El Graduado (1967)



El Graduado

Film Mike Nichols

Novela Charles Webb


La señora Robinson se volvió y subió los tres escalones del pórtico. Benjamín cruzó las manos sobre las rodillas y se puso a contemplar su propio reflejo en uno de los grandes paneles de cristal que cerraban la estancia. Momentos después empezó a oírse la música en otro lugar de la casa.

Se volvió, frunciendo el ceño, hacia la puerta. La señora Robinson entraba con dos vasos.

—Ya le he dicho que no quiero nada.

Le entregó uno, se fue hacia un lado del cuarto y tiró de un cordón. Dos largas cortinas se cerraron sobre las ventanas. Benjamín miró su bebida. La señora Robinson se había sentado en un sillón junto a él. Reinaba un perfecto silencio.

—¿Tiene siempre tanto miedo a estar sola?

Ella asintió.

—¿De veras?

—Sí.

—¿Por qué no cierra las puertas y se mete en la cama?

—Soy neurótica —repuso.

Benjamín la miró durante unos momentos. Tomó su bebida y dejó el vaso en el suelo.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —inquirió la señora Robinson.

Él dijo que sí con la cabeza.

—¿Qué piensas de mí?

—¿Cómo?

—Que qué piensas de mí.

El se movió ligeramente.

—Me conoces de casi toda la vida —añadió—. No te has formado...

—Esta conversación me parece muy extraña —objetó Ben—. Además, dije a mi padre que volvería en seguida.

—¿Es que no tienes opiniones?

—No —repuso él mirando su reloj—. Estoy convencido de que el señor Robinson llegará en pocos minutos. Así es que déjeme salir y luego cierre las puertas.

—Benjamín.

—¿Qué?

—¿Sabías que he sido alcohólica?

—Señora Robinson —respondió Benjamín—. No me gusta hablar de esas cosas.

—¿Lo sabías?

—No.

—¿No lo has sospechado nunca?

—Señora Robinson, no es asunto de mi incumbencia —dijo Benjamín levantándose—. Y ahora perdone, pero tengo que irme.

—¿Nunca sospechaste que he sido alcohólica?

—Adiós, señora Robinson.

—Siéntate.

—Me voy ahora mismo.

Ella se levantó y acercóse a donde estaba Ben. Poniéndole una mano sobre el hombro, le dijo:

—Siéntate.

—Me voy, señora Robinson.

—¿Porqué?

—Porque quiero estar solo.

—Lo más probable es que mi marido tarde todavía bastante.

Benjamín la miró ceñudo.

—El señor Robinson tardará quizás unas cuantas horas.

Benjamín dio un paso atrás.

—¡Oh, cielos! —exclamó.

—¿Qué pasa?

—¡Oh, no, señora Robinson! ¡Oh, no!

—¿Qué te ocurre?

Benjamín la miró unos momentos; luego se volvió en redondo y acercóse a una de las cortinas.

—Señora Robinson —dijo—, usted no... quiero decir, no espera que...

—¿A qué te refieres?

—¿No irá a pensar en serio que yo haría una cosa semejante?

—¿Semejante a qué?

—A lo que está pensando.

—Pues no caigo en ello.

—Vamos, vamos, señora Robinson. Estamos en su casa. Ha puesto música. Me ha dado una bebida. Estamos bebiendo. Y, de pronto empieza a referirme cosas de su vida personal y a decirme que su marido estará ausente unas horas.

—Bien, ¿y qué?

—Señora Robinson —preguntó él volviéndose—. ¿Intenta usted seducirme?

Lo miró enfadada.

—¿No es así?

Ella se sentó otra vez.

—¿No es así?

—¿Por qué no? —le respondió sonriendo—. Había pensado en ello. Me agrada que...

Benjamín se tapó la cara con las manos.

—Señora Robinson —dijo—, ¿querrá perdonarme?

—¿Por qué?

—Por lo que acabo de decir.

—No hay nada que perdonar.

—Es lo peor que pude decir jamás. Por favor, perdóneme. Me es usted simpática. Nunca hubiera debido portarme así. Estoy hecho un lío.

—De acuerdo —respondió la señora Robinson—. Y ahora, termina tu bebida.

Benjamín se volvió a sentar y levantó el vaso del suelo.

—Señora Robinson, el pensar en lo que he dicho me pone enfermo.

—Ya te he perdonado.

—¿De veras?

—Olvidémonos —respondió—. Termina de beber.

—No sé lo que me pasa —dijo Benjamín echando largos tragos y dejando el vaso otra vez en el suelo.

—Benjamín.

—¿Qué, señora Robinson?

Ella carraspeó.

—¿No has visto alguna vez el retrato de Elaine?

—¿El retrato de su hija?

—Sí.

—No lo he visto —dijo Benjamín negando con la cabeza.

—Se lo hicimos en la Navidad última. ¿Quieres verlo?

—Sí; me gustaría —asintió Benjamín.

—Está arriba —dijo ella levantándose.

Benjamín la siguió hasta la parte frontal de la casa, y luego ambos subieron la escalera cubierta de gruesa alfombra hasta llegar al segundo piso. La señora Robinson lo precedió a lo largo de un amplio rellano y entró en una habitación. Momentos después, una suave luz amarillenta surgía de la puerta. Benjamín entró.

El retrato colgaba de una de las paredes, y la luz procedía de una pequeña bombilla tubular fijada encima del grueso marco dorado. Benjamín miró el cuadro e hizo una señal de aprobación.

—Es una chica muy guapa —comentó.

La señora Robinson se sentó en el borde de una cama pequeña que estaba en uno de los ángulos del cuarto.

Benjamín se cruzó de brazos y acercóse al retrato para estudiar la cara con más detalle.

—No recuerdo que tuviera los ojos castaños —dijo. Dio unos pasos atrás y torció la cabeza—. Verdaderamente... verdaderamente es muy guapa.

—Benjamín.

—¿Qué?

Ella no contestó y Benjamín se volvió, sonriéndole.

—Acércate —le dijo con voz suave.

—¿Cómo?

—¿Quieres acercarte un momento?

—¿Acercarme ahí?

Ella asintió.

—Bueno —dijo Benjamín, obedeciendo. La señora Robinson alargó una mano y la puso en su brazo. Luego se levantó lentamente hasta quedar frente a él.

—Benjamín —dijo.

—¿Qué?

—¿Quieres bajarme la cremallera del vestido? —preguntó.

Benjamín desplegó los brazos al tiempo que retrocedía unos pasos.

—Creo que me voy a acostar —dijo ella.

—¡Oh! —exclamó Benjamín—. Pues entonces, buenas noches — y dirigióse a la puerta.

—¿No quieres bajarme la cremallera?

—Preferiría no hacerlo, señora Robinson.

Ella se volvió otra vez y lo miró enfadada.

—¿Sigues creyendo que tengo la intención de...?

—Ño, no lo creo. Pero es que me siento un poco raro.

—¿Temes que te vaya a seducir?

—No —murmuró Benjamín—. Pero es mejor que me marche.

—Benjamín —dijo ella sonriendo—. Me conoces de toda la vida.

—Lo sé, lo sé.

—Vamos —lo animó, volviéndole la espalda—. Es que no alcanzo.

Benjamín esperó un momento. Luego alargó la mano hasta la cremallera y la bajó a lo largo de la espalda. El vestido quedó abierto.

—Gracias.

—Bien —dijo Benjamín volviéndose otra vez hacia la puerta.

—¿Por qué tienes tanto miedo? —preguntó ella sonriendo otra vez.

—No tengo miedo, señora Robinson.

—Entonces, ¿por qué intentas huir?

—Porque se va usted a acostar —repuso—. Y no me parece bien permanecer aquí.

—¿Es que no has visto nunca antes a una mujer en combinación? —preguntó ella, dejando caer el vestido a lo largo de su cuerpo hasta que quedó en el suelo.

—Sí; las he visto —dijo Benjamín apartando la mirada y fijándola en el retrato de Elaine—. Pero...

—Pero aún sigues convencido de que voy a seducirte, ¿verdad?

—No, no —se llevó las manos a los costados—. Ya le he dicho antes que lamento haberlo insinuado. Pero no me siento bien aquí.

—¿Porqué?

—¿Qué le parece a usted, señora Robinson?

—No lo sé. Somos buenos amigos. No comprendo por qué has de sentirte turbado viéndome en combinación.

—Escuche —dijo Benjamín señalando la puerta—. ¿Qué ocurriría si... si de pronto entrara el señor Robinson?

—No lo sé —repuso ella.

—Sería una situación muy divertida, ¿verdad?

—¿Crees que no tiene confianza en nosotros?

—¡Claro que la tiene! Pero podría tomárselo bastante mal. Cualquiera, en su caso, haría lo mismo.

—No veo por qué —aseguró la señora—. Soy dos veces más vieja que tú. ¿Cómo iba a pensar que... ?

—Pues lo pensaría. ¿No se da cuenta?

—Benjamín —dijo—, quisiera que...

—Lo sé. Pero por favor, señora Robinson. Todo esto es muy difícil para mí.

—¿Porqué?

—Porque tengo la mente confusa. No puedo pensar con claridad. Es difícil distinguir lo que es real. No puedo...

—¿Te gustaría ser seducido por mí?

—¿Cómo?

—¿Es eso lo que intentabas decirme?

—Me voy a casa ahora mismo. Ruego me perdone por lo que dije. Confío en que lo olvide, pero me voy —se volvió, dirigióse a las escaleras y empezó a bajar.

—¡Benjamín! —lo llamó ella.

—¿Qué?

—Antes de irte, ¿quieres subirme el bolso?

Benjamín volvió la cabeza.

—Por favor —insistió—, he de irme ahora mismo.

La señora Robinson avanzó hasta la barandilla sosteniendo el vestido verde ante sí, y miró a Benjamín que se hallaba en el rellano inferior.

—¿No querrás que me vista sólo por eso? —dijo—. ¿Quieres subirlo?

—¿Dónde está?

—En el pórtico delantero.

Benjamín atravesó el vestíbulo y encontró el bolso junto al sofá del pórtico. Regresó con él al pie de la escalera, y llamó:

—¡Señora Robinson!

—Estoy en el baño —respondió ella desde arriba.

—Aquí tiene su bolso.

—¿Por qué no lo subes?

—Bueno. Salga hasta la barandilla.

—Empiezo a cansarme de todo esto, Benjamín.

—¿A qué se refiere?

—A tus sospechas. No comprendo por qué no quieres hacerme ese pequeño favor.

Benjamín esperó unos momentos, y por fin subió con el bolso hasta el rellano.

—Lo dejo en el último escalón —dijo.

—¡Benjamín! ¿Quieres dejar de hacer el tonto y darme el bolso?

El joven miró en dirección al cuarto de baño. Una línea de claridad se insinuaba bajo la puerta. Finalmente avanzó con lentitud.

—Señora Robinson.

—¿Lo has traído?

—Sí.

—¿Quieres dármelo?

—No.

—De acuerdo —afirmó ella desde el otro lado—. Déjalo ahí.

—¿Dónde?

—Al otro lado del vestíbulo, en la habitación donde estábamos antes.

—¡Oh, bien! —dijo Benjamín entrando rápidamente en el cuarto donde estaba el retrato de Elaine y dejando el bolso al pie de la cama.

Luego se volvió, y estaba a punto de salir cuando la señora Robinson entró, procedente del baño.

—¡Me voy! —dijo Benjamín apresurándose hacia la puerta; pero ella la cerró dando vuelta a la llave.

—No te pongas nervioso —dijo.

El joven se volvió.

—Benjamín.

—¡Apártese de esa puerta!

—Primero he de decirte algo.

Benjamín se llevó las manos a la cara.

—Quiero que sepas que me tienes a tu disposición —le indicó—. Si no esta vez...

—¡Oh!

—Si no esta vez, puedes llamarme cuando quieras.

—¡Déjeme salir!

—Porque te encuentro muy atractivo y siempre que...

De pronto se oyó el ruido de un automóvil pasando por la calzada bajo la ventana.

(Fragmento)

Charles Webb, El Graduado




The Graduate / Mike Nichols


Año 1967

Duración 105 min

País Estados Unidos

Director Mike Nichols

Guión Calder Willingham & Buck Henry (Novela: Charles Webb)

Música Dave Grusin (Canciones: Simon & Garfunkel)

Fotografía Robert Surtees

Reparto Dustin Hoffman, Anne Bancroft, Katharine Ross, Brian Avery, William Daniels, Elizabeth Wilson, Walter Brooke, Norman Fell, Richard Dreyfuss,Buck Henry, Marion Lorne, Murray Hamilton

Productora MGM presenta una producción Embassy Pictures

Premios 1 Oscar: mejor director

Sinopsis:

Benjamin vive en una familia más que acomodada y acaba de graduarse. Tiene todo el verano para decidir qué hacer con su vida, pero de pronto Mrs. Robinson, la mujer del socio de su padre, lo seduce y empiezan una aventura. La cosa se complica más cuando Benjamin se enamora de Elaine, la hija de la señora Robinson.


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Buenos días, tristeza (1958)



Buenos días, tristeza

Film de Otto Preminger

Novela de Françoise Sagan



PRIMERA PARTE / CAPÍTULO I

A ese sentimiento desconocido cuyo tedio, cuya dulzura me obsesionan, dudo en darle el nombre, el hermoso y grave nombre de tristeza. Es un sentimiento tan total, tan egoísta, que casi me produce vergüenza, cuando la tristeza siempre me ha parecido honrosa. No la conocía, tan sólo el tedio, el pesar, más raramente el remordimiento. Hoy, algo me envuelve como una seda, inquietante y dulce, separándome de los demás.

Aquel verano yo tenía diecisiete años y era completamente feliz. Los «demás» eran mi padre y Elsa, su amante. Antes que nada quiero explicar esa situación, que puede parecer falsa. Mi padre tenía cuarenta años y era viudo desde hacía quince. Era un hombre todavía joven, lleno de vitalidad, de posibilidades, y, al salir yo del internado, dos años antes, no me costó entender que viviese con una mujer. Más difícil me resultó aceptar que tuviese una distinta ¡cada seis meses! Pero pronto su encanto, esa vida novedosa y fácil, y mi propia predisposición me hicieron adaptarme. Era un hombre despreocupado, hábil en los negocios, siempre curioso y enseguida cansado, que gustaba a las mujeres. Lo quise de inmediato, y de todo corazón, porque era bueno, generoso, alegre y cariñosísimo conmigo. No cabía imaginar mejor amigo ni más jovial. En los inicios de aquel verano extremó su amabilidad hasta preguntarme si la compañía de Elsa, su amante de turno, me importunaría durante las vacaciones. No pude por menos de animarle, pues sabía que necesitaba a las mujeres y que, por otra parte, Elsa no supondría estorbo alguno para nosotros. Era una chica alta y pelirroja, entre galante y mundana, que hacía de extra en los estudios y se exhibía en los bares de los Campos Elíseos. Era simpática, bastante simple y no tenía pretensiones serias. Además, demasiado contentos estábamos ambos de marcharnos como para poner la menor traba a lo que fuese. Mi padre había alquilado, en el Mediterráneo, una gran casa con jardín, blanca, apartada, preciosa, con la que soñábamos desde los primeros calores de junio. Se alzaba sobre un promontorio, dominando el mar, rodeada por un bosque de pinos que la ocultaba desde la carretera. Un sendero descendía hasta una cala dorada, bordeada de rocas rojizas, donde se mecía el mar.

Los primeros días fueron deslumbrantes. Pasábamos horas en la playa, achicharrados bajo el sol, bronceándonos poco a poco con un color sano y dorado, salvo Elsa, cuya piel se ponía roja y acababa pelándose entre tremendos dolores. Mi padre se dedicaba a complicados ejercicios con las piernas para eliminar un amago de barriga incompatible con sus condiciones de Don Juan. Tan pronto amanecía, me iba al agua, un agua fresca y límpida en la que me hundía, en la que me agotaba haciendo mil desordenados movimientos para purificarme de las sombras y el polvo de París. Me tumbaba después en la arena, cogía un puñado, lo dejaba escurrir entre los dedos y la arena caía en una lluvia amarillenta y suave. Pensaba que se escapaba como el tiempo, que eso era una idea fácil y que resultaba grato tener ideas fáciles. Era el verano.

El sexto día vi a Cyril por primera vez. Iba costeando con una pequeña embarcación de vela y zozobró delante de nuestra cala. Le ayudé a recuperar sus cosas y, entre risas, me enteré de que se llamaba Cyril, era estudiante de derecho y pasaba las vacaciones con su madre en una casa cercana. Tenía un rostro latino, muy moreno, muy abierto, con algo equilibrado, protector, que me gustó. Con todo, yo huía de esos estudiantes universitarios, brutales, preocupados por sí mismos, sobre todo por su juventud, en la que encontraban tema para un drama o pretexto para su hastío. Prefería con mucho a los amigos de mi padre, cuarentones que me hablaban con cortesía y cariño, me trataban con dulzura de padres y amantes. Pero Cyril me gustó. Era alto y a ratos guapo, de una belleza que inspiraba confianza. Sin compartir con mi padre esa aversión por la fealdad que nos llevaba con frecuencia a alternar con gente estúpida, yo experimentaba frente a las personas desprovistas de todo encanto físico una especie de apuro, de vacío; esa resignación de algunos a no agradar se me antojaba una tara deshonrosa. Porque, ¿qué buscábamos, sino agradar? Todavía no sé hoy si ese afán de conquista no oculta un exceso de vitalidad, un deseo de dominio o la necesidad furtiva, inconfesada, de sentirse seguro de sí mismo, amparado.

Cyril, al despedirse, me ofreció enseñarme a navegar a vela.

Regresé a cenar, sin poderlo apartar de mi pensamiento, y no participé, o muy poco, en la conversación; apenas reparé en lo nervioso que estaba mi padre. Después de cenar nos tumbamos en unas hamacas, en la terraza, como todas las noches. El cielo estaba cuajado de estrellas. Yo las miraba, esperando vagamente que se desprendieran y comenzasen a surcar el cielo en su caída. Pero sólo estábamos a principios de julio y no se movían. En la grava de la terraza cantaban las cigarras. Debían de ser miles, y estar ebrias de calor y de luna para lanzar ese estridente grito durante noches enteras. Me habían explicado que se limitaban a frotar los élitros, pero prefería creer en aquel canto gutural, instintivo, como el de los gatos en celo. Se estaba bien. Tan sólo unos granitos de arena entre la piel y la camisa me impedían sucumbir a los suaves embates del sueño. Fue entonces cuando mi padre carraspeó y se incorporó en la hamaca.

—Tengo que anunciaros que va a llegar alguien —dijo.

Cerré los ojos con desesperación. ¡Tanta tranquilidad no podía durar!

—Vamos, dinos quién —gritó Elsa, siempre ávida de cosas mundanas.

—Anne Larsen —dijo mi padre, y se volvió hacia mí.

Le devolví la mirada, demasiado atónita para reaccionar.

—Le dije que viniera si se sentía demasiado cansada con las colecciones y... va a venir.

Nunca se me hubiera ocurrido. Anne Larsen era una antigua amiga de mi pobre madre y tenía escaso trato con mi padre. Sin embargo, dos años atrás, al salir yo del internado, mi padre, que no sabía qué hacer conmigo, me había enviado a vivir con ella. Y ella, en una semana, me había vestido con gusto y me había enseñado a vivir. Despertó en mí una admiración apasionada que supo encauzar hábilmente hacia un joven de su círculo habitual. Le debía, pues, mis primeras elegancias y mis primeros amores, y le estaba muy agradecida. A los cuarenta y dos años era una mujer muy seductora y solicitada, con un hermoso rostro altivo y hastiado, lleno de indiferencia. Esa indiferencia era lo único que podía reprochársele. Era amable y distante. Todo en ella denotaba una voluntad constante, una serenidad de ánimo que intimidaba. Con ser divorciada y libre, no se le conocía ningún amante. Además, no teníamos las mismas relaciones: ella alternaba con gente fina, inteligente, discreta, y nosotros con gente bulliciosa, sedienta, a quien mi padre sólo exigía que fuese guapa y divertida. Creo que nos despreciaba un poco a mi padre y a mí por nuestra afición a las diversiones y trivialidades, como despreciaba todo exceso. Sólo nos reunían algunas cenas de negocios —ella se dedicaba a la costura y mi padre a la publicidad—, el recuerdo de mi madre y mis esfuerzos, pues aunque ella me intimidaba la admiraba mucho. En definitiva, aquella súbita llegada sólo podía ser un contratiempo si se pensaba en la presencia de Elsa y en las ideas de Anne sobre la educación.

Elsa subió a acostarse tras formular una multitud de preguntas sobre la situación social de Anne. Yo me quedé a solas con mi padre y me senté en los escalones, a sus pies. El se inclinó y apoyó las dos manos en mis hombros.

—¿Por qué eres tan desgarbada, mi amor? Pareces un gatito salvaje. Me gustaría tener una hija guapa y rubia, un poco llenita, con ojos de porcelana y...

—No es ése el caso —dije—. ¿Por qué has invitado a Anne? Y ella, ¿por qué ha aceptado?

—Tal vez para ver a tu viejo padre. Nunca se sabe.

—No eres el tipo de hombre que pueda interesar a Anne. Es demasiado inteligente y se respeta demasiado a sí misma. ¿Y Elsa? ¿Has pensado en Elsa? ¿Te imaginas las conversaciones entre Anne y Elsa? Yo no.

—No se me había ocurrido —confesó—. Lo cierto es que me asusta un poco. Cécile, mi vida, ¿y si nos volvemos a París?

Rió despacito acariciándome la nuca. Me volví y lo miré. Le brillaban los ojos oscuros, con graciosas arruguillas que acentuaban las comisuras, y encogía levemente la boca. Parecía un fauno. Me eché a reír con él, como cada vez que se buscaba complicaciones.

—Mi viejo cómplice —dijo—. ¿Qué haría yo sin ti?

Y tan convencido, tan tierno era su tono de voz que comprendí que de veras habría sido desgraciado sin mí. Hasta entrada la noche, hablamos del amor y de sus complicaciones. A los ojos de mi padre, éstas eran imaginarias. Rechazaba por sistema las nociones de fidelidad, de seriedad, de compromiso. Me explicó que eran arbitrarias, estériles. En otra persona tales opiniones me hubieran desagradado. Pero sabía que, en su caso, ello no excluía ni la ternura ni la devoción, sentimientos a los que se entregaba con mayor facilidad de la que quisiera, máxime por estimarlos provisionales. Ese concepto de las cosas me seducía: amores rápidos, violentos y pasajeros. A mi edad no seduce mucho la fidelidad. Sabía muy poco todavía del amor: citas, besos y hastíos. (Fragmento)

Françoise Sagan, Buenos días, tristeza

Texto completo



Bonjour Tristesse / Otto Preminger



Año 1958

Duración 94 min.

País Estados Unidos

Director Otto Preminger

Guión Arthur Laurents (Novela: Françoise Sagan)

Música Georges Auric

Fotografía Georges Périnal

Reparto Jean Seberg, David Niven, Deborah Kerr, Geoffrey Horne, Mylène Demongeot, Juliette Greco, Martita Hunt, Walter Chiari

Productora Columbia Pictures, producción Wheel Films

Sinopsis: Un verano radiante en la Riviera Francesa. Cécile (Jean Seberg), una difícil e independiente adolescente, hace lo imposible por separar a su padre, Raymond (David Niven), un atractivo y mujeriego viudo, de su amante, Anne Larson (Deborah Kerr). Movida por el temor de perder el cariño de su padre y los celos que Ann le provoca, no cesará en su empeño de dividir a la pareja. (Filmaffinity)


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