con otros hombres se convertirá en otra mujer: la donna é mobile. En cambio, en el orden puramente temperamental, la afinidad que tiene con él no puede fingirla. Imposible.

Aunque por su profesión es una mujer de vida alegre, él confía en ella, al menos dentro de un orden. Durante sus sesiones él le habla con cierta libertad, y algunas veces incluso llega a desahogarse. Ella conoce a grandes rasgos cómo es su vida. Le ha oído relatar la historia de sus dos matrimonios, le ha oído hablar de su hija, está al corriente de los altibajos de la hija. Sabe cuáles son sus opiniones en muchos terrenos.

De su vida fuera de Windsor Mansions, Soraya no suelta prenda. Soraya no es su verdadero nombre, él de eso está seguro. Hay síntomas de que ha tenido un hijo, puede que varios. Tal vez ni siquiera sea una profesional. Es posible que solo trabaje para la agencia una o dos tardes por semana, y que durante el resto de su existencia lleve una vida respetable en los suburbios, en Rylands o Athlone. Sería insólito en el caso de una musulmana, pero todo es posible en los tiempos que corren.


De su trabajo le cuenta poca cosa: prefiere no aburrirla. Se gana la vida en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo, antes Colegio Universitario de Ciudad del Cabo. Antiguo profesor de lenguas modernas, desde que se fusionaron los departamentos de Lenguas Clásicas y Modernas por la gran reforma llevada a cabo años antes, es profesor adjunto de Comunicaciones. Como el resto del personal que ha pasado por la reforma, tiene permiso para impartir una asignatura especializada por cada curso, sin tener en cuenta el número de alumnos matriculados, pues se considera positivo para la moral del personal. Este año imparte un curso sobre los poetas románticos. Durante el resto de su tiempo da clase de Comunicaciones 101, «Fundamentos de comunicación», y de Comunicaciones 102, «Conocimientos avanzados de comunicación».

Si bien diariamente dedica horas y horas a su nueva disciplina, la premisa elemental de esta, tal como queda enunciada en el manual de Comunicaciones 101, se le antoja absurda: «La sociedad humana ha creado el lenguaje con la finalidad de que podamos comunicarnos unos a otros nuestros pensamientos, sentimientos e intenciones». Su opinión, por más que no la airee, es que el origen del habla radica en la canción, y el origen de la canción, en la necesidad de llenar por medio del sonido la inmensidad y el vacío del alma humana.

A lo largo de una trayectoria académica que ya abarca un cuarto de siglo en activo ha publicado tres libros, ninguno de los cuales ha causado gran conmoción, ni tampoco ha recibido siquiera una acogida digna de ser tenida en cuenta: el primero, sobre la ópera (Boito y la leyenda de Fausto: la génesis de Mefistófeles), el segundo sobre la visión como erotismo (La visión de Richard de Saint Victor), el tercero sobre Wordsworth y la historia (Wordsworth y el peso del pasado).

A lo largo de los últimos años ha acariciado la idea de escribir un libro sobre Byron. Al principio pensó que no pasaría de ser sino un libro más, otra obra de crítica. Sin embargo, todos sus empeños por comenzar a escribirlo han terminado arrinconados por el tedio. La verdad es que está hastiado de la crítica, hastiado de la prosa que se mide a tanto el metro. Lo que desea escribir es algo musical: Byron en Italia, una meditación sobre el amor entre los dos sexos en forma de ópera de cámara.

Mientras prepara sus clases de comunicación, revolotean en su cabeza frases, melodías, fragmentos de canciones de esa obra todavía no escrita. Nunca ha sido ni se ha sentido muy profesor; en esta institución del saber tan cambiada y, a su juicio, emasculada, está más fuera de lugar que nunca. Claro que, a esos mismos efectos, también lo están otros colegas de los viejos tiempos, lastrados por una educación de todo punto inapropiada para afrontar las tareas que hoy día se les exige que desempeñen; son clérigos en una época posterior a la religión.

Como no tiene ningún respeto por las materias que imparte, no causa ninguna impresión en sus alumnos. Cuando les habla, lo miran sin verlo; olvidan su nombre. La indiferencia de todos ellos lo indigna más de lo que estaría dispuesto a reconocer. No obstante, cumple al pie de la letra con las obligaciones que tiene para con ellos, con sus padres, con el estado. Mes a mes les encarga trabajos, los recoge, los lee, los devuelve anotados, corrige los errores de puntuación, la ortografía y los usos lingüísticos, cuestiona los puntos flacos de sus argumentaciones y adjunta a cada trabajo una crítica sucinta y considerada, de su puño y letra.

Sigue dedicándose a la enseñanza porque le proporciona un medio para ganarse la vida, pero también porque así aprende la virtud de la humildad, porque así comprende con toda claridad cuál es su lugar en el mundo. No se le escapa la ironía, a saber, que el que va a enseñar aprende la lección más profunda, mientras que quienes van a aprender no aprenden nada. Es uno de los rasgos de su profesión que no comenta con Soraya. Duda que exista una ironía capaz de estar a la altura de la que vive ella en la suya.

En la cocina del piso de Green Point hay un hervidor, tazas de plástico, un bote de café instantáneo, un cuenco lleno de bolsitas de azúcar. En la nevera hay una buena cantidad de botellas de agua mineral. En el cuarto de baño, jabón y una pila de toallas; en el armario, ropa de cama limpia y planchada.

Soraya guarda su maquillaje en un neceser. Es un sitio asignado, nada más: un sitio funcional, limpio, bien organizado.

La primera vez que lo recibió, Soraya llevaba pintalabios de color bermellón y sombra de ojos muy marcada. Como no le gustaba ese maquillaje pegajoso, le pidió que se lo quitara. Ella obedeció; desde entonces, no ha vuelto a maquillarse. Es de esas personas que aprenden rápido, que se acomodan, se amoldan a los deseos ajenos.

A él le agrada hacerle regalos. Por Año Nuevo le regaló un brazalete esmaltado; por el festejo con que concluye el Ramadán, una pequeña garza de malaquita que le llamó la atención en el escaparate de una tienda de regalos. Él disfruta con la alegría de ella, una alegría sin afectación.

Le sorprende que una hora y media por semana en compañía de una mujer le baste para sentirse feliz, a él, que antes creía necesitar una esposa, un hogar, un matrimonio. En fin de cuentas, sus necesidades resultan ser muy sencillas, livianas y pasajeras, como las de una mariposa. No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continuo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad hasta que se adormece, o como el silencio de la noche para los habitantes del campo. (Fragmento)


Coetzee, J.M. Desgracia



Disgrace de Steve Jacobs



AÑO 2008

DURACIÓN 120 min

PAÍS Sudáfrica

DIRECTOR Steve Jacobs

GUIÓN Anna Maria Monticelli (Novela: J.M. Coetzee)

MÚSICA Antony Partos

FOTOGRAFÍA Steve Arnold

REPARTO John Malkovich, Jessica Haines, Eriq Ebouaney, Fiona Press, Paula Arundell, Scott Cooper

PRODUCTORA Coproducción Sudáfrica-Australia; Fortissimo Films / Sherman Films / Whitest Pouring Films / Wild Strawberries


Sinopsis:

La vida del profesor David Lune se viene abajo después de un impulsivo romance con una de sus alumnas. Se ve obligado a dejar su puesto en la Universidad de Ciudad del Cabo y huye a la granja de su hija. Sin embargo, una brutal agresión pone a prueba su relación. Dispuesto a todo para no perder el afecto de su hija, la apoya para que acepte su trágico destino y siga en la granja. Poco a poco, la desgracia se convertirá en gracia. (Filmaffinity)

Crítica: Filmaffinity


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Trenes rigurosamente vigilados (1966)




Trenes rigurosamente vigilados

Film de Jirí Menzel

Relato de Bohumil Hrabal


Este año, el año cuarenta y cinco, los alemanes ya no dominaban el espacio aéreo de nuestra ciudad. Y menos aún el de toda la región, el del país. Los ataques de la aviación habían desbaratado las comunicaciones de tal manera que los trenes de la mañana pasaban a mediodía, los de mediodía por la tarde y los de la tarde por la noche, así que a veces sucedía que el tren de la tarde llegaba sin un minuto de diferencia con lo que marcaba el horario, pero eso se debía a que era el tren de pasajeros de la mañana que llevaba cuatro horas de retraso.

Anteayer un caza enemigo ametralló encima de nuestra ciudad a un caza alemán hasta quitarle un ala. Y el fuselaje se incendió y cayó en algún lugar en el campo, pero el ala aquella, al soltarse del fuselaje, arrancó varios puñados de tornillos y tuercas, que cayeron sobre la plaza y les abollaron las cabezas a unas cuantas mujeres. Pero aquella ala planeaba sobre nuestra ciudad, los que podían se quedaban mirándola, hasta que e1 ala, con un movimiento chirriante, se elevó por encima de la misma plaza, donde se juntaron los clientes de los dos restaurantes, y la sombra del ala aquella cruzaba la plaza y la gente atravesaba la plaza corriendo hacia un lado y enseguida corría hacia el lado donde había estado un momento antes, porque el ala no dejaba de moverse como un péndulo enorme, que hacía huir a los ciudadanos en dirección contraria al sitio posible de su caída y mientras tanto emitía un ruido cada vez más fuerte y un sonido silbante. Y entonces dio un giro rápido y cayó en el jardín del decano. Y a los cinco minutos los ciudadanos ya se llevaban el metal y las chapas de aquella ala, para que enseguida, al día siguiente, aparecieran como techos de jaulas de conejos o gallineros; un ciudadano cortó esa misma tarde tiras de aquella chapa y por la noche se hizo en la moto unos hermosos protectores para las piernas. Así desapareció no sólo el ala sino también toda la chapa y las piezas del fuselaje del avión del Reich, que cayó en las afueras de la ciudad, sobre los campos nevados. Yo fui en bicicleta a mirarlo, media hora después de que lo derribaran. Y ya me encontré por el camino con ciudadanos que arrastraban en sus carritos el botín que habían obtenido. Era difícil adivinar para qué les iba a servir. Pero yo seguía en la bicicleta, quería ver aquel aeroplano destrozado, yo no soportaba a la gente que siempre anda buscando algo, ¡qué va, qué voy a andar yo recogiendo o arrancando piezas, trastos! Y por el camino de nieve pisoteada, que conducía ya a aquellas negras ruinas, venía mi padre; llevaba una especie de instrumento musical plateado y sonreía y agitaba aquellas tripas plateadas, una especie de tubitos. Sí, eran tubitos del avión, los tubitos por los que pasaba la gasolina, y hasta la tarde, en casa, no averigüé por qué estaba tan contento papá con aquel botín. Los cortó en trozos del mismo tamaño, les sacó brillo y después puso junto a aquellos sesenta tubitos relucientes su lápiz metálico, al que se sacaba la mina. Mi padre sabía hacer de todo, porque desde los cuarenta y ocho años estaba jubilado. Era maquinista y había conducido locomotoras desde los veinte, así que sus años de servicio valían el doble, pero los ciudadanos se volvían locos de envidia al pensar que mi padre podía vivir aún veinte o treinta años. Y además papá se levantaba aún más temprano que los que iban a trabajar. Por toda la región recogía cualquier cosa, tornillos, herraduras, se llevaba de los depósitos públicos cualquier trasto innecesario y lo almacenaba todo en casa, en el cobertizo y en el desván; una chatarrería parecía nuestra casa. Y cuando alguien decidía prescindir de unos muebles viejos, todo se lo llevaba nuestro padre, así que aunque en casa no éramos más que tres, teníamos cincuenta sillas, siete mesas, nueve canapés y montones de armaritos y lavabos y jarras. Y hasta eso era poco para mi padre, salía en bicicleta a recorrer la región y aún más lejos, hurgaba en los depósitos con una barra de hierro y por la noche regresaba con el botín, porque todo podía servir algún día para algo, y servía, porque cuando alguien necesitaba algo que ya no se fabricaba, alguna pieza para el coche o la trituradora o la trilladora y no la encontraba, venía a nuestra casa, y mi padre se ponía a pensar, la memoria lo conducía a algún sitio del desván o del cobertizo o a los montones que había en el patio, y entonces metía la mano en alguna parte y al cabo de un rato sacaba algún trasto que de verdad servía. Por eso mi papá solía ser el jefe de las campañas de recogida de chatarra, y cuando transportaba todos aquellos trastos de hierro a la estación, siempre pasaba frente a nuestro portal y dejaba caer parte del producto de aquella campaña de recogida. Y a pesar de eso los vecinos eran incapaces de perdonarle. Debía de ser porque nuestro bisabuelo Lukás recibía un doblón al día de renta y después, cuando llegó la República, en coronas. Mi bisabuelo nació en mil ochocientos treinta y en mil ochocientos cuarenta y ocho era tambor del ejército y como tal luchó en el Puente de Carlos, donde los estudiantes les tiraron adoquines a los soldados y acertaron a mi bisabuelo y lo dejaron inválido para toda la vida. Desde entonces cobraba la renta, un doblón diario, con el que se compraba cada día una botella de ron y un paquete de tabaco; y en lugar de quedarse sentado en casa, fumando y bebiendo, iba cojeando por las calles, por los caminos, pero a donde más le gustaba ir era a los sitios en los que la gente se dejaba la piel trabajando, y ahí se burlaba de aquellos obreros y bebía aquel ron y fumaba aquel tabaco, y por eso todos los años le daban al bisabuelo en algún lugar una paliza tal que el abuelo lo llevaba a casa en carretilla. Pero en cuanto el bisabuelo se reponía, volvía a ponerse a preguntar quién lo pasaba mejor, hasta que volvían a darle otra paliza terrible. La caída de Austria le quitó al bisabuelo aquella renta, la que había recibido durante setenta años. Con la pensión que le dieron al llegar la República se acabaron el ron y los paquetes de tabaco. Ya pesar de eso todos los años le seguían pegando al bisabuelo Lukás hasta dejarlo inconsciente, porque se seguía jactando de aquellos setenta años durante los cuales había tenido todos los días la botella de ron y el tabaco. Y en el mil novecientos treinta y cinco el bisabuelo se fue a jactar delante de unos picapedreros a los que acababan de cerrarles la cantera y le dieron tal paliza que se murió. El doctor dijo que podía haber seguido viviendo tranquilamente otros veinte años. Por eso no había ninguna otra familia que cayese tan mal en la ciudad como la nuestra. Mi abuelo, para que la astilla no fuera tan distinta del palo, del bisabuelo Lukás, era hipnotizador y trabajaba en circos pequeños y toda la ciudad veía en su hipnotismo el deseo de hacer el vago toda la vida. Pero cuando los alemanes cruzaron en marzo nuestra frontera para ocupar todo el país y avanzaban en dirección a Praga, el único que fue hacia ellos fue nuestro abuelo, únicamente nuestro abuelo fue a hacerles frente a los alemanes como hipnotizador, a detener los tanques que avanzaban con la fuerza del pensamiento. Así que el abuelo iba por la carretera con los ojos fijos en el primer tanque, que dirigía la vanguardia de aquellos ejércitos motorizados. Y encima de aquel tanque estaba metido hasta la cintura en la cabina un soldado del Reich, en la cabeza llevaba un birrete negro con la calavera y las tibias cruzadas, y mi abuelo seguía de frente hacia ese tanque y llevaba los brazos estirados y con los ojos les infundía a los alemanes la idea, dad la vuelta y regresad... y de verdad, el primer tanque se detuvo, todo el ejército se quedó quieto, el abuelo tocó aquel tanque con los dedos y siguió emitiendo la misma idea... dad la vuelta y regresad, dad la vuelta y regresad, dad la vuelta... y después un teniente hizo una señal con un banderín y el tanque se puso en marcha, pero el abuelo no se movió y el tanque lo atropello, le arrancó la cabeza, y ya no hubo nada que le cerrara el camino al ejército del Reich. Y después papá se fue a buscar la cabeza del abuelo. El primer tanque se detuvo antes de llegar a Praga, estaba esperando que llegase una grúa, la cabeza del abuelo había quedado aplastada entre las cadenas y las cadenas estaban tan retorcidas que papá pidió que le dejasen sacar la cabeza del abuelo y enterrarla después con el cuerpo, como corresponde a un cristiano. A partir de entonces, la gente de toda la región solía discutir. Unos gritaban que nuestro abuelo era un loco, los otros, que no del todo, que si todos se hubieran enfrentado con los alemanes como nuestro abuelo, con las armas en la mano, quién sabe cómo hubieran terminado los alemanes.

En aquella época vivíamos fuera de la ciudad, fue más tarde cuando nos trasladamos a la ciudad, y a mí, que estaba acostumbrado a la soledad, cuando llegamos a la ciudad se me estrechó el mundo. Desde entonces sólo cuando salía a las afueras, sólo así respiraba. Y cuando volvía, a medida que las calles y las callejuelas se estrechaban al cruzar el puente, me estrechaba yo también, siempre tenía y tengo y tendré la impresión de que detrás de cada ventana hay por lo menos un par de ojos que me miran. Cuando alguien me hablaba, me sonrojaba, porque tenía la impresión de que a todas las personas les molestaba algo de mí. Hace tres meses me corté las venas de las muñecas, y fue como si no tuviera motivo para hacerlo. Pero yo sí tenía motivo y lo conocía y sólo me daba miedo que cualquiera que me mirase fuese a adivinar el motivo.

Por eso detrás de cada ventana aquellos ojos. Pero ¿qué puede pensar una persona cuando tiene veintidós años? Yo podía pensar que la gente de nuestra ciudad me miraba porque me había cortado las venas para librarme del trabajo que ellos tenían que hacer en mi lugar, igual que lo habían hecho en lugar de mi bisabuelo Lukás y de mi abuelo Vilém, que era hipnotizador, y de mi papá, que había conducido una locomotora durante un cuarto de siglo sólo para no tener después nada que hacer. (Fragmento)


Bohumil Hrabal, Trenes rigurosamente vigilados

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Ostre sledované vlaky de Bohumil Hrabal



(Closely Watched Trains)

AÑO 1966

DURACIÓN 93 min

PAÍS Checoslovaquia

DIRECTOR Jirí Menzel

GUIÓN Jirí Menzel & Bohumil Hrabal (Argumento: Bohumil Hrabal)

MÚSICA Jirí Sust

FOTOGRAFÍA Jaromir Sofr (B&W)

REPARTO Václav Neckár, Josef Somr, Vlastimil Brodsky, Vladimír Valenta, Alois Vachek, Ferdinand Kruta, Jitka Bendová

PRODUCTORA Estudios Barrandow

PREMIOS Oscar mejor película extranjera

Sinopsis:

En la Checoslovaquia ocupada por los alemanes, un joven trabajador de la pequeña estación ferroviaria de un pueblo intenta tener su primera experiencia sexual.

Una de las obras maestras del cine checoslovaco de los años sesenta, que combina la historia central con una mirada sensible a la vida cotidiana en una pequeña estación de tren. Un joven aprendiz, Milos, sigue los pasos de su padre, ferroviario retirado, y empieza a trabajar en la compañía ferroviaria como controlador. El protagonista tendrá que madurar rápidamente y afrontar su primer asunto importante.

(Filmaffinity)

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